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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #ciencia ficción

La batalla de Corrin (27 page)

BOOK: La batalla de Corrin
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—Tú y yo somos un ejemplo para los soldados. Imagínate, el primero de un inmenso batallón junto con un segundo que ha recibido numerosas medallas pasando tediosas horas en tareas de vigilancia.

La risa de Faykan le llegó por el comunicador.

—No pasa muy a menudo que las máquinas pensantes nos den ocasión de sentir tedio, primero. Pero bienvenido sea.

—Me temo que Omnius tiene en mente mucho más que solo propagar una epidemia. Ahora somos muy vulnerables.

—Tendremos que estar alertas —dijo Faykan.

Los dos hombres pilotaban kindjal de largo alcance modificados, y el desfase en las transmisiones que cruzaban entre ellos era solo de unos segundos-luz, lo que significa que podían mantener largas conversaciones. El primero valoraba aquellas sencillas conversaciones mucho más que cualquier estancia en un balneario o un centro de reposo para nobles consentidos. En cierto modo, aunque reconocía que estaba siendo injusto con Abulurd, sentía que Faykan era el único hijo que le quedaba.

Desde sus tiempos de joven, Quentin había sido un héroe de guerra y se ganó una reputación en el ejército después de la exitosa conquista de Parmentier, una de las victorias más sorprendentes de la Yihad. Aunque en aquel entonces no era más que un teniente, había derrotado a una cantidad apabullante de robots de combate mediante tácticas engañosas que hicieron que el mismísimo comandante supremo se sintiera orgulloso. Después de aquello, ya no pudo quitarse de encima el título de Liberador de Parmentier. La hermosa Wandra Butler fue la encargada de colocarle las medallas durante la ceremonia. Quentin se quedó prendado, y la cortejó. Eran la pareja perfecta y, cuando finalmente se casaron, él renunció a su apellido y adoptó el de Butler, mucho más honorable.

El cuerpo de Wandra seguía aferrándose a la vida, sí, pero ¿cómo habría sido su vida en común si no la hubiera perdido a causa de la apoplejía que tuvo al dar a luz a Abulurd? Hizo una mueca al pensar en su hijo: hacerse llamar por aquel apellido odioso… ¡Harkonnen!

Durante décadas, la familia de Wandra había tratado de superar la vergüenza de los actos del patriarca fallecido. Realizaron grandes hazañas, se sacrificaron, dedicaron sus vidas a la interminable Yihad. Pero ahora ese necio de Abulurd —¡y por voluntad propia!— había decidido echar a perder todo aquello y recordar a todo el mundo los inexcusables crímenes de Xavier Harkonnen.

¿En qué se había equivocado? Abulurd era un joven inteligente y bien educado, tendría que haber sido más juicioso. Cuando menos, primero tendría que haber discutido el asunto con él. Pero la decisión ya estaba tomada. Quentin no podía ni verle, aunque su honor no le permitía repudiar totalmente a su hijo. Quizá algún día Abulurd se redimiría. Solo esperaba vivir lo suficiente para verlo con sus propios ojos.

Pero, de momento, solo tenía a Faykan.

Él y su hijo pasaban horas hablando de los viejos tiempos. En su juventud, Faykan y Rikov habían sido algo granujas, los famosos hermanos Butler, que se enorgullecían de hacer honor al lema de su padre: «Los Butler no somos criados de nadie». Los impetuosos hermanos se saltaban las normas, desoían órdenes directas y dejaron su impronta en la historia de la Yihad.

—Le echo de menos, padre —dijo Faykan—. Rikov aún podría haber luchado durante muchos años. Me gustaría que al menos hubiera podido caer en combate en lugar de morir en la cama por culpa de ese condenado virus.

—Esta guerra santa siempre ha sido una prueba de fuego. O nos atempera y fortalece, o nos destruye. Me alegro de que tú no hayas estado entre los segundos, Faykan. —Y cuando lo estaba diciendo pensó si Abulurd entraría en una categoría distinta. De no ser por la benevolencia del comandante supremo Atreides y el halo de la familia Butler, sin duda no habría sido más que un oficinista y estaría organizando viajes de aprovisionamiento a puestos remotos.

Últimamente, parecía que Faykan estaba sentando cabeza, y se preocupaba más por el amplio paisaje de la política de la Liga que por la aventura. Decía que prefería dirigir a la gente y guiar a la sociedad que llevar a los soldados a su muerte.

—Tú también has cambiado, padre —señaló Faykan—. Sé que nunca faltarías a tu deber, pero te he observado, y creo que tu corazón ya no está en la batalla. ¿Estás cansado de la guerra?

Quentin vaciló más de lo que podía justificar el desfase en la transmisión.

—¿Cómo podría no estarlo? La Yihad ya dura demasiado, y las muertes de Rikov y su familia han sido un duro golpe para mí. Desde que se desató la epidemia, ya no entiendo esta guerra.

