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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

La batalla de Corrin (28 page)

BOOK: La batalla de Corrin
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La raza humana estaba tocada, luchaba por su simple supervivencia, y pocas energías o recursos le quedaban para hacer incursiones contra el verdadero enemigo.

En los meses que habían pasado desde que partieron de Honru, los dos maestros de armas habían luchado contra robots de combate solo en dos batallas espaciales poco importantes. Junto con soldados de la Yihad, rodearon y abordaron dos naves de guerra que capturaron y transformaron para uso humano. Pero la plaga había matado a tantos soldados y había obligado a cancelar tantas campañas militares que los dos mercenarios pasaban la mayor parte del tiempo en tareas de rescate y reconstrucción.

Afortunadamente, el retrovirus consumía a sus víctimas con rapidez y luego se extinguía. Un mes después del último caso registrado en Ix, Trig e Istian podían ayudar sin riesgo a contagiarse. A ninguno de los dos les quedaba melange.

Al principio, equipos de ixianos habían utilizado material pesado para excavar cuevas subterráneas donde depositar los numerosos cadáveres; luego sellaban las aberturas con explosivos. Pero los fanáticos martiristas se habían opuesto al uso de las excavadoras, y las habían atacado por considerarlas un doloroso recordatorio de la destrucción que podían causar las máquinas pensantes.

Cuando Istian comentó que los martiristas eran irrazonables y cortos de vista, Trig se limitó a mirarle con frialdad. La verdadera fuerza de la Yihad había estado siempre en su carácter emocional, eso es lo que movía a la humanidad a seguir adelante. El apasionamiento invadía la mente de los mandos militares y comprometía los cuidadosos planes que trataban de establecer.

—Sus creencias son más fuertes que la necesidad de comodidades —dijo Trig—. A su manera son fuertes.

—Son una chusma, y están furiosos. —Istian se puso las manos en las caderas y levantó su rostro bronceado al cielo. Por todas partes se veían columnas de humo de los fuegos que los ixianos habían encendido para purgar refugios infestados por la epidemia y destruir restos de maquinaria—. No habrá forma de controlarlos. Quizá lo mejor sea dejar que se desfoguen, que su rabia se consuma por sí misma, como la enfermedad.

Trig meneó la cabeza con desazón.

—Entiendo la necesidad de esta gente, pero no nos han entrenado para esto. No somos niñeras…

Más tarde, aquel mismo día, toparon con un grupo de martiristas de ojos vidriosos cargados con espadas de impulsos y armas de mano que en su mayoría parecían en bastante mal estado. Algunas daba la impresión de que ni siquiera funcionaban, pero aquella gente las cogía como si hubieran encontrado un tesoro.

—¿De dónde habéis sacado esas armas? —preguntó Istian—. Están pensadas para que las usen solo maestros de armas entrenados en Ginaz.

—Nosotros somos tan maestros como tú —dijo el cabecilla del grupo—. Hemos encontrado las armas entre nuestros muertos. La mano de santa Serena nos guió hasta ellas.

—Pero ¿de dónde han salido? —insistió Istian, soslayando la cuestión religiosa. Por lo visto, no les importaba utilizar la tecnología si podían volverla en contra de las máquinas.

—Muchos mercenarios han muerto aquí —señaló Trig— desde la primera conquista de Ix; cuando Jool Noret destruyó a Omnius en la segunda defensa del planeta, cuando Quentin Butler hizo replegarse a las máquinas, o ahora, con la plaga. Mucho material ha quedado abandonado sin que nadie lo reclame.

—Nosotros lo hemos reclamado —dijo el cabecilla—, y también somos maestros de armas.

Istian frunció el ceño con desagrado al ver cómo aquella gente envilecía el orgulloso nombre de los de su casta.

—¿Y quién os ha enseñado a ser maestros de armas según los elevados estándares de Ginaz? ¿Quién ha sido vuestro
sensei
?

El hombre torció el gesto y miró a Istian con aire altanero.

—A nosotros no nos ha entrenado ninguna máquina domesticada, si es eso lo que preguntas. Nuestras visiones nos guían, nos ayudan a destruir máquinas tan bien como tú.

Istian se sorprendió al ver que Trig se tomaba en serio a aquella chusma.

—No cuestionamos vuestra determinación.

—Solo vuestra preparación —añadió Istian, con voz áspera.

Aquella gente empuñaría las espadas de impulsos con tanta pericia como una cachiporra o una herramienta de jardín.

—Los tres mártires nos inspiran y nos guían —gruñó el cabecilla—. Sabemos adónde hemos de ir. En Ix ya no queda ninguna de esas máquinas demoníacas, pero con nuestra nave iremos directamente a Corrin y nos enfrentaremos al Omnius principal y sus perversos siervos robóticos.

—¡Imposible! Corrin es la sede central del imperio de las máquinas. Os destruirán, y todo para nada. —Istian recordó lo que había sucedido después del primer ataque de las máquinas a la colonia Peridot, el planeta natal de la familia de Trig. Desobedeciendo las órdenes, un grupo de impetuosos yihadíes decidió atacar Corrin por su cuenta. Y todos murieron a manos de las defensas robóticas.

