y a los que tienen ansias de justicia
llamó beatos, pero sus palabras
hasta el sitiunt, no más, lo proclamaron.
Y yo más leve que en los otros pasos
caminaba, tal que sin pena alguna
seguía a los espíritus veloces;
cuando Virgilio comenzó: «El Amor
prendido en la virtud, siempre a otro prende
con tal de que su llama manifieste;
desde el punto en que vino con nosotros
Juvenal hasta el limbo del infierno,
y cuánto te admiraba me dijera,
yo fui contigo tan benevolente
como nunca con alguien que no has visto,
y esta escalera me parece corta.
Pero dime, y perdona como amigo
si excesiva confianza alarga el freno,
y como amigo explícame la causa:
cómo pudo encontrar dentro de ti
un sitio la avaricia, junto a tanto
saber que por estudios poseías?»
A Estacio estas palabras le causaron
primero una sonrisa, luego dijo:
«Me prueba tu cariño lo que dices.
En verdad muchas veces pasan cosas
que dan materia falsa a nuestras dudas,
porque la causa cierta está escondida.
Tu pregunta me muestra que pensabas
que en la otra vida hubiera sido avaro,
acaso pues me viste en aquel círculo.
Sabe pues que alejado de avaricia
fui demasiado; y esta desmesura
miles de lunas castigada ha sido.
Y si el rumbo no hubiese enderezado,
al comprender allí donde escribías,
casi irritado con el ser del hombre,
«¿Por dónde no conduces tú, maldita
hambre de oro, el afán de los mortales?»
en los tristes torneos diera vueltas.
Supe entonces que mucho abrir las alas
puede gastar las manos, y de esa
falta me arrepentí cual de las otras.
¿Cuántos renacerán todos pelados
por ignorancia, pues quien peca en esto,
ni en vida, ni al extremo se arrepiente?
Y sabrás que la culpa que replica,
y diametral se opone a algún pecado,
juntamente con él su verdor seca;
por lo cual si con esa gente estuve
que llora la avaricia, por purgarme
justo de lo contrario me encontraba.»
«Cuando contaste las peleas crueles
de la doble tristeza de Yocasta
—dijo el cantor de bucólicos versos—
por aquello que te inspirara Clío,
no parece que fueses todavía
fiel a la fe sin la que el bien no basta.
Si esto es así, ¿qué sol, qué luminarias,
disipando la sombra, enderezaron
detrás del pescador luego tus velas?»
Y aquél a éste: «Tú me dirigiste
a beber en las grutas del Parnaso;
y luego junto a Dios me iluminaste.
Hiciste como aquél que va de noche
con una luz detrás, que a él no le sirve,
mas hace tras de sí a la gente sabia,
cuando dijiste: «El siglo se renueva,
y el primer tiempo y la justicia vuelven,
nueva progenie de los cielos baja.»
Por ti poeta fui, por ti cristiano:
mas para ver mejor lo que dibujo,
para darle color la mano extiendo.
Preñado estaba el mundo todo entero
de la fe verdadera, que sembraron
los mensajeros del eterno reino,
y tus palabras que antes he citado
con las prédicas nuevas concordaban;
y tomé por costumbre el visitarles.
Tan santos luego fueron pareciendo,
que en la persecución de Domiciano,
sin mis lágrimas ellos no lloraban;
y mientras que en mi mano hacerlo estuvo
les ayudaba, y con sus rectas vidas
me hicieron despreciar toda otra secta.
Y antes de poetizar sobre los griegos
y sobre Tebas, tuve mi bautismo;
pero por miedo fui un cristiano oculto,
mostrándome pagano mucho tiempo;
y esa tibieza en el recinto cuarto
me recluyó por más de cuatro siglos.
Tú pues, que ya este velo has levantado
que me escondía cuanto bien he dicho,
mientras que de subir nos ocupamos,
dónde está, dime, aquel Terencia antiguo,
Varrón, Plauto, Cecilio, si lo sabes:
y si están condenados y en qué círculo.»
Esos y Persio, y yo, y bastantes otros
—le respondió— se encuentran con el Griego
a quien las musas más amamantaron,
en el primer recinto de la cárcel;
y hablarnos muchas veces de aquel monte
donde nuestras nodrizas se hallan siempre.
También están Simónides y Eurípides,
Antifonte, Agatón y muchos otros
griegos que de laureles se coronan.
Allí se ven aquellas gentes tuyas,
Antígona, Deífile y Argía
y así como lo fue de triste, a Ismene.
