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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

La batalla de Corrin (59 page)

BOOK: La batalla de Corrin
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En un planeta tras otro, la civilización había quedado reducida a la simple supervivencia. Después de dos décadas sin apenas comercio exterior, el puñado de supervivientes eran como aves carroñeras que se peleaban por las provisiones, las casas, las herramientas. En algunos sistemas afectados por una sucesión de desastres, un ochenta por ciento de la población había muerto a causa de la epidemia o sus consecuencias. Pasarían generaciones antes de que la humanidad pudiera recuperarse.

«Y todo gracias a una idea mía».

Por el camino, se detuvo en otros dos planetas, para enterarse de las noticias, robar dinero y modificar su historia y su disfraz. Estaba hambriento por saber cómo habían cambiado las cosas desde su muerte fingida y su exilio entre las máquinas pensantes.

Entre los cambios, el más destacado era el aumento del fanatismo religioso, del afán del Culto a Serena por destrozar estúpidamente materiales y equipamientos útiles. Thurr no pudo evitar sonreír al ver aquella devastación absurda. Un desarrollo que no había sabido anticipar, aunque no tenía ninguna objeción. Los humanos solo se estaban perjudicando a sí mismos.

Cuando llegara a Zimia esperaba descubrir que otra de sus perversas ideas —la de los pequeños devoradores mecánicos— había acarreado grandes horrores a la población. Contrariamente a lo que Erasmo creía, él no se regodeaba en la muerte porque sí. Sencillamente, le gustaba tener logros en su vida…

Cuando al fin llegó a Salusa Secundus, Thurr estaba totalmente metido en su papel de refugiado de Balut, uno de los planetas arrasados por la epidemia. Salusa se había convertido en el centro de distribución de refugiados, la repoblación de planetas y la mejora de las líneas genéticas gracias al material que las hechiceras de Rossak habían reunido hacía años. Thurr sonrió. En cierto modo, él había ayudado a mejorar la especie.

Se maravilló al ver la energía y la insistencia de la Liga por volver a dejar las cosas como antes, en lugar de aceptar los cambios y seguir adelante. En cuanto recuperara el poder, tendría que arreglar eso. Y, viendo lo debilitada y confusa que estaba la Liga, no tardaría mucho en lograr su objetivo. Sin la guía y el eje de la Yihad, los supervivientes iban a la deriva. Le necesitaban.

Thurr estudió bases de datos históricas, versiones de la Yihad adornadas por la propaganda, y le molestó descubrir que apenas le mencionaban. ¡Después de todo lo que había logrado, de todo el trabajo que había hecho durante sus años de servicio! Él había creado la policía de la Yihad, había ayudado al Gran Patriarca Ginjo a convertir su cargo en una posición de vital importancia. Él mismo tendría que haber sido Gran Patriarca, pero su gran error fue confiar en esa arpía de Camie Boro-Ginjo. Y ahora, después de una larga ausencia, parece que la Liga le había desechado, que le había dejado al margen.

En cuanto comprobaron que no era portador de ninguna enfermedad ni virus contagioso y le dieron el visto bueno, Thurr puso pie en Zimia por primera vez desde hacía décadas. La ciudad había cambiado muchísimo. Había estandartes con las imágenes de Serena, Manion el Inocente e Iblis Ginjo en todos los edificios altos. Altares llenos de caléndulas adornaban cada esquina y cada callejón.

Para su sorpresa y disgusto, Thurr se enteró de que la Yipol había sido desmantelada. Desde que la guerra terminó hacía dos décadas, en la Liga la seguridad se había descuidado de forma risible. Tras reconocer los alrededores y pensar un plan, Thurr superó sin problemas varios controles y llegó al centro de la ciudad.

Xander Boro-Ginjo, sobrino y sucesor de Tambir, era el Gran Patriarca. Y ni siquiera había nacido hasta un año después de su falsa muerte. Todo parecía indicar que Xander no era más que un títere, una mascota regordeta y blanda con un amo que le decía lo que tenía que hacer.

Thurr sintió un fuego que le quemaba en el pecho. Ahora merecía más que nunca ser Gran Patriarca. Podía ser un hombre muy persuasivo, y esperaba que la transición se hiciera sin contratiempos. Cuando llegara el momento, confesaría su verdadera identidad y su milagroso regreso, arropados por una historia ficticia de valentía y torturas a manos de Omnius. Entonces podría reclamar lo que era suyo y la gente se daría cuenta de que le necesitaba.

Subrepticiamente Thurr estudió la mansión administrativa del Gran Patriarca, sus hábitos, sus movimientos. Averiguó la distribución de los centros de investigación, edificios de oficinas, y la sede central del ejército de la Humanidad. También determinó las responsabilidades de los diferentes cuerpos políticos. El aumento visible de la burocracia demostraba que la Liga ya se había estancado, que iba por un camino equivocado que impediría que lograran nada importante.

Había llegado justo a tiempo. Él lo arreglaría todo.