—Seréis bienvenidos si os unís a nosotros —dijo el cabecilla, y eso le sobresaltó.

Antes de que pudiera lanzar una risa de incredulidad, reparó en la gravedad de la expresión de su amigo.

—Nar, ni se te ocurra.

—Un verdadero maestro de armas debería aprovechar cualquier ocasión para enfrentarse al enemigo.

—Te matarán.

Trig parecía furioso con él.

—Todos sabemos que vamos a morir. Estoy preparado, puesto que he entrenado en Ginaz, igual que tú. Si realmente llevas el espíritu de Jool Noret en tu interior, ¿por qué temes enfrentarte a una situación de peligro?

—No se trata del peligro, Nar… es un suicidio. Aunque tampoco es eso. No tendría ningún propósito. Sí, quizá destruiréis a un puñado de robots de combate antes de que os maten, pero ¿de qué servirá? No lograréis ningún avance para la causa de la humanidad, y Omnius reconstruirá sus máquinas. En una semana será como si nunca hubierais estado en Corrin.

—Será un golpe dado en favor de la Yihad —insistió Trig—. Mejor eso que quedarnos aquí viendo cómo los supervivientes se retuercen en su miseria. Aquí no puedo ayudarles, pero sí puedo luchar contra Omnius.

Istian meneó la cabeza. El cabecilla de los martiristas parecía tan decidido y ardiente como antes.

—Estaremos encantados de tener a un maestro de armas entre nosotros, si no a los dos. Tenemos una nave. Muchas han quedado abandonadas después de que se impusiera la cuarentena en el planeta y los pilotos murieran. Se nos prohibió viajar a planetas no contaminados, pero ahora eso es irrelevante.

Istian no pudo contenerse.

—Entonces, ¿queréis destruir todas las máquinas, pero no las espadas de impulsos y las naves espaciales porque os son útiles? Es un disparate…

—¿Tienes miedo de venir, Istian? —Trig parecía decepcionado.

—Miedo no, pero soy demasiado sensato para hacer algo así. —Con el espíritu de Jool Noret no solo había adquirido una gran habilidad en el combate y un valor indomable, sino también sentido común—. Esa no es mi misión.

—Pues la mía sí —insistió Trig—, y si muero combatiendo a esas máquinas, mi espíritu se hará más grande y renaceré en la siguiente generación de luchadores de Ginaz. Quizá no estemos de acuerdo con esta gente, Istian, pero ellos han visto una verdad y un camino que no estás dispuesto a aceptar.

Istian asintió con un profundo pesar.

—Los mercenarios de Ginaz somos independientes. Siempre lo hemos sido, y no me corresponde a mí decirte lo que debes hacer. —Mirando a aquel grupo de fanáticos, aferrados a su colección de armas, hizo una sugerencia algo frívola—. Quizá de camino a Corrin podrías enseñarles cómo utilizarlas.

—Lo haré, sí. —Trig le ofreció la mano a su amigo.

—Si es la voluntad de santa Serena, volveremos a encontrarnos.

—La voluntad de santa Serena. —Pero en su corazón sabía que no había esperanza—. Lucha bien, y que tus enemigos caigan a tus pies. —Tras un momento de incomodidad, le dio a su amigo de tantos años un breve abrazo, porque sabía que no volvería a verle.

Cuando su compañero ya se alejaba con la cabeza muy alta, al frente del grupo de guerreros autoproclamados, Istian lo llamó una última vez.

—¡Espera, tengo una pregunta! —Trig se volvió y lo miró como si fuera un extraño—. Nunca te lo había preguntado pero… ¿cuál es el nombre que había en el disco de coral que sacaste de la canasta en Ginaz? ¿Cuál es el espíritu que se agita en tu interior?

Trig vaciló como si no pensara en aquello desde hacía tiempo, luego echó mano de una bolsita que llevaba al cinto y extrajo el disco. Lo volvió para que Istian viera su superficie pulida… y completamente vacía, sin ningún nombre. Como si fuera una moneda, le arrojó el disco a su amigo y este lo atrapó al vuelo.

—No tengo ningún espíritu rector —dijo Trig—. Soy un nuevo maestro de armas. Yo tomo mis propias decisiones y me labraré mi propio nombre.

31

La evolución está al servicio de la muerte.

N
AIB
I
SHMAEL
, paráfrasis de un sutra zensuní

Por más que el mundo cambiara a su alrededor, el desierto seguía siendo un lugar puro y sereno, una vasta extensión de arena de una pureza imperecedera. Sin embargo, últimamente a Ishmael se le antojaba que cada vez tenía que adentrarse más y más en el desierto para encontrar la paz.

Durante siglos, la dureza y el aislamiento de Arrakis habían ahuyentado a los intrusos. Pero ahora, por culpa de la plaga, la llamada de la especia era demasiado poderosa y los extranjeros ya no evitaban el planeta. Ishmael lo detestaba.

