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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

La batalla de Corrin (30 page)

BOOK: La batalla de Corrin
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—En este caso, es absolutamente necesario —insistió Quentin—. Hace años que no enviamos un observador a las entrañas del Espacio Sincronizado. Ahora tenemos pruebas directas de que las máquinas planean atacar. ¿Cómo sabremos qué planean exactamente si no lo vemos por nosotros mismos?

—Hemos interceptado una de sus naves de reconocimiento —dijo Faykan—, pero sabemos que Omnius ha enviado muchas más a espiar otros mundos de la Liga. Las máquinas ya saben que estamos heridos de muerte por su condenada plaga. La supermente debe de estar preparando un ataque final contra la humanidad.

—Es lo que yo haría si mi enemigo estuviera debilitado, desorientado y totalmente pendiente de otras cosas —comentó Quentin con un gruñido—. Debemos saber lo que está pasando en Corrin. Una o dos naves de reconocimiento pueden viajar allí con sigilo, conseguir imágenes detalladas y escapar antes de que las máquinas nos intercepten.

—Parece muy arriesgado —musitó el virrey interino mirando a los otros miembros del Consejo para que confirmaran sus palabras—. ¿No?

Quentin cruzó los brazos sobre el pecho.

—Por eso he decidido ir personalmente.

Uno de los burócratas de alto rango del Consejo frunció el ceño.

—¡Eso es ridículo! No podemos arriesgarnos a perder a un oficial con su experiencia y su rango, primero Butler. Incluso si sobrevive al viaje, semejante expedición podría acabar con su captura e interrogatorio.

Quentin desdeñó con ira todas aquellas preocupaciones.

—Me remito al precedente del comandante supremo Atreides, que con frecuencia ha viajado en naves que pliegan el espacio para sorprender al enemigo. Como demuestra mi historial, caballeros, no soy un general de sillón, citando una frase histórica de la Antigüedad. No ejerzo mi autoridad mediante el uso de paneles tácticos ni juegos de guerra. No, yo voy siempre al frente de mis hombres y me enfrento al peligro personalmente. En esta misión, no llevaré otros soldados. Solo necesito un acompañante… mi hijo Faykan.

Esto provocó un revuelo aún mayor.

—¿Nos está pidiendo que arriesguemos la vida de dos oficiales? ¿Por qué no llevar mercenarios?

Faykan, que estaba a su lado, también reaccionó con sorpresa.

—Señor, no temo a esta misión, pero ¿es prudente?

—La parte de la inteligencia es fundamental. —Miró a su hijo—. Hemos de asegurarnos de que alguno sobrevive.

Antes de que Faykan pudiera contestar, Quentin hizo una serie de movimientos sutiles y rápidos con los dedos, utilizando un complejo código que los oficiales de la Yihad aprendían como parte de su instrucción. El y Faykan lo habían utilizado con frecuencia en campañas militares, pero nunca ante políticos. Los miembros del Consejo comprendieron que se estaban perdiendo algo, pero no sabían el qué.

Esto es lo que Quentin le dijo a su hijo: «Somos Butler, los dos últimos Butler… ¡puesto que Abulurd insiste en hacernos tragar su ascendencia Harkonnen! Debemos hacerlo, tú y yo».

Faykan permaneció sentado con rigidez, como si estuviera sorprendido, luego asintió.

—Sí, señor, por supuesto.

No importaba lo arriesgado que pudiera parecer, siempre seguiría al primero. Él y su padre se entendían, entendían lo que estaba en juego. Quentin Butler jamás habría encomendado aquella misión a otro.

Quentin se volvió hacia los miembros del Consejo.

—La Liga no ha lanzado ninguna ofensiva contra el enemigo desde que empezó la epidemia. Todos nuestros mundos han sucumbido, y somos alarmantemente vulnerables a cualquier ataque exterior. Ya han muerto millones y millones de personas, que se pudren bajo numerosos soles. ¿Esperaban que las máquinas se limitaran a mirar cómo la epidemia seguía su curso sin tener preparada una segunda fase en sus planes?

El Gran Patriarca palideció, como si nunca se le hubiera ocurrido la posibilidad de que las máquinas causaran más daño. Aferró su cadena de mando como si fuera una cuerda salvavidas. Mientras escudriñaba los rostros de los miembros del Consejo, Quentin comprendió que habían estado demasiado ocupados con la epidemia para pensar en nada más.

Después de las objeciones, cuando todos aceptaron a regañadientes el plan, el virrey interino sonrió y anunció su decisión.

—Partid con nuestra bendición, primero. Averiguad qué está haciendo Omnius, pero volved lo antes posible, sanos y salvos.

Ambos estaban capacitados para pilotar las naves que plegaban el espacio, aunque el ejército de la Yihad rara vez utilizaba aquellos aparatos extraños y peligrosos. Quentin decidió que volaran por separado para que tuvieran más posibilidades. Si durante el trayecto alguno de los dos sufría un percance, al menos el otro podría volver a Salusa.

El primero partió sin las acostumbradas despedidas. Tras pasar brevemente por la Ciudad de la Introspección para ver a Wandra, ya no quedaba nadie a quien visitar. Incluso Abulurd estaba todavía en el camino de vuelta de Parmentier.

Las dos naves viajaron a través de la distorsión incomprensible del espacio plegado, sin poder establecer contacto. Pasaron de una dimensión a otra, acortando el camino a través del tejido galáctico. En cualquier momento podían reaparecer en medio de un sol o colisionar contra un planeta o una luna que casualmente se encontrara en su camino. Una vez introdujeron las coordenadas y encendieron los motores con efecto Holtzman, solo tenían que esperar unos instantes para salir por el otro extremo… o desaparecer para siempre.

Si Quentin o Faykan morían en aquella misión, ¿repararía realmente la historia de la Yihad en su pérdida? Incluso dos héroes de guerra eran insignificantes comparados con la epidemia que Omnius había desatado. Habían muerto más personas a causa de la epidemia que en la Era de los Titanes y toda la Yihad de Serena Butler juntas. Omnius había cambiado totalmente los términos de la guerra, igual que había hecho Serena al inicio de la Yihad.

El conflicto ya no era solamente una lucha que pudiera resolverse en un sentido o en otro. Se había convertido en una lucha a muerte, y la supervivencia solo se lograría con la total extinción del enemigo. El número de los caídos a causa de la epidemia era incalculable. Ningún historiador podría jamás dar una idea de la magnitud del desastre, ningún monumento bastaría para recordar tantas pérdidas. En lo sucesivo, ningún arma inventada por ningún científico humano podría ser tan temible como aquello. No había fuerza lo bastante destructiva para volverla en contra de las máquinas.

Si la raza humana sobrevivía, no volvería a ser la misma.

El viaje a Corrin fue tan breve como aterrador. Al salir del espacio plegado, la nave de reconocimiento de Quentin se encontró rodeada de brillantes estrellas, como una gasa de terciopelo negro salpicada de diamantes. Una panorámica tranquila y serena que no habría hecho sospechar que aquella parte de la galaxia estaba bajo el control de las máquinas.

Mientras esperaba en silencio, estuvo repasando cartas de navegación comparativas donde aparecían los contornos espaciales y patrones de las constelaciones que rodeaban Corrin. Las naves que plegaban el espacio no eran particularmente exactas, y el margen de error podía ser de hasta cien mil kilómetros aproximadamente. Pero al menos había llegado al sistema estelar correcto. Quentin utilizó sus conocimientos para triangular y verificar su posición. Evidentemente, el gigante rojo de aquel sistema era el sol hinchado de Corrin.

Cuando Faykan se unió a él en el espacio, se dirigieron con rapidez y sigilo al planeta desde el cual la principal encarnación de Omnius dirigía su imperio mecánico. Sin duda, habría naves vigilando los límites del sistema, y otras que controlaban el tráfico espacial. Pero, dado que ninguna incursión de los humanos había logrado adentrarse nunca tanto en el Espacio Sincronizado, seguramente los robots no estarían muy alerta.

La idea era llegar, hacer un reconocimiento y partir antes de que ninguna nave enemiga pudiera interceptarlos. Era la única forma de que pudieran regresar a la Liga con aquella información tan importante. Si las máquinas los descubrían y se acercaban demasiado, él y su hijo podían activar los motores Holtzman y saltar directamente de vuelta a territorio de la Liga. Con su tecnología de propulsión espacial estándar, las máquinas jamás les alcanzarían.

Pero ninguno de los dos estaba preparado para lo que vieron.

Alrededor de Corrin, el espacio estaba totalmente lleno de pesadas naves de guerra de todas las formas y tamaños. Omnius había reunido una armada impresionante de cruceros pesados, destructores, bombarderos automatizados. Cientos de miles.

—¿Esto es… todo? ¿Es la suma total de las fuerzas de Omnius? —transmitió Faykan con voz seca y temblorosa—. ¿Cómo es posible que haya tantos?

Quentin tuvo que tomarse un momento para que le saliera la voz.

—Si Omnius lanza este ejército contra la Liga estamos perdidos. No podremos hacerles frente. —Y miraba con tanta intensidad que los ojos empezaron a escocerle. Finalmente, se acordó de parpadear.

—Es imposible que hayan construido todo esto aquí. Omnius debe de haberlas hecho venir desde todos los Planetas Sincronizados —dijo Faykan.

—¿Y por qué no? No hemos sido capaces de lanzar ningún ataque contra ellos desde que se inició la epidemia.

La conclusion era evidente. Sin ninguna duda, Omnius enviaría todas aquellas naves a Salusa Secundus para aplastarla, para destrozar el corazón de la humanidad. Luego arrasarían los otros planetas de la Liga, donde los supervivientes de la epidemia casi no podían ni alimentarse, y mucho menos defenderse de un ejército como aquel.

—Por Dios y santa Serena —dijo Faykan—. Sabía que las máquinas estaban al corriente de la fragilidad de la Liga, pero no me imaginaba que Omnius se estaría preparando para atacar.

Corrin era como un avispero lleno de furiosos insectos a punto de atacar. Tras el paso de la plaga por los mundos de la Liga, la población humana estaba en su peor momento. Las fuerzas que podían defenderlos contra las máquinas pensantes nunca habían estado tan debilitadas.

Y la armada de Omnius parecía lista para atacar.

34

La esperanza y el amor pueden unir a los corazones más distantes, incluso a través de una galaxia.

L
ERONICA
T
ERGIET
, diario privado

Al atardecer, el distrito interplanetario de Zimia bullía de actividad. Los vendedores de los mercadillos callejeros y sus clientes regateaban de buen humor, probando, bromeando, utilizando la psicología para vender sus mercancías.

Hacía más de un mes que Vor no pasaba por su casa. Abulurd había forzado la jabalina al máximo y habían llegado a Salusa un día antes de lo previsto. Como siempre, estaba deseando ver a Leronica. Ella era su único punto de apoyo, la única persona que le daba estabilidad cuando volvía de una misión.

Esperaba que Estes y Kagin aún estuvieran allí. Los dos habrían querido volver a Caladan mucho antes, pero las cuarentenas y la incertidumbre provocada por la epidemia habían complicado todos los viajes. En Salusa estaban más seguros que en ningún otro sitio… y de paso podían hacerle compañía a Leronica mientras él estaba fuera. Una vez más.

Esa noche, cuando se dirigía a su casa, notó como si un velo hubiera caído sobre el vecindario, en el ambiente se respiraba una extraña falta de energía y entusiasmo. Muy en consonancia con lo que sentía él mismo, porque había tenido que marcharse de Parmentier sin tener noticias de Raquella. Abulurd y sus hombres le habían ayudado a buscarla durante dos días, pero no encontraron ni rastro de su nieta ni de los otros médicos. Ella y Mohandas Suk parecían haberse evaporado.

Abulurd estaba ansioso por volver a Salusa con su informe sobre los estadios finales de la epidemia y los efectos colaterales, tal como le habían ordenado. Vor lo entendía, por supuesto, de modo que volvió con ellos a la jabalina y partieron todos juntos hacia casa.

Esa noche, en el distrito interplanetario de Zimia, la gente parecía abatida, y no se oía la habitual charla animada. Todos hablaban en voz baja, y se volvieron a mirar cuando Vor pasó. No era nada extraño que la gente de su barrio reparara en su presencia, pero esta vez nadie saludó con alegría al comandante supremo ni trató de entablar conversación con él. Le dejaron en paz.

Algo iba mal. Aceleró el paso.

En la quinta planta del edificio donde vivía, encontró a Estes y Kagin con sus esposas, sus hijos y sus nietos. Vor rara vez los veía. ¿Habría preparado Leronica otra recepción para él? No, seguramente no, puesto que no conocía la fecha exacta de su regreso.

Sonriendo, miró con ternura a sus nietos, pero estos no parecieron reconocerle. Luego miró con curiosidad a sus hijos, que lo saludaron con más frialdad que de costumbre, con expresión muy preocupada. Parecían décadas más viejos que su padre.

—¿Qué pasa? ¿Dónde está vuestra madre?

—Ya era hora de que volvieras —dijo Kagin lanzando una mirada a su hermano.

Estes suspiró, meneando la cabeza. Cogió en brazos a una niña ruidosa y la acunó para tranquilizarla. Luego señaló con el mentón al dormitorio.

—Será mejor que entres. Puede que ya no le quede mucho tiempo, aunque nunca ha perdido la esperanza de que volvieras.

Vor corrió al dormitorio, presa del pánico.

—¡Leronica! —Vor no podía eludir sus obligaciones con la Yihad, y Leronica nunca se lo había echado en cara. Pero ¿y si le había pasado algo?

Vor entró en la habitación que durante tantos años habían compartido. Una preocupación poco frecuente ocupaba su mente. Olía a medicamentos, enfermedad… ¿la plaga? Por principio, Leronica siempre se había negado a consumir especia, y eso la hacía vulnerable. ¿Habría sido él el responsable? Él era inmune al virus, pero tal vez podía actuar como portador y contagiarlo a otros.

En cuanto pasó por la puerta se detuvo, con un nudo en la garganta. Leronica yacía en la enorme cama, con un aspecto más frágil y envejecido que nunca. Un joven médico la atendía con dedicación, probando diferentes tratamientos.

Cuando vio a Vor en la puerta, los ojos de Leronica se iluminaron.

—¡Amor mío! ¡Sabía que vendrías! —Y se incorporó en la cama, como si acabaran de inyectarle una dosis de estimulantes.

El médico se volvió sobresaltado, pero enseguida dejó escapar un suspiro de alivio.

—Ah, comandante supremo, me alegro de que…

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