No tardó mucho en idear un plan para colarse en las oficinas del Gran Patriarca. Para deshacerse de su disfraz de refugiado de Balut, consiguió las ropas más aceptables de un secretario de la Liga y, en cuanto se deshizo del cuerpo, echó a andar por los salones y las oficinas de la mansión.

Thurr se imaginaba que, en cuanto revelara su identidad a Xander Boro-Ginjo, este lo recibiría como un héroe perdido. Habría desfiles por las calles, y las multitudes aplaudirían la historia épica de su vida y le darían la bienvenida a la Liga. Sus ojos oscuros destellaban por la expectación.

Sin grandes precauciones, consiguió llegar a una habitación desde la que se podía acceder a donde él quería; salió por una ventana y graciosamente caminó por el endeble reborde hasta la ventana de la oficina que buscaba. Esperó a que Xander se quedara solo en su despacho privado y entonces entró.

Thurr sacó pecho y sonrió, esperando que le diera la bienvenida. Desde detrás de su mesa, el Gran Patriarca levantó la vista y lo miró, pero no asustado o enfadado, sino confuso. La ornamentada cadena de su cargo colgaba pesadamente de su cuello grueso.

—¿Quién es usted, qué hace aquí? —Consultó un pesado libro que tenía sobre la mesa—. ¿Tenía cita?

Los labios finos de Thurr formaron una sonrisa.

—Soy Yorek Thurr, antiguo comandante de la policía de la Yihad. Fui la mano derecha de tu abuelo y su consejero especial.

Su tratamiento de extensión vital le había permitido conservar la apariencia de una persona de mediana edad, aunque en los pasados cinco años había empezado a experimentar extraños tics y temblores, y se preguntaba si Omnius no le habría engañado. Aquel zoquete gordinflón no se creería la edad que tenía.

—Sí, es muy interesante, pero tengo una reunión importante de aquí a unos minutos.

—Entonces debes redefinir tu idea de lo que es importante, Xander Boro-Ginjo. —Thurr se acercó con gesto amenazador—. Se suponía que yo tenía que ser el sucesor de Iblis Ginjo, pero tu abuela se hizo con la cadena de mando, y luego tu tío Tambir se convirtió en Gran Patriarca. Una y otra vez se me negó lo que me pertenecía por derecho. Durante muchos años he dejado a un lado mis derechos, pero ha llegado la hora de que lleve a la Liga en la dirección correcta. Exijo que dimitas y me cedas tu puesto.

Xander parecía perplejo. Tenía la cara regordeta y papada por la buena vida, y los ojos mortecinos, por las drogas, por la bebida, o quizá fuera solo por falta de inteligencia.

—¿Por qué iba a hacer tal cosa? ¿Cómo ha dicho que se llama? ¿Cómo ha conseguido entrar en…?

Un ayudante abrió la puerta.

—Señor, su reunión está… —Pestañeó sorprendido al ver a Thurr, que se giró y lo miró furioso. Ojalá hubiera cogido su daga—. ¡Oh, disculpe, no sabía que tuviera visita! ¿Quién es, señor?

Xander se levantó enfadado.

—No lo sé, y no deberías haber dejado que entrara. Di a los guardias que lo echen.

Thurr lo miró furioso.

—Cometes un grave error, Xander Boro-Ginjo.

El ayudante llamó a los guardias, que entraron enseguida y rodearon a Thurr. Disgustado, el hombre vio que le superaban en número y que no le darían tiempo a explicarse.

—Después de todo lo que he hecho por la Liga, esperaba un mejor recibimiento. —La cabeza le martilleaba y, por un momento, le costó recordar dónde estaba. ¿Cómo es que aquella gente no lo entendía?

El Gran Patriarca meneó la cabeza.

—Este hombre tiene delirios, y temo que pueda ser violento. —Volvió a mirar a Thurr—. Nadie le conoce, señor.

Aquellas palabras le llenaron de ira, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlarse, porque no deseaba sacrificar su vida de una forma tan absurda. Cuando los guardias se lo llevaron del despacho, Boro-Ginjo y su ayudante se quedaron estudiando el programa de la reunión. Thurr fingió cooperar con los guardias, que lo escoltaron al exterior de la mansión.

Decepcionado por su propia estupidez, Thurr comprendió que había pasado demasiado tiempo entre máquinas. Había gobernado como monarca absoluto en Wallach IX. Y había olvidado lo estúpidos e intratables que podían llegar a ser los hrethgir. Se reprendió a sí mismo por aquel error y se prometió que no volvería a pasar. Un plan… necesitaba un buen plan.

Los guardias eran soldados incompetentes, no acostumbrados a tratar con asesinos entrenados y diestros como Yorek Thurr. Pero decidió no matarlos, porque habría atraído demasiada atención sobre su persona. Tenía que hacer muchos planes, y no podía arriesgarse a tener que hacerlo mientras huía de una caza al hombre.

Cuando tuvieron un descuido, Thurr se escabulló y se perdió por las calles de Zimia. Los guardias gritaron y le persiguieron, pero fue fácil despistarlos. Aunque pidieron refuerzos y lo estuvieron buscando durante horas, el antiguo comandante de la Yipol no tardó en encontrar un escondite y se concentró en buscar un enfoque más efectivo.

Solo era cuestión de tiempo. Y cuando tuviera un plan cuidadoso, conseguiría todo lo que merecía.

73

He imaginado cómo sería de ser Omnius, las importantes decisiones que tomaría en su lugar.

Diálogos de Erasmo

El robot independiente estaba en una de las salas de exposición ampliadas de la ciudadela central, esperando una audiencia. Aunque la supermente podía hablar con él en cualquier sitio, parecía empeñada en asegurarse de que veía su nueva galería. Todas aquellas cargantes pinturas electrónicas, esculturas y formas geométricas eran espantosamente derivativas y poco inspiradas. Pero por lo visto Omnius creía que cuanto más producía, mejor.

Y la cosa había ido a peor cuando las tres encarnaciones casi idénticas pero separadas de la supermente habían empezado a «colaborar».

Trabajando en colaboración, los tres Omnius habían creado discordantes yuxtaposiciones de brillantes colores y formas aleatorias, semblanzas estilizadas de ingenios mecánicos acompañadas de una música sintetizada y disonante. Sin ningún tipo de armonía estética.

Dejando aquellas exposiciones en cuanto pudo, el robot de platino cogió un cubo negro de guía de una bandeja sujeta a una pared. El cubo se iluminó, verificó su identidad y le indicó al robot hacia dónde tenía que ir. En la ciudadela central el camino ya no era nunca el mismo, y el edificio cambiaba continuamente debido a aquella vena creativa de Omnius.

Siguiendo las flechas rojas de la superficie del cubo, Erasmo entró en una gran cámara y montó en un suelo transportador, que subió setenta pisos en espiral. Al robot le cansaban tantas variaciones interminables e innecesarias.

Cuando entró en el piso más alto, Erasmo se encontró a las tres encarnaciones de Omnius en mitad de un debate carente de emotividad pero muy intenso. En la psicología humana la situación habría podido describirse como «desorden de personalidad múltiple». El Omnius Primero trataba de seguir siendo el dominante, mientras que las copias que Yorek Thurr y Seurat llevaron a Corrin habían desarrollado perspectivas diferentes. Las tres supermentes trataban de colaborar como si fueran una unidad electrónica, pero a aquellas alturas las diferencias entre ellas eran demasiado grandes. Y aunque podían haberse conectado y haberse fundido, seguían separadas, y solo se comunicaban a través de agujeros negros amplificadores situados en la cámara de metal líquido.

—Vengo a la hora convenida —dijo Erasmo tratando de llamar la atención sobre su llegada—. Omnius solicitó mi presencia. —«Al menos uno de ellos».

Las supermentes no le prestaron atención, ni siquiera cuando volvió a repetir sus palabras. Para divertirse, Erasmo había buscado apodos para las otras dos supermentes, igual que había hecho al llamar «Mentat» a Gilbertus o que hacía con él el Omnius Primero, que desde su supuesta resurrección lo llamaba despectivamente «mártir». En su mente, la gelesfera de actualización de Seurat se había convertido en «SeurOm», y la que Thurr trajo desde Wallach IX, en «ThurrOm». Solo escuchándolas, el robot independiente podía distinguirlas por sutiles detalles en el tono o la actitud, y por la información que utilizaban para apoyar sus argumentos.

A los Omnius les preocupaba el hecho de estar atrapados en Corrin, pero no se ponían de acuerdo sobre lo que había que hacer. La fallida maniobra ofensiva que ThurrOm había lanzado engañado por Yorek Thurr había llevado a la destrucción de cuatrocientas grandes naves, y en cambio el daño a la flota de vigilancia de los hrethgir había sido mínimo. En conjunto, aunque Thurr había escapado, todo aquel revuelo no le había servido de nada a Omnius, y había hecho que los humanos estuvieran más atentos.

Mientras escuchaba aquel debate neutro pero rápido, Erasmo vio que algunos de los postulados eran ilógicos y demostraban una total falta de comprensión de las respuestas y las prioridades de los humanos. Al parecer, el Omnius Primero no consultaba la reserva de conocimientos y saber que tenía a su disposición con la copia aislada de Erasmo. Los tres se habían vuelto más radicales en sus conclusiones, menos flexibles. Al robot le habría gustado corregirlos, pero aquellas supermentes diversificadas no le habrían escuchado.

Aunque parece que sí coincidían en algunas cosas. Sabían que no era prudente conservar las tres únicas copias de la supermente en Corrin. El Omnius Primero abogaba por una huida electrónica, por lanzar una copia normalizada de la inmensa mente informática al espacio a la búsqueda de un objetivo apropiado. ThurrOm señaló que no había ningún receptor posible conocido y que con la distancia la señal se volvería más difusa y acabaría perdida en el olvido. Un derroche inútil de energía y esfuerzo.

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