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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

La batalla de Corrin (63 page)

BOOK: La batalla de Corrin
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—En otro tiempo esta zona estuvo habitada por budislámicos, antes de que fueran liberados de generaciones de esclavitud y fueran a establecerse a Planetas No Aliados.

—Tu padre jamás podrá liberarse de su esclavitud —musitó Vor, y sus palabras consiguieron que el silencio se hiciera de nuevo entre los dos. Quentin Butler era un cimek: nunca podría volver.

Los dos contemplaron aquellas antiguas ruinas, y Abulurd trató sin mucho entusiasmo de leer señales y explicaciones. Pero se sentía tan desgraciado que a veces las palabras no le salían.

—Tras dar la espalda a nuestra civilización, zensuníes y zenshiíes entraron en una época de oscuridad; hasta el día de hoy, la mayoría llevan una vida primitiva en planetas remotos. —Miró la placa iluminada por el sol con los ojos entrecerrados—. Aquí también se han encontrado piezas de alfarería muadru.

—Los pensadores tienen cierta conexión con los muadru —dijo Vor—. Y Vidad es el único que queda con vida. —La sola mención de Vidad le hizo pensar en Serena y su muerte.

Ningún humano vivo había compartido una parte tan importante de la Historia y estaba tan resentido con los Titanes como él. Agamenón le había criado, le había entrenado, le había enseñado tácticas… y todo para que un día también él pudiera oprimir a sus esclavos humanos. Pero Vor había utilizado sus conocimientos durante la Yihad, y le habían ayudado a derrotar a las máquinas pensantes una y otra vez. Sí, conocía muy bien a Agamenón, y tenía intención de utilizar lo que sabía de una forma muy distinta a la que su padre esperaba.

Los dos hombres se sentaron sobre un montón de escombros y compartieron sus gyraks, unos sandwiches que los lugareños preparaban con pan molido a la piedra y carne muy especiada. Y para acompañar la comida bebieron unas botellas frías de cerveza salusana. Vor no dijo gran cosa, tenía la cabeza llena de preocupaciones. Se estremeció al recordar la «recompensa» que el general cimek le había prometido en su momento. «Si no hubiera escapado de la Tierra con Serena y Ginjo, Agamenón me habría convertido en cimek. De tal palo, tal astilla».

Desde su posición como militar destacado, Vor había luchado siempre por la Liga. La raza humana estaba agotada, y no tenía ni la energía ni el empuje necesarios para otra guerra tan larga. Muchos eran los líderes políticos que veían con horror el holocausto nuclear que había provocado en los Planetas Sincronizados. La mayoría ya no recordaban la urgencia, los horrores, la necesidad de aquellos tiempos tan peligrosos. Se limitaban a agachar la cabeza al pensar en los millones y millones de esclavos humanos que habían muerto durante la aniquilación de Omnius. No recordaban que muchos más millones habrían muerto si las máquinas pensantes hubieran vencido. Vor ya había visto demasiadas veces lo voluble que puede llegar a ser la historia.

Y, ahora que Agamenón volvía a la carga, Vor sintió que debía librar una nueva batalla… él solo, sin nadie que le echara nada en cara.

Haciendo rechinar los dientes, miró a Abulurd.

—Sé lo que tengo que hacer —le dijo—. Necesitaré tu ayuda, y tu absoluta confidencialidad.

—Por supuesto, bashar supremo.

Y procedió a explicarle cómo pensaba acabar con Agamenón de una vez por todas.

78

Ten siempre presente que el fin es inevitable. Solo cuando aceptes que debes morir podrás alcanzar la verdadera gloria y aspirar a los honores más altos.

M
AESTRO DE ARMAS
I
STIAN
G
OSS

Abulurd Harkonnen estaba sentado en primera fila, en los asientos reservados para invitados en el imponente edificio del Parlamento, mostrando con orgullo la insignia de bashar en los hombros y el pecho. El resto de asistentes a la ceremonia, una combinación de líderes políticos y militares, murmuraban entre ellos con poco entusiasmo.

El bashar supremo Vorian Atreides había solicitado dirigirse a la asamblea para hacer un importante anuncio… como tantas otras veces. Sin embargo, dado que a lo largo de los años había pronunciado advertencias y pronósticos tan pesimistas, los dignatarios ya no demostraban mucho interés por sus discursos. Estaban al corriente de los nuevos ataques de los cimek, y las pirañas mecánicas les habían recordado que Omnius seguía siendo una amenaza; evidentemente, esperaban que el viejo veterano les reprochara su falta de previsión.

Sin embargo, Abulurd conocía el verdadero motivo del discurso. Permanecía sentado, respirando agitadamente, manteniendo la calma, como un modelo de decoro.

Durante la mayor parte de la mañana, había estado ocupado con su trabajo en los laboratorios cercanos a la mansión administrativa del Gran Patriarca. Siguiendo órdenes del bashar supremo, su equipo de ingenieros seguía desmantelando y analizando las pirañas mecánicas, y habían activado algunas en condiciones cuidadosamente controladas. Los investigadores creían haber encontrado varias posibles formas de defensa si Omnius se decidía a utilizar aquellas feroces maquinitas otra vez. Y dos de ellos incluso habían construido el prototipo de un aparato de interferencias, no como el de los generadores de impulsos de Holtzman, sino algo más sencillo, una baliza que sobrecargaría y confundiría el programa de base de los bichitos.

