—Esto de enfriar la ametralladora con agua da un verdadero gustazo —comentó con una sonrisa. Puso la mano izquierda en el bolsillo, cogió el paquete prometido de cigarrillos y se lo entregó al encargado de la Vickers—. Gracias, Rogério.
Después, se marchó tan campante, con la tetera repleta de agua hirviendo para el té del Canijo.
La Infantería 8 terminó el turno en las trincheras el 12 de diciembre. Al día siguiente, aprovechando la jornada de descanso que habitualmente se le concedía a una unidad que acababa de abandonar las primeras líneas, Afonso solicitó un pase B para abandonar el acantonamiento, requirió un caballo, un pesado ardennes blancuzco con matas de pelos negros del copete a la crin y manchas oscuras en los muslos y en el jarrete, y se fue al trote hasta el cuartel general del CEP en Saint Venant. Ya en las calles del pueblo se detuvo frente a un cartel insólito. «Aviso», anunciaba el cartel, que indicaba a continuación: «Está
proibido
el uso de letrinas inglesas a los portugueses. Tienen sus propias letrinas a la entrada del Parque a los que se encuentre
husando
otras letrinas serán castigados
severamente
». Releyó el texto, atónito y divertido. «¿Quién habrá sido el idiota que ha escrito esto?», se preguntó. Comenzó imaginando a un analfabeto de pueblo, pero pronto concluyó que sólo podría tratarse de un inglés, lo único que esperaba es que no hubiese sido Tim. Sin dejar de reír, chasqueó la lengua y obligó al caballo a retomar la marcha hasta el cuartel general, donde llegó minutos después.
—¿Así que esto es la Gran Ganga? —le comentó al centinela, en tono de provocación, cuando se vio frente al edificio, en una bucólica zona verde defendida por un sólido muro de piedra.
Gran Ganga era el nombre que los hombres usaban para referirse al cuartel general del CEP, por considerar que ahí era fácil combatir en la guerra. El cuartel general de la 1ª División era la Ganga n.º 1, y el de la 2ª División era la Ganga n.º 2, los recintos donde hormigueaban las legiones de combatientes de la retaguardia, los bravos guerreros que hacían de los hoteles y de los restaurantes sus sangrientos campos de batalla, los indomables héroes que, en vez de las trincheras grises de Fauquissart, de Neuve Chapelle y de Ferme du Bois, preferían arriesgar la vida en las suaves arenas de las playas de Ambleteuse, Étaples y Boulogne.
El oficial se apeó del caballo, le acarició el lomo, se lo entregó a un ordenanza y cruzó a pie el portón de entrada hacia el terreno de la Gran Ganga. Era una mansión majestuosa, de dos pisos y enormes ventanas, la principal situada en la primera planta, sobre la entrada, y señalada por la reja rectangular de hierro forjado que protegía un pequeño balconcillo. El capitán atravesó el destartalado jardín que se extendía frente a la mansión, pasó entre un elegante Ford T y un elegante Bugatti Tippo 10 estacionados frente a la puerta y entró en el cuartel general.
Afonso tenía un amigo en el cuartel general. Se trataba del teniente Trindade, su compañero de pupitre en la Escuela del Ejército, que trabajaba en la secretaría del general Tamagnini Abreu. Trindade era el antiguo cadete conocido en la escuela como el Mocoso, debido al célebre incidente feliz en una clase, cuando estornudó violentamente sobre un profesor. Pero en Flandes el mote más adecuado era el nombre de un pájaro, el carbonero,
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término peyorativo que los hombres de las trincheras reservaban a todos los militares que elegían la burocracia como teatro de operaciones y optaban por las plumas como armas de combate. El CEP estaba lleno de carboneros, hombres que pululaban en la retaguardia para garantizar el funcionamiento de los más variados servicios, desde trabajos de secretaría hasta el servicio de subsistencias, servicio de contabilidad, servicio de agronomía y hasta el servicio de expedición de equipajes y registro de pérdidas, militares que no conocían nada del campo de batalla. Estaban los carboneros ligeros, que ocupaban el cuartel general de la brigada; los medios, que deambulaban por las divisiones; y los carboneros pesados, que se encontraban allí, en la Gran Ganga. Y también estaban los palmípedos, una especie de carboneros de lujo, afortunados que andaban en automóvil y pernoctaban en los palacetes durmiendo entre sábanas lavadas y con
chauffage
central, sistema de calefacción sólo accesible a unos pocos elegidos. En el Château Redier, Afonso se convirtió en palmípedo, es verdad, pero sólo por poco tiempo. El teniente Trindade, en cambio, era un carbonero de alma y corazón, para colmo un carbonero pesado con pretensiones de palmípedo, tal vez el único a quien Afonso no despreciaba, privilegio sin duda resultante de la vieja amistad que no se traicionaba ni siquiera en tales circunstancias.
El capitán llamó a la puerta de la secretaría y preguntó por el teniente.
—¿Qué tal, Mocoso? —soltó a modo de saludo cuando vio a su amigo asomando a la puerta.