Faykan profirió un sonido en señal de asentimiento.

—No creo que tengamos que entenderla. Lo que tenemos que hacer es temer a Omnius y estar siempre alertas ante posibles maquinaciones.

Quentin y Faykan ampliaron gradualmente el radio de acción de las patrullas. Aunque el primero iba con los motores en vacío y los escudos desactivados, no se dormía. Su mente divagaba, perdida en los recuerdos y los remordimientos. Y a pesar de eso, una vida entera de servicio —tanto en tierra como desde el puente de su nave— le había enseñado a estar atento a la más mínima anomalía. Cualquier pequeño movimiento podía significar un ataque.

Su escáner de largo alcance no detectaba ninguna actividad extraña, aparte de algunos pequeños puntos que entraban dentro del porcentaje de error del radar, pero Quentin vio un objeto metálico. Su albedo era demasiado alto para tratarse de una simple roca o un cometa. Forma geométrica, carcasa lisa de metal: superficies lisas y pulidas de un objeto artificial que no aparecía en sus sensores.

Quentin estudió las pantallas y dio mayor potencia a los motores, incrementando la aceleración lo justo para acortar distancias y determinar qué estaba viendo. Habría querido enviar una señal a Faykan, que también estaba en su radio de alcance, pero temió que incluso una vía segura de comunicación pudiera alertar al intruso silencioso.

La misteriosa nave se dirigía al exterior del sistema, a una velocidad suficiente para superar la atracción gravitatoria de la estrella. Dado que no generaba ningún impulso energético artificial, no era probable que fuera detectada por los escáneres de largo alcance de la Liga. Pero Quentin la había visto, y se acercó con sigilo hasta que no hubo confusión posible: una nave enemiga, una nave de reconocimiento enviada para espiar Salusa Secundus.

Moviéndose con sigilo, como si temiera que incluso los clics del interior de la cabina alertaran al enemigo, Quentin cargó proyectiles de despliegue junto con dos minas descodificadoras teledirigidas. Apuntó cuidadosamente a su objetivo.

Y entonces vio un destello de energía procedente de la nave enemiga, como si esta sospechara algo. Un rayo escaneador pasó sobre la carcasa del kindjal de Quentin. El trató de evitar los reflejos, pero la nave enemiga encendió motores enseguida. Quentin dio máxima aceleración a su nave, y cayó contra el respaldo de su asiento. Casi no pudo ni maniobrar con los controles.

Con los labios contraídos y una fuerte presión en los pulmones, envió una señal directa a Faykan.

—He encontrado… nave enemiga. Trata de salir del sistema. Tengo que… detenerla. Imposible saber los datos que ha reunido.

Con un repentino impulso, Quentin acortó notablemente la distancia, pero los propulsores de la nave de reconocimiento le dieron una aceleración que ningún humano habría podido soportar. Antes de rendirse, Quentin lanzó sus proyectiles, que salieron disparados a gran velocidad, como un enjambre de avispas mortíferas…

Quentin contuvo el aliento, viendo cómo los puntitos del escáner convergían sobre el objetivo… pero en el último instante, la nave robótica giró con una rapidez que estaba más allá de los límites materiales de los metales del casco de las naves tradicionales. Sus proyectiles estallaron, emitiendo ondas de energía e impulsos de choque al espacio. La nave robótica siguió aumentando su velocidad, aunque empezó a sacudirse, como si aún tratara de evitar el ataque o estuviera dañada.

Quentin mantuvo la aceleración, a riesgo de perder el conocimiento, aunque sabía que nunca lograría alcanzarla. Pero el peso que sentía en el corazón era mayor que la presión de la gravedad en su pecho. ¡El robot espía iba a escapar! No podría detenerlo. Maldiciéndose por su fracaso, redujo la velocidad, dando fuertes bocanadas de aire, tratando de controlar el mareo.

Por un momento pensó que se trataba de una alucinación, pero entonces reconoció aquella nueva estela como el kindjal de Faykan, que volaba en ruta de colisión con la nave infiltrada.

La nave espía le vio demasiado tarde. Faykan ya había abierto fuego. Dos de los siete proyectiles de artillería estallaron contra el casco. La fuerza de las explosiones hizo que la nave saliera dando tumbos, despidiendo llamas y glóbulos de metal fundido. El resplandor de los motores parpadeó y se extinguió.

La nave enemiga giraba y giraba, fuera de control, y las dos kindjal se acercaron y proyectaron rayos tractores para intentar estabilizarla. Trabajando en equipo, la controlaron como predadores con un jugoso pedazo de carne.

—No bajes la guardia —dijo Quentin por el canal de comunicación—. Es posible que solo esté fingiendo.

—Le he dado con la suficiente fuerza para que no tenga que fingir.

Lado a lado, los kindjal finalmente detuvieron el movimiento errático de la nave robot. Los dos hombres se embutieron en sus trajes espaciales en los estrechos confines de la cabina de sus kindjal. Las máquinas pensantes no necesitaban sistemas de soporte vital, y no era probable que la nave robot estuviera presurizada.