Abulurd se había quitado su bata de laboratorio y se había puesto su uniforme militar para la ocasión. No era necesario el uniforme de gala, pero se lo puso por respeto al bashar supremo.

En aquel momento, en cuanto las altas puertas se abrieron y se anunció la llegada de Vorian Atreides, Abulurd se puso en pie y dedicó el saludo militar. Al ver esto, otros oficiales del ejército siguieron su ejemplo. El resto de los asistentes empezaron a levantarse, tímidamente al principio, y luego todos en masa.

Con expresión totalmente inescrutable, Vorian bajó con aire orgulloso por el pasillo. Había decidido mostrar su aspecto más imponente y llevaba un surtido extravagante de medallas, condecoraciones e insignias que había conseguido durante décadas de servicio militar. Mientras iba de camino al estrado, no dejó de oírse el tintineo de todas aquellas condecoraciones, tantas que daba la impresión que la tela del traje se le iba a desgarrar por el peso. Aunque estaba recién planchado, el uniforme parecía conservar una sombra de manchas y sangre, como si la tela, al igual que el hombre, nunca pudiera quedar completamente limpio.

Miró hacia donde sabía que estaría Abulurd y sus ojos se encontraron. El corazón del oficial más joven se llenó de orgullo.

Con la cabeza bien alta, cuadrando bien los hombros, el bashar supremo subió los escalones del estrado, donde el virrey Faykan Butler presidiría la asamblea junto al Gran Patriarca. El uniforme de diario de Xander Boro-Ginjo era chillón y estaba cubierto de adornos innecesarios.

—Bashar supremo Vorian Atreides, le damos la bienvenida a nuestra asamblea —dijo Faykan—. Nos ha convocado para hacer un anuncio importante. Todos estamos deseando escuchar sus palabras.

—Y todos estarán agradecidos al saber que pienso ser breve —repuso Vor. Varios representantes de la primera fila rieron con disimulo—. Contando con este mes, llevo ciento trece años como soldado de la humanidad. —Hizo una pausa para que el número hiciera efecto—. Eso es más de un siglo luchando contra el enemigo y ayudando a proteger la Liga de Nobles. Aunque tal vez sigo pareciendo joven y fuerte, y aunque conservo mi salud y mis capacidades, dudo que nadie de esta sala me pueda discutir que he servido a la humanidad un tiempo más que suficiente.

Lentamente, paseó la mirada por la audiencia, y finalmente sus ojos se detuvieron en el virrey.

—Deseo dimitir con efecto inmediato de mi cargo en el ejército de la Humanidad. Hace diecinueve años se dio por terminada la Yihad. Mi tiempo para luchar ha terminado. Me tomaré un descanso y después volveré al trabajo con el objetivo de limpiar el nombre de Xavier Harkonnen.

Faykan respondió con presteza y suavidad, como si hubiera sabido en todo momento lo que Vor pretendía decir.

—Hablo en nombre de todos los aquí reunidos. Sabemos que ha dedicado mucho más que una vida al servicio en el ejército. Ante nosotros tenemos nuevos desafíos, los cimek, Omnius, pero es una labor que nunca termina. Parece que los enemigos de la humanidad siempre van a estar ahí. Un hombre solo no puede resolver todos los problemas, por mucho que quiera. Vorian Atreides, puede relajarse, retirarse y hacer lo que le plazca, y dejar que los demás sigamos con la lucha. Gracias por su dedicación ejemplar. Merece todo el honor y el respeto por nuestra parte.

El virrey empezó a aplaudir, y el Gran Patriarca lo imitó obedientemente. Pronto, todos en la sala se pusieron en pie para unirse a la ovación. Abulurd se dejó llevar por los aplausos, miró a su mentor lleno de emoción, de orgullo y tristeza a la vez. El Gran Patriarca ofreció su bendición oficial a Vor.

El bashar supremo miró a cada uno de los presentes asintiendo con el gesto. Solo Abulurd sabía que pensaba seguir con la lucha, aunque de una forma que la Liga jamás habría permitido. Cuando Vor salía del edificio cavernoso del Parlamento, acompañado por los vítores, felicitaciones y aplausos, Abulurd le siguió, con la esperanza de poder decir adiós a aquel hombre que tanto había hecho por él. Todo en el anuncio y la forma en que fue recibido había sido apropiadamente respetuoso, y sin embargo, Abulurd sentía cierta amargura. A pesar de todas las cosas buenas que Vor había hecho por la Liga, a pesar de que sus capacidades no se habían visto ni ligeramente mermadas, ni una sola persona en toda la sala hizo el más mínimo esfuerzo por evitar su marcha. Se alegraban de que se fuera.

79

La muerte puede ser un amigo, pero solo si llama en el momento oportuno.

