La baronesa se dejó conducir dócilmente, con los ojos fijos en el exterior de las ventanillas, clavados melancólicamente en las hileras de plátanos, de chopos, de olmos, de tilos, que desfilaban por el arcén de la carretera, ojos que se perdían en la planicie, en los bosques, en los barrancos, en el cielo abierto, en las vacas y los cerdos, en los patos y los gansos, en las casas abandonadas, en los graneros vacíos, en los muros invadidos por la hiedra, en los copos de nieve que se diluían en el barro, en los carruajes lentos, en los obstinados campesinos que insistían en labrar la tierra, ojos que miraban hacia fuera pero sólo veían hacia dentro. Los arbustos se agitaban y Agnès los observaba sin verlos, frente a sus ojos tenía solamente a Afonso, lo veía sonriendo, besándola, lo imaginaba en algún sitio en el frente, desde que sintió su calor ya no pudo soportar la presencia de Jacques, deseaba al capitán que le hacía recordar a su marido perdido, lo deseaba tanto que, ya desesperada, le había pedido a Marcel que la llevase al mercado para acompañarlo en las compras. Ella, que nunca se había preocupado por las compras en la plaza, quería ahora un pretexto para alejarse del palacete que la sofocaba, un pretexto para escapar a la espera ansiosa de su amor portugués, para pensar en otras cosas, para distraerse, también para sentirse más cerca de él en aquel villorrio detrás de las primeras líneas, donde él se había apartado. «¿Me estaré volviendo loca?», se preguntó, aún viendo sin ver los frondosos campos de Flandes que se difundían más allá de la carretera, extendiéndose hasta la línea del horizonte, prolongándose hasta fