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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

La batalla de Corrin (61 page)

BOOK: La batalla de Corrin
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Cuando los motores Holtzman plegaron el espacio, doblando unas coordenadas sobre las siguientes, el viaje empezó y la nave se deslizó por las diferentes capas de distancia y espacio. Adrien se sacudía como si su mente y su cuerpo se fueran a separar por las vibraciones de la nave, pero también por el miedo. Pero no se arrepentía de estar allí.

Y entonces ya estaban al otro lado. Norma vio que Adrien salía de unas coordenadas y reaparecía en otras. En tan solo un instante, el universo se convirtió en algo muy pequeño.

—¡Lo hemos logrado, madre! ¡Mira abajo! —Lleno de asombro, Adrien miró por una ventana de la nave y reconoció el planeta seco y agrietado que estaba viendo. Desde la órbita, parecía una cuenca de oro—. ¿Arrakis? He estado aquí muchas veces.

—Para mi primera travesía presciente pensé que lo más apropiado era viajar al lugar donde se origina la melange —dijo Norma.

Arrakis le parecía el lugar ideal para anclar todas las experiencias prescientes, un lugar donde podría trabajar por todo aquello que aún estaba por llegar: por ella, por Adrien, por toda la humanidad.

—Es asombroso en diferentes sentidos —dijo él—. Si VenKee puede desplazarse de forma instantánea y segura al planeta de la especia, conseguiremos muchos más beneficios.

—No todos los beneficios son monetarios. Arrakis es como la especia que contiene: su complejidad escapa a la comprensión, su valor no se puede cuantificar.

Norma sabía que la especia y la navegación estaban inextricablemente ligadas. Habría que garantizar los suministros de melange. Y es posible que VenKee tuviera que estacionar una fuerza militar propia en el planeta para proteger las arenas de especia. Arrakis no era la clase de lugar que se puede domeñar con leyes. Era un mundo descarnado e indómito donde solo sobrevivía el más fuerte.

Desde su cámara sellada, Norma guió mentalmente la nave hacia el planeta con los motores convencionales. En comparación con aquel mar de dunas, su nave parecía poca cosa. Con su poderosa mente, Norma vio grandes gusanos de arena, nubes de arena, feroces tormentas de Coriolis. Su mente se abrió en dos direcciones a la vez, hacia el pasado y hacia el futuro. Y vio bandas de personas desplazándose por el paisaje, algunos a pie y otros a lomos de los gusanos.

—Si pudiéramos encontrar otra fuente de especia no dependeríamos tanto de este planeta. Los buscadores lo han invadido —dijo Adrien, y su voz flotó hasta el interior de la cámara de gas—. Desde la plaga, todo el mundo sabe la riqueza que hay aquí, y Arrakis se ha llenado de buscadores e incluso esclavistas.

—La melange es el corazón del universo —dijo su madre—. Sólo hay un corazón.

Sobrevolando con la nave los vastos desiertos, Norma vio el futuro del comercio. Ciertamente, Adrien no podía ni imaginar la poderosa organización que iba a ayudar a crear.

—La Historia dirá que tu padre ayudó a desarrollar estas maravillosas naves. Aurelius Venport será recordado como un inventor visionario, como un gran patriota de la causa de la humanidad. Cuando el tiempo pase y los protagonistas reales de la historia desaparezcan, nadie será capaz de separar los hechos de la leyenda. Este pensamiento me hace muy feliz. Es mi último regalo al hombre al que amo. Y quiero que tú comprendas esto, como responsable de VenKee Enterprises, una empresa que se convertirá en algo mucho mayor.

Él asintió.

—Haces esto por amor, y por aprecio, porque mi padre fue el único que creyó en ti. Lo entiendo, madre.

Después de lo que pareció una eternidad sobrevolando el rudo planeta de Arrakis, Norma Cenva llevó su nave de vuelta al vacío y regresó a Kolhar.

75

En Arrakis la vida vale menos que un grano de arena en el desierto.

La leyenda de Selim Montagusanos

Los magullados supervivientes del poblado zensuní que había sido atacado siguieron a Ishmael y El’hiim de vuelta al asentamiento principal en la alejada zona rocosa. El’hiim propuso que llevaran a los heridos más graves a un campamento cercano de la empresa para que pudieran recibir atención médica.

Ishmael no quería ni oír hablar de eso.

—¿Cómo puedes siquiera pensarlo? A duras penas hemos logrado escapar de los negreros. Y ahora hablas de llevarlos directamente a los responsables de que haya demanda de esclavos.

—No todos son negreros, Ishmael. Estoy tratando de salvarles la vida.

—Colaborar con ellos es como jugar con una fiera solo medio domesticada. Tu afán conciliador ya ha hecho que muchas de estas personas pierdan a sus seres queridos, que pierdan sus casas. No quieras exprimirlos más. Cuidaremos de ellos nosotros mismos, con el material que tengamos.

Cuando la banda de forajidos llegó a las cuevas, la noticia se extendió como un reguero de pólvora entre la gente. Con su poderosa personalidad y sus exigencias irrenunciables, Ishmael actuó a modo de cabecilla. El’hiim —que era el auténtico naib— dejó que el anciano se saliera con la suya y dijo:

—Yo entiendo a los extraplanetarios mejor que tú, Ishmael. Enviaré mensajes a los campamentos de VenKee, y presentaré una queja formal en Arrakis City. No pueden hacer algo así y salir impunes.

Ishmael sintió que la ira rompía algo en su interior.

—Se reirán en tu cara. Los esclavistas siempre han capturado zensuníes, y tú has ido derecho a su trampa.

Su hijastro partió enseguida a la ciudad, y entonces Ishmael convocó a todo zensuní capaz en la gran cámara de reunión. Chamal, la única mujer que se contaba entre los ancianos del poblado, asistió en representación de las mujeres, tan sedientas de sangre como los hombres. Muchos jóvenes revoltosos que veneraban la leyenda de Selim Montagusanos exigieron la ejecución de los criminales.

Encendidos y avergonzados, recordando las muchas veces que no habían querido escuchar las advertencias de Ishmael, los más fuertes se ofrecieron voluntarios para reunir armas y formar una partida kanla, un grupo de guerreros que buscarían a los esclavistas y tendrían su venganza.

—El’hiim me dijo que sabe dónde están —dijo Ishmael—. Él nos guiará hasta ellos.

Cuando El’hiim regresó de Arrakis City con la vaga promesa de las fuerzas de seguridad de ser más rigurosas en la aplicación de ciertas normativas contra el secuestro, se encontró con el grupo kanla ya armado y listo. El’hiim vio la expresión de sus caras, supo lo que sentían sus corazones y, como naib de la tribu, no le quedó más remedio que unirse al grupo.

Aunque era mucho mayor que los otros, Ishmael los acompañó. A pesar… o quizá a causa del disgusto y la pena que sentía por lo que les había pasado a muchos de sus amigos zensuníes e incluso a algunos de los nietos que le había dado Chamal, Ishmael se sentía lleno de energía, como si acabara de tomar una dosis masiva de especia. Por fin podría golpear a la gente que había corrompido aquel mundo por el que él tanto había luchado.

—Quizá este sea mi último combate. Quizá moriré. Si es así como debe ser, no me quejo.

Atravesaron el desierto, moviéndose con rapidez y sigilo. Deslizándose como sombras contra las rocas bañadas por el sol, la partida kanla divisó el campamento de los negreros a media tarde del día siguiente. Los hombres del desierto se acuclillaron al amparo de las rocas para observar y planificar el ataque.

Uno de ellos propuso que se colaran en el campamento de noche y les robaran el agua y las provisiones.

—¡Esa sería una buena venganza!

—También podríamos cortar los tubos de los depósitos de combustible de sus
skimmers
Zanbar y dejar a esas ratas despreciables perdidas en el desierto, para que se mueran poco a poco de sed.

—Y se convertirían en comida para Shai-Hulud.

Pero Ishmael no tenía paciencia para esperar una venganza tan lenta y larga.

—Hace mucho tiempo, mi amigo Aliid dijo: «No hay nada más satisfactorio que sentir la sangre de tus enemigos entre los dedos». Pienso matar a esos demonios personalmente. ¿Por qué dejar que sea Arrakis quien se dé el gustazo?

Cuando la oscuridad empezaba a caer y la primera luna se ocultó detrás del horizonte, la partida kanla avanzó como un grupo de escorpiones del desierto, con sus dagas de cristal a modo de pinzas. Los negreros —Ishmael contó doce— habían activado unos generadores que iluminaban todo el campamento, no para protegerse, sino por comodidad. No se molestaron en apostar guardias.

Los vengadores zensuníes rodearon el campamento y fueron cerrando el círculo. Aunque aparentemente los negreros tenían armas más avanzadas, los zensuníes casi les doblaban en número. Sería una bonita carnicería.

Ishmael no había querido que utilizaran sus rifles maula, porque eran demasiado toscos e impersonales, pero El’hiim propuso que los aprovecharan para disparar contra las luces. Ishmael estuvo de acuerdo. Cuando todos estuvieron en posición, dio la señal y una andanada de proyectiles maula voló por los aires y destrozó los globos de luz. El lugar quedó a oscuras.

Como una manada de lobos, los atacantes saltaron desde todos los lados y cogieron por sorpresa a los extraplanetarios, que salieron de debajo de sus mantas totalmente desorientados. Algunos echaron mano de sus armas y abrieron fuego, pero ni siquiera veían a sus atacantes.

Los zensuníes se mantenían pegados al suelo y se protegían parapetándose detrás de cualquier objeto. Sus espíritus habían permanecido prisioneros demasiado tiempo, y sus emociones se desbocaron en un exultante baño de sangre. Saltaron sobre sus víctimas y tuvieron su venganza, acuchillando y cortando con sus dagas de diente de gusano.

Ishmael avanzó por el campamento con los suyos, buscando enemigos a los que ajusticiar, y aferró a un hombre de baja estatura que trataba de huir y ocultarse entre unos rollos de tejido reflectante. El muy cobarde ni siquiera trató de defenderse a sí mismo ni a sus compañeros.

Ishmael lo levantó del suelo, mientras el hombre no dejaba de patalear. Cuando sus ojos se amoldaron a la luz de las estrellas, ayudados por el resplandor de algún que otro conato de incendio, vio que se trataba de un tlulaxa por el característico rostro chupado y los ojos muy juntos. Y él lo conocía. Era Wariff, el buscador al que había salvado hacía veinte años.

El tlulaxa le miró y lo llamó por su nombre, porque también se acordaba de él a pesar de los años. Ishmael sacó su daga. Su extremo curvo estaba muy afilado.

—Te salvé la vida y tú me pagas atacando a mi gente y llevándotelos como esclavos. Maldito seas tú y los de tu raza.

A su alrededor, la violencia y el griterío estaban en su punto álgido. Wariff se debatía, agitando sus pequeñas manos como las alas de un pajarillo.

—Por favor, no me mates. Perdona. No pretendía…

—Me llevo hoy lo que te di hace mucho tiempo. —Y rebanó el cuello flacucho del negrero, cercenando la yugular. Echó la cabeza de Wariff hacia atrás, para que la sangre cayera libremente en la noche—. Esta es la justicia de los Free Men. Tu agua, yo se la entrego al desierto. La sangre de los otros la llevaremos para nuestra tribu.

Lleno de repugnancia, Ishmael arrojó el cuerpo entre los cachivaches de los negreros y comprendió que, en circunstancias como aquella, quizá su amigo Aliid tenía razón. En Poritrin, cuando los dos eran jóvenes, Ishmael siempre insistía en buscar una solución pacífica. Y ahora estaba completamente de acuerdo con él. A veces no hay cosa más gratificante que la venganza.

La voz de El’hiim se elevó por encima del griterío.

—¡Deteneos! Hemos de dejar a los que quedan con vida y llevarlos a Arrakis City para que sean juzgados. Debemos conservar una prueba de sus crímenes.

Confundidos, algunos de los zensuníes se detuvieron. Otros siguieron luchando como si no le hubieran oído. Ishmael aferró a su hijastro por la túnica.

—¿Los vas a devolver a los extranjeros, El’hiim? ¿Después de lo que nos han hecho?

—Han cometido un crimen. Deja que se les condene según sus propias normas.

—¡Entre los suyos la esclavitud ni siquiera es un crimen! —dijo Ishmael furioso. Soltó a El’hiim y dejó que trastabillara tratando de recuperar el equilibrio. El’hiim ya no podía controlar a los suyos. Ishmael levantó su mano manchada de sangre y gritó para que todos pudieran oírle—. Estos hombres tienen con nosotros una deuda que jamás podrán pagar. En este mundo, las únicas monedas válidas son la especia y el agua… así que llevémonos su sangre, destilemos el agua que contenga y démosla a las familias de la gente a la que han perjudicado.

Los otros forajidos miraron a Ishmael, sin saber si debían hacer tal cosa. El’hiim parecía horrorizado.

—El agua es agua —insistió Ishmael—. El agua es vida. Estos hombres han robado las vidas de nuestros amigos y familiares al atacar nuestros poblados. Cortadles el cuello y extraedles toda la sangre, y guardadla en contenedores. Quizá Dios lo verá como una forma de reparar sus crímenes. No soy yo quien debe decidir.

Los negreros siguieron gritando mientras trataban de defenderse. Los zensuníes fueron a por ellos, aullando, acuchillando, y los mataron uno a uno. En un solo día, consiguieron una buena cosecha de sangre.

76

Mi padre fue declarado Héroe de la Yihad. Incluso si el resto de registros históricos se desvanecen como el polvo, que la raza humana nunca lo olvide.

V
IRREY
F
AYKAN
B
UTLER
, resolución
presentada ante el Parlamento de la Liga

Con tono suave y lógico, Dante le informó del éxito del ataque de prueba contra la flota de la Liga. Láser, escudos… y una devastación completa.

Quentin escuchaba lleno de asombro, sin poder desconectar sus mentrodos auditivos, y Juno le explicó que, sin querer, él mismo había revelado la vulnerabilidad de los escudos frente a los rayos láser. Quentin se puso histérico y, cuando le desconectaron de su forma móvil, pensó con desesperación en la cantidad de soldados a los que habría condenado por la debilidad de su mente. ¿Y cuántos más habrían de morir?

Los tres titanes separaron su contenedor cerebral y le negaron el acceso a ningún cuerpo mecánico. Su instinto le decía que luchara y muriera como un valiente, pero el caso es que, en su situación, se sentía totalmente impotente. Los cimek le habían quitado sus brazos y sus piernas. Sus ojos, su oído, su voz. No era más que un trofeo indefenso. No tenía ningún punto de referencia temporal, no tenía forma de saber cuánto tiempo lo tenían aislado.

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