Texto navacristiano (traducción discutida)

Sumida en la fiebre, Raquella soñaba que soñaba, veía las figuras y las esperanzas de sus antepasados, tan vívidas en la juventud, tan apagadas luego al encuentro con la dura realidad. Incluso su misterioso abuelo Vorian Atreides estaba allí, y Karida Julan, su abuela, la mujer que amó a Vorian… y muchos otros hombres y mujeres, héroes, cobardes, líderes y seguidores. Y Mohandas Suk.

Desde algún lugar, le llegaba el sonido de agua que goteaba… agua o algún otro líquido, como si marcara el paso del tiempo. E intuía que su cuerpo se estaba deshaciendo, incorporándose al ecosistema atemporal del planeta.

Rossak.

Nunca había pensado que moriría en un planeta tan extraño. Ella no había nacido allí, no tenía ninguna relación con Rossak, jamás habría ido hasta allí de no haberse producido un nuevo brote de la plaga, para ayudar.

Se sentía entumecida, como si flotara, y no notaba ningún tipo de sensación en la piel, no podía moverse. Era como si algo muy denso y pesado cubriera su cuerpo y le estuviera sacando la vida de dentro. ¿El retrovirus? ¿Su responsabilidad imposible? Haciendo un esfuerzo sobrehumano, consiguió llenar sus pulmones de un aire nutricio.

Jimmak Tero la había llevado a alguna parte, a un lugar oculto en la selva plata y púrpura. Raquella apenas estaba consciente cuando se la llevó, y solo recordaba sonidos y olores extraños y húmedos. No tenía ni idea de dónde estaba.

A pesar del continuo clamor que sentía en su mente y su cuerpo, intentó tranquilizarse. «No pasa nada. He hecho mucho bien en mi vida. Mohandas y yo hemos ayudado a las víctimas de la epidemia. Ha valido la pena sacrificarse».

Tiempo atrás, en Parmentier, Vorian Atreides le había dicho que estaba orgulloso; y desde entonces Raquella se había aferrado a aquella clase de comentarios, saboreando la emoción que aquel desconocido, su abuelo, sentía por ella. Después de aquello, Vor la había visitado en numerosas ocasiones, ofreciéndole su afecto y su apoyo incondicional. Ahora que lo conocía y se preocupaba por él, el orgullo y el respeto de su heroico abuelo significaba mucho para ella. El bashar supremo del ejército de la Humanidad era un hombre famoso e importante. Y se había tomado muchas molestias para encontrarla.

Raquella trató de contener las sacudidas de dolor que le recorrían el cuerpo; necesitaba toda su energía para seguir respirando. Se concentró en el sonido rítmico del goteo, manteniéndose en equilibrio en el mismo límite de la conciencia y la vida. Plop. Inspira. Plop. Espira.

Y pensó en tiempos pasados, en los pequeños oasis de felicidad que había encontrado en el desierto de agitación de su existencia. Había pasado casi toda la vida dedicada al trabajo, investigando, buscando avances, y no había tenido muchas ocasiones de disfrutar de las deliciosas sorpresas que Dios ofrece. Pero su trabajo había servido de algo, y eso debía bastarle. Estaba tan cansada… tanto que casi estaba dispuesta a soltar el débil hilo que la mantenía unida a la vida.

El goteo se hizo más audible. Raquella notó algo en la cara, fresco, húmedo, e involuntariamente tragó. No era la primera vez que lo hacía, ahora se daba cuenta. ¿Cuánto hacía que estaba allí? ¿Y dónde estaba? El agua le había hecho algo… o ella le había hecho algo al agua. Qué curiosa sensación.

Raquella se movió, abrió los ojos y vio el rostro ancho e inocente de Jimmak, que estaba arrodillado a su lado, salpicándole agua en las mejillas y la frente. Su expresión se iluminó cuando vio que despertaba.

—Soy hombre doctor. Yo hago buen trabajo.

Raquella vio que estaba tumbada sobre el suelo de marga, junto a un estanque de aguas muy quietas. Raíces, paredes y techo de tierra: estaba en una caverna apenas iluminada. Fragmentos oblicuos de luz penetraban a través de los agujeros del techo bajo de la cueva, saturados de polvo en suspensión, y las telarañas, las raíces vellosas y las gruesas lianas descendían hasta el suelo.

Un moho fosforescente y azulado se aferraba a las paredes de piedra. Y el agua goteaba del techo y se deslizaba hasta el estanque pacíficamente, sin perturbar la superficie. Raquella oía el eco de unas voces y se dio cuenta de que había dos desconocidos al otro lado del estanque. Los dos tenían un cuerpo deforme. Uno de ellos, una joven muy flaca, la señaló.

—Creo que la señora doctora curada. —Jimmak hablaba despacio—. La fiebre se ha ido, pero la señora seguía dormida. Yo le eché agua mineral por encima, y bebió un poco. Eso la ayuda.

Raquella se estremeció, porque de pronto notó que su ropa de trabajo estaba empapada. Y reparó en la camilla suspensora, que estaba allí cerca, donde Jimmak la había dejado cuando la llevó hasta allí. Había leído sobre lugares como aquel, sumideros de piedra caliza. Su mente tambaleante trató de encontrar la palabra… un cenote.

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