Quentin y Faykan salieron de sus kindjal y flotaron en el espacio, sujetos por unos cables a la nave cautiva. Con ayuda de unos sopletes y unas garras hidráulicas, abrieron un acceso. Cuando finalmente consiguieron abrir el agujero lo bastante para pasar por él con sus trajes espaciales, un ominoso robot de combate apareció ante ellos. Sus múltiples extremidades estaban cubiertas de armas que giraban para acertar bien a los dos humanos.

Quentin ya tenía su generador de impulsos descodificadores preparado. Lanzó una descarga, y parte de ella se diluyó contra la abertura irregular que habían practicado en el casco de la nave. Pero el resto entró y sacudió al robot. El mek de combate se estremeció, tratando de reajustar sus sistemas de circuitos gelificados.

Faykan entró. Ayudándose con su masa corporal, hizo que el robot perdiera el equilibrio en aquel entorno despresurizado. El robot cayó, sin poder reajustarse.

—Tenemos un bonito premio —dijo Faykan—. Podemos purgar sus sistemas y reprogramarlo para que forme a maestros de armas en Ginaz, como ese mek de combate que tienen desde hace generaciones.

Quentin lo pensó por un momento, luego meneó la cabeza en el interior del casco. La sola idea le ofendía.

—No, creo que no. —Lanzó un potente impulso descodificador y convirtió al robot solitario en una carcasa inmóvil de metal—. Y ahora veamos qué hacía esta condenada máquina fisgoneando cerca de Salusa.

Tiempo atrás, cuando estaba a las órdenes de Vorian Atreides aprendiendo los elementos básicos del mando, adquirió unos conocimientos rudimentarios sobre los sistemas de datos y los controles informáticos de las máquinas. La supermente se consideraba perfecta, y no había modificado sus sistemas operativos desde hacía siglos, así que la información de Vorian había seguido siendo válida durante toda la Yihad.

Quentin se dirigió hacia los mandos de la nave. Faykan observaba los sistemas con el ceño fruncido, tratando de comprender la función de los enormes artilugios convexos que tachonaban el exterior de la nave.

—Son sensores de largo alcance y proyectores para levantar mapas —fue su conclusión—. La nave estaba haciendo un mapa cartográfico del sistema salusano.

Quentin recanalizó la suficiente energía para activar el diario de navegación y los sistemas de datos de la nave robot. No tardó en comprender lo que estaba viendo, en asimilar la terrible magnitud de lo que aquella nave espía había hecho.

—Está llena de información sobre los mundos de la Liga: nuestras defensas militares, nuestros recursos… y los efectos que ha causado la plaga. ¡Todos nuestros puntos débiles están aquí! Esta nave por sí sola ha analizado una docena de mundos de la Liga y ha preparado un plan de invasión. Parece que el principal objetivo era Salusa Secundus. —Señaló los mapas tridimensionales, las numerosas rutas de llegada que las máquinas habían trazado automáticamente, determinando la vía de menor resistencia militar—. Aquí está todo lo que Omnius necesita para planificar una invasión a gran escala.

Faykan señaló uno de los campos de registros.

—Según esto, esta solo es una de cien naves similares de reconocimiento enviadas por toda la Liga.

A través del panel facial de sus trajes, Quentin miró a su hijo y vio que habían llegado a la misma conclusión.

—Ahora que nuestra población y nuestro ejército han quedado devastados a causa de la plaga sería el momento perfecto para que Omnius lance el asalto final.

Faykan asintió.

—Las máquinas pensantes tienen preparado algo muy desagradable para la humanidad libre. Es una suerte que hayamos atrapado esta nave.

La nave espía era demasiado grande para que las kindjal la remolcaran al interior del sistema. Así que Quentin retiró su núcleo de memoria y la llevó consigo, mientras que Faykan colocó un localizador para que los técnicos de la Liga pudieran volver y analizar sus sistemas.

En aquellos momentos, los dos tenían una única prioridad: volver enseguida y dar la noticia al Consejo de la Yihad.

30

Estamos entrenados para luchar con espadas, con nuestra fuerza, nuestra sangre. Pero cuando las máquinas pensantes nos envían un enemigo invisible, ¿cómo podemos defendernos nosotros mismos o al resto de la humanidad?

M
AESTRO DE ARMAS
I
STIAN
G
OSS

Cuando Istian Goss y Nar Trig llegaron a Ix después de la epidemia, no encontraron máquinas con las que combatir, y casi dos tercios de la población había muerto. Los campos y los almacenes de alimentos habían ardido a causa de los disturbios incontrolados; el cólera había contaminado el suministro de agua; una sucesión de tormentas había destruido las casas, dejando a los supervivientes ya debilitados sin refugio. Muchos de los que se habían recuperado habían quedado lisiados y apenas podían caminar.

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