Vemos a aquella que mostró Langía,
a Tetis y la hija de Tiresias,
y a Deidamia con todos sus hermanos.»
Ya se callaban ambos dos poetas,
de nuevo atentos a mirar en torno,
ya libres de subir y de paredes;
y habían cuatro siervas ya del día
atrás quedado, y al timón la quinta
enderezaba a lo alto el carro ardiente,
cuando mi guía: «Creo que hacia el borde
volver el hombro diestro nos conviene,
dando la vuelta al monte cual solemos. »
Así fue nuestro guía la costumbre,
y emprendimos la ruta más tranquilos
pues lo aprobaba aquel alma tan digna.
Ellos iban delante, y solitario
yo detrás, escuchando sus palabras,
que en poetizar me daban su intelecto.
Mas pronto rompió las dulces razones
un árbol puesto en medio del camino,
con manzanas de olor bueno y suave;
y así corno el abeto se adelgaza
de rama en rama, aquel abajo hacía,
para que nadie, pienso, lo subiera.
Del lado en que el camino se cortaba,
caía de la roca un licor claro,
que se extendía por las hojas altas.
Al árbol se acercaron los poetas;
y una voz desde dentro de la fronda
gritó: «Muy caro cuesta este alimento.»
«Más pensaba María en que las bodas
—siguió— fueran honradas, que en su boca,
esa que ahora intercede por vosotros.
Las antiguas romanas sólo agua
bebían; y Daniel, que despreciaba
el alimento, conquistó la ciencia.
La edad primera, bella como el oro,
hizo con hambre gustar las bellotas,
y néctar con la sed cualquier arroyo.
Miel y langostas fueron las viandas
que en el yermo nutrieron al Bautista;
por lo cual es tan grande y tan glorioso
como en el Evangelio se demuestra.»
Mientras los ojos por la verde fronda
fijaba de igual modo que quien suele
del pajarillo en pos perder la vida,
el más que padre me decía: «Hijo,
ven pronto, pues el tiempo que nos dieron
más útilmente aprovechar se debe.»
Volví el rostro y el paso sin tardarme,
junto a los sabios, que en tal forma hablaban,
que me hicieron andar sin pena alguna.
Y en esto se escuchó llorar y un canto
labia mea domine, en tal modo,
cual si pariera gozo y pesadumbre.
«Oh dulce padre, ¿qué es lo que ahora escucho?»,
yo comencé; y él: «Sombras que caminan
de sus deudas el nudo desatando.»
Como los pensativos peregrinos,
al encontrar extraños en su ruta,
que se vuelven a ellos sin pararse,
así tras de nosotros, más aprisa,
al llegar y pasamos, se asombraba
de ánimas turba tácita y devota.
Todos de ojos hundidos y apagados,
de pálidos semblantes, y tan flacos
que del hueso la piel tomaba forma.
No creo que a pellejo tan extremo
seco, hubiese llegado Erisitone,
ni cuando fue su ayuno más severo.
Y pensando decíame: «¡Aquí viene
la gente que perdió Jerusalén,
cuando María devoró a su hijo!
Parecían sus órbitas anillos
sin gemas: y quien lee en la cara "omo"
bien podría encontrar aquí la eme.
¿Quién pensaría que el olor de un fruto
tal hiciese, el anhelo produciendo,
o el de una fuente, no sabiendo cómo?
Maravillado estaba de tal hambre,
pues la razón aún no conocía
de su piel escarnada y su flaqueza,
cuando de lo más hondo de su rostro
fija su vista me volvió una sombra;
luego fuerte exclamó: "¿Qué gracia es ésta?"
Nunca el rostro le hubiese conocido;
pero en la voz se me hizo manifiesto
lo que el aspecto había deformado.
Esta chispa encendió de aquel tan otro rostro
del todo mi conocimiento,
y conocí la cara de Forese.»
«Ah, no te fijes en la seca roña
que me destiñe —rogaba— la piel,
ni por la falta de carne que tenga;
dime en verdad de ti, y de quién son esas
dos ánimas que allí te dan escolta;
¡no te quedes aquí sin que me hables!»
«Tu cara, que lloré cuando moriste,
con no menos dolor ahora la lloro
—le respondí— al mirarla tan cambiada.
Pero dime, por Dios que así os deshoja;
no pidas que hable, pues estoy atónito;
mal podrá hablar quien otra cosa quiere.»