—¡Vaya con el finolis! —exclamó el teniente Trindade con una sonrisa—. Bienvenido a mi miserable puesto de combate. —Hizo una seña para que entrase y Afonso obedeció—. Dime una cosa, Aplomadito, ¿es verdad que les prohibiste a tus hombres decir palabrotas?
—Sí, ¿por qué?
Trindade soltó una ruidosa carcajada.
—¡Pues eres realmente fino! —dijo en tono de recochineo—. No hay duda de que el mote de Aplomadito te viene al dedillo. —Se rio un poco más—. Oye, cuando a un soldaducho le dan un balazo en el culo, qué palabras le autorizas decir, ¿eh? ¿Válgame Dios? ¿Virgen Santa? ¿Jesús?
Afonso forzó una sonrisa.
—No autorizo ninguna palabra en especial. Lo que no me gusta es tener que escuchar todas esas ordinarieces, no está en mi carácter y la gente lo sabe.
—Ah, caramba, te equivocaste de vocación —observó el teniente—. Deberías haberte hecho sacerdote. —Alzó el índice—. Sacerdote, te lo digo yo.
—Lo pensaré.
Trindade bostezó.
—Y ahora dime, Aplomadito, ¿qué estás haciendo tú por aquí?
—Si quieres que te diga la verdad, no lo sé —bromeó Afonso—. Me he cansado del tedio de las trincheras y he venido a ver cómo se combate en el cuartel general. Debo decirte que estoy impresionado, todos vosotros parecéis unos guerreros terribles. Los boches se cagarían de miedo si os viesen.
El teniente se rio. Conocía la mala fama de los carboneros entre los hombres de las trincheras, pero no le preocupaba. En Portugal su familia lo consideraba un héroe, estaba en la guerra y era todo lo que sabían, se preocupaban por su seguridad y desconocían que era posible hacer la guerra sin ver la guerra. Había que estar en Flandes para conocer la diferencia entre lanudos y carboneros, a la distancia ambos eran iguales, todos se encontraban en la guerra, y lo que de verdad les interesaba era lo que pensaba la gente de su casa, no la gente de las trincheras. Qué otra cosa mejor había que tener la fama de estar en la guerra y gozar de la comodidad de no vivirla, tener la reputación de dormir en el barro y pasar las noches confortablemente acurrucado bajo sábanas perfumadas y con los pies templados con botellas de agua caliente, ser conocido por matar alemanes con bayoneta mientras de los alemanes sólo oía hablar durante las conversaciones en el comedor. Además, y en rigor, ser un carbonero no era un acto de voluntad sino un capricho del destino. A fin de cuentas, ¿cuántos lanudos, si pudiesen, no se volverían carboneros? ¿Cuántos hombres no darían un brazo para abandonar la miseria de las trincheras y retirarse al confort de la retaguardia? ¿Quién podría afirmar, con absoluta sinceridad, que era mejor ser lanudo que carbonero? ¿No sería en definitiva el desprecio de los lanudos por los carboneros una forma disimulada de envidia? Todo esto afloraba a la mente del teniente Trindade siempre que se enfrentaba con un lanudo, aun cuando el lanudo fuese un compañero de carrera en la Escuela del Ejército.
—Siéntate, Afonso —le invitó, señalando un escritorio—. Ahora no puedo ir a tomar una copa contigo, debo estar atento a los mensajes, pero hablemos aquí.
Afonso se quitó la gorra de oficial y se sentó junto al escritorio de su amigo. El despacho estaba repleto de tecnología de comunicaciones, desde palomas mensajeras hasta las últimas novedades en el dominio de los aparatos eléctricos, como los telégrafos Fullerphones y los teléfonos Power-Buzzer.
—¿Muchos muertos en las trincheras? —preguntó Trindade, recostándose en la silla.
—Algunos —dijo Afonso con tristeza, sin querer entrar en detalles.
—¡Bien, bien! —exclamó el Mocoso, enfáticamente—. Es necesario que mueran muchos para que nuestros aliados vean nuestro sacrificio, nuestro heroísmo.
El capitán lo miró con los ojos desorbitados, sorprendido por el comentario.
—¿Eres tonto o te lo haces?
—En serio, Afonso. Cuantos más mueren, más nos respetan. Es así, ¿qué te crees? Yo sé que resulta chocante para quien está en las trincheras, pero en los Estados Mayores prestan atención a esas cosas, caray, cuando no hay muertos es porque no hay combate, hay canguelo. Así es como piensan. Por eso necesitamos demostrar que hay acción. ¡Es fundamental que los gringos vean de qué cepa es nuestra gente, de qué temple es nuestra raza!
—No sabes lo que dices —murmuró Afonso, que suspiró y meneó la cabeza—. Desde que te conozco te pasas la vida elogiando la matanza, citando a Hegel, a Moltke y a Nietzsche, diciendo que la guerra forma parte del orden divino, que ayuda a preservar la salud de los pueblos, que la crueldad intensificada es la forma más elevada de cultura y otros disparates por el estilo. Pues fíjate que nunca te he visto en las trincheras elevando tu cultura, preservando tu salud y defendiendo el orden divino de las cosas…
—No me has visto ni me verás. —Trindade se rio—. Que yo sepa, soy militar, pero no soy tonto. La gentuza que se mate. Yo estoy aquí para glorificarla.