El gusano que acudió a su llamada era pequeño, pero no le importó. No tenía que llevarlo muy lejos. Solo quería escapar del ruido de la música extraplanetaria y los colores chillones de los tejidos foráneos que lo rodeaban, incluso entre su propia gente. Necesitaba tiempo para purificar su corazón y su mente.

Ishmael trepó al lomo de la criatura ayudándose con ganchos y cuerdas, acostumbrado después de décadas de práctica. Cuando él y sus compañeros fugados de Poritrin se estrellaron allí, Marha, siempre tan paciente, le había enseñado a montar a los gusanos de arena, porque según ella era imprescindible para comprender la leyenda de Selim Montagusanos. La añoraba tanto…

En aquellos momentos, bajo los colores del amanecer, Ishmael se sujetó a la superficie áspera y reseca de los anillos del gusano. Le gustaba sentir el viento caliente y seco en la cara, el rugido de la arena. Las dunas, aquel gran vacío, las rocas, los eternos vientos, las plantas y los animales solitarios. Una duna fundiéndose en otra duna, el desierto que se perdía en el desierto. La arena que flotaba en el ambiente velaba el horizonte y oscurecía la figura del sol naciente.

Sin un destino concreto en mente, movido solo por la necesidad de estar solo, Ishmael dejó que la bestia lo llevara a su antojo. Los recuerdos viajaban con él; pensó en sus años de penurias y cambio… y luego la felicidad. Infinidad de fantasmas lo asaltaban en aquel paisaje yermo, pero sus recuerdos no le asustaban. Aceptaba la pérdida de amigos y familiares, y honraba el tiempo que había podido pasar con sus seres queridos.

Recordaba la aldea de las marismas de Harmonthep donde vivió su niñez, Poritrin, donde se crió como esclavo, trabajando en los campos, y luego al servicio del savant Holtzman, y finalmente en los astilleros, antes de huir a Arrakis. Dos de aquellos recuerdos estaban emborronados por el paso del tiempo: su mujer y su hija pequeña. Había pasado tanto tiempo que tardó un momento en recordar sus nombres. Ozza y Falina. No había tenido más remedio que dejarlas atrás durante la revuelta de esclavos. Y al verse atrapado en el desierto, finalmente tomó otra esposa… Pero Marha también se había ido. Los ojos le escocían por la arena, o quizá fueran las lágrimas. No le gustaba malgastar los fluidos corporales de esa forma.

Ishmael se cubrió la cabeza y la cara para protegerse del calor del día. No necesitaba mapas, se limitaría a deambular, luego volvería a casa. Después de tanto tiempo, no dudaba de sus capacidades.

Un fuerte aroma a especia flotaba en el ambiente, un intenso olor a canela, y se colaba incluso a través de los tapones que se había insertado en las fosas nasales. El gusano se deslizó implacable por una zona de arenas de color herrumbroso donde se había producido un afloramiento de especia. Aunque llevaba buena parte de su vida montando gusanos gigantes, Ishmael no entendía su comportamiento. Nadie lo entendía. Shai-Hulud tenía sus propios pensamientos y caminos, y ningún humano podía cuestionarlos.

Cuando la tarde empezaba a caer, se dirigió hacia una larga extensión rocosa para acampar. Cuando empezaba a acercarse, miró con atención entrecerrando sus ojos agudos y dio un respingo furioso, porque distinguió metal reluciente y estructuras redondeadas: una pequeña población que había surgido al amparo de las rocas. Ishmael no recordaba haber visto allí ningún asentamiento en sus paseos anteriores por la zona.

Con una sacudida, dio un tirón a los ganchos y aplicó ciertos artilugios para apartar al gusano de aquella mancha de civilización y hacerlo seguir hacia el extremo opuesto de la extensión de rocas, a docenas de kilómetros de distancia. Es posible que desde el asentamiento alguien le hubiera visto a lomos del sinuoso monstruo. No importaba. Todos habían oído hablar de Selim Montagusanos y sus bandidos, y casi eran motivo de superstición entre aquella jauría de buscadores de especia extraplanetarios.

Ishmael dejó que el fatigado gusano bajara la cabeza sobre las dunas poco profundas en el extremo más alejado de la pared de roca, bajó de un salto y corrió mientras la criatura se sumergía en la arena. A pesar de su edad, el ejercicio le hizo sentirse rejuvenecido. Caminaba con el paso irregular habitual, y trepó a las rocas para ponerse a salvo.

Allí, entre las grietas de las rocas, Ishmael encontró tramos pequeños e irregulares de líquenes y unos pocos arbustos espinosos que atestiguaban la resistencia y tenacidad de la vida. Esperaba que su pueblo conservara esa misma tenacidad y no se debilitara y se dejara corromper a pesar de los intentos de El’hiim de seducirlos para que abandonaran sus costumbres tradicionales.

Cuando encontró un lugar para colocar su esterilla de dormir y una roca plana sobre la que preparar su cena, descubrió con horror que allí también había señales del paso de humanos. No eran huellas dejadas por la gente del desierto, ni por un experto en las costumbres zensuníes o en técnicas de supervivencia. No, aquello delataba el paso descuidado de un extranjero, alguien que no sabía nada de Arrakis.

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