Y él a mí— «Del querer eterno baja
un efecto en el agua y en el árbol
que dejasteis atrás, que así enflaquece.
Toda esta gente que llorando canta,
por seguir a la gula sin medida,
santa se vuelve aquí con sed y hambre
De comer y beber nos da el deseo
el olor de la fruta y del rocío
que se extiende por sobre la verdura.
Y ni un solo momento en este espacio
dando vueltas, mitiga nuestra pena:
pena digo y debiera decir gozo,
que aquel deseo al árbol nos conduce
donde Cristo gozoso dijo 'Eli',
cuando nos redimió la sangre suya.»
Yo contesté: «Forese, desde el día
que el mundo por mejor vida trocaste,
cinco años aún no han transcurrido.
Si antes se terminó el que tú pudieras
pecar aún más, de que llegase la hora
del buen dolor que a Dios volver nos hace,
¿cómo es que estás arriba ya tan pronto?
Yo pensaba encontrarte allí debajo,
donde el tiempo con tiempo se repara.»
Y él respondió: «Tan pronto me ha logrado
que beba el dulce ajenjo del martirio
mi Nela con su llanto sin fatiga.
Con devotas plegarias y suspiros
me trajo de la playa en que se espera,
y me ha librado de los otros círculos.
Tanto más cara a Dios y más dilecta
es mi viudita, a la que tanto amaba,
cuanto en su bien obrar está más sola;
puesto que la Barbagia de Sicilia
es más púdica ya con sus mujeres
que la Barbagia en donde la he dejado.
Dulce hermano ¿qué quieres que te diga?
Ya presiento unos tiempos venideros
de que esta hora ya no está lejana,
en que será en el púlpito vedado
el que las descaradas florentinas
vayan mostrando en público las tetas.
¿Qué bárbara hubo nunca o musulmanas
que precisaran para andar cubiertas
disciplina en el alma o de las otras?
Mas si supieran esas sinvergüenzas
lo que veloz el cielo les depara,
ya para aullar sus bocas abrirían;
pues si el vaticinar aquí no engaña,
sufrirán antes de que crezca el bozo
a los que ahora con nanas consuelan.
Ahora ya no te escondas más, oh hermano,
que no sólo yo, más toda esta gente,
mira el lugar donde la luz no pasa.»
Por lo que yo le dije: «Si recuerdas
lo que fui para ti, y para mi fuiste,
aún será triste el recordar presente.
De aquella vida me sustrajo aquel
que va delante, el otro día, cuando
redonda se mostró la hermana de ese
—señalé el sol. Y aquél por la profunda
noche llevóme de los muertos ciertos
con esta carne cierta que le sigue.
De allí con sus auxilios me ha traído,
subiendo y rodeando la montaña,
que os endereza a los que el mundo tuerce.
Dice que habrá de hacerme compañía
hasta que esté donde Beatriz se encuentra;
allí es preciso que sin él me quede.
Virgilio es quien tal cosa me ha contado
—y se lo señalé—; y aquél la sombra
por quien se ha conmovido cada cuesta
de vuestro reino del que ya se marcha.»
Ni hablar a andar, ni andar a aquel más lento
hacía, mas hablando a prisa íbamos
cual nao que empuja un viento favorable;
y las sombras, más muertas pareciendo,
admiración ponían en las cuencas
de los ojos, sabiendo que vivía.
Y yo, continuando mis palabras
dije: «Y asciende acaso más despacio
de lo que en otro momento lo haría.
Mas dime de Piccarda, si es que sabes;
y dime si estoy viendo a alguien notable
entre esta gente que así me contempla.»
«Mi hermana, que entre hermosa y entre buena
no sé qué fuera más, alegre triunfa
en el Olimpo ya de su corona.»
Dijo primero; y luego: «Aquí podemos
a cualquiera nombrar pues tan mudado
nuestro semblante está por la abstinencia.
Ese —y le señaló— es Bonagiunta,
Bonagiunta de Lucca; y esa cara
a su lado, cosida más que otras.
tuvo la santa iglesia entre sus brazos:
nació en Tours, y aquí purga con ayunos
el vino y las anguilas de Bolsena.»
Uno por uno a muchos me nombró;
y al nombrarles contentos parecían,
y no vi ningún gesto de tristeza.
Vi por el hambre en vano usar los dientes
a Ubaldín de la Pila y Bonifacio,
que apacentara a muchos con su torre.
Vi a Maese Marqués, que ocasión tuvo