La conversación de Trindade,
el Mocoso
, era típica de un carbonero del cuartel general. Cuanto más lejos se estaba de la línea del frente, más grandiosas y elocuentes eran las tiradas sobre la gloria de Portugal y la bravura de la raza portuguesa. Los hombres que frecuentaban las trincheras no hablaban así, sólo se preocupaban de su supervivencia y de la de sus camaradas. El patriotismo era un lujo que no se podían permitir. Mirando a su compañero de la Escuela del Ejército, el capitán consideró que sólo desde una situación confortable en la retaguardia podía hablarse de aquella manera, era necesario vivir una buena vida sin arriesgar el pellejo para tener el valor de pregonar la gloria de la muerte, era necesario encontrarse muy seguro sin oír el estallido de los Minenwerfer matraqueando en tu dirección para tener el atrevimiento de mencionar palabras como «heroísmo» y «canguelo», era necesario estar lejos, muy lejos, para imaginar que la guerra engrandecía a la patria y ennoblecía a los hombres. Sólo con la barriga llena y viviendo una situación de bienestar podía teorizarse sobre conceptos abstractos como la bravura, el honor, el patriotismo. Para los soldados que comían mal, dormían en el barro, convivían con ratas, tiritaban de frío, temblaban de miedo y lamentaban la muerte de sus camaradas, para ellos sólo contaba la realidad, la realidad y el deseo de normalidad, el gusto por las cosas simples: una sopa caliente, una chimenea acogedora, la ropa seca, el cariño maternal, el de la novia, el de la mujer. Afonso conocía bien el discurso de los carboneros y decidió no replicar, se sentía cansado y sólo lograría irritarse.
El teniente Trindade intuyó el disgusto latente de Afonso y lo atribuyó a quien vive las cosas demasiado de cerca, en el fondo lo entendía, el capitán estaba excesivamente próximo a la guerra como para captar el panorama general, la proximidad le hacía perder el sentido de la perspectiva, la noción de sacrificio individual para el bien común. Ése era, al fin y al cabo, el mal de todos los que combatían en las trincheras, pensó Trindade. Para ellos, la muerte era una cosa personal y eso les impedía entender la importancia de los grandes sacrificios para cimentar el prestigio del país. Las pequeñas cosas, como la vida de un hombre, los volvían ciegos a los grandes valores, como la vida de una nación; veían el árbol pero no conseguían ver el bosque, las trincheras los volvían miopes, perdían la imagen global.
Todo esto pasó por la cabeza de los dos hombres en unas fracciones de segundo, mientras se miraban. Viendo que su amigo no entraba en el debate, el rostro del teniente se iluminó con una sonrisa.
—Entonces, ¿qué te trae por aquí?
—Necesito que me hagas un favor.
—Depende del favor.
—No es nada especial. Necesitaría que me dieses unos días para ir a descansar a París.
—¿Descansar a París? —se sorprendió el teniente, frunciendo el ceño—. No me digas que hay amor en puerta…
El rubor que subió al rostro de Afonso lo traicionó irremediablemente. Trindade se rio, encantado por su perspicacia y por la visible turbación de su amigo.
—Quién diría que Afonso,
el Aplomadito
, andaba cazando
mademoiselles
en las trincheras —exclamó provocador—. ¡Y después hablan de los carboneros! —Se inclinó en la silla con una mirada burlona—. ¿Quién es ella?
—Déjate de coñas, Mocoso —interrumpió Afonso, reprimiendo a duras penas su irritación—. ¿Me consigues la licencia o no?
Su amigo había tocado un punto sensible, el capitán no quería hacer alarde de su relación con Agnés, ella no era un amorío momentáneo, por lo menos no era así como la veía.
—Anda, dímelo —insistió Trindade.
—¡No la conoces y no te interesa! —exclamó Afonso con un tono que no admitía discusión—. ¿Me consigues o no una licencia por unos días?
El teniente Trindade volvió a recostarse en la silla y respiró hondo.
—Claro —asintió finalmente—. Pero así, de repente, sólo puedo darte dos días.
—Vale. ¿Y para cuándo?
—Voy a ver al jefe y a partir de mañana ya puedes ocuparte de la salud de tu
mademoiselle
.
—Eres un amigo —dijo Afonso con alivio—. ¿Y una licencia más larga?
—Te consigo cinco días después de Navidad.
—¿En serio?
—Sin problema —replicó el teniente, que se levantó.
Trindade fue a reunirse con otro oficial en el despacho, cogió unos papeles y volvió a donde estaba Afonso.
—Rellena estas instancias, yo me ocupo de lo demás.
Afonso recorrió los documentos con los ojos, mojó una pluma en la tinta y los rellenó en silencio. Cuando terminó, se los entregó a Trindade. El teniente comprobó si no faltaba nada, descubrió una incorrección, consultó a Afonso y corrigió el texto, hasta que se dio por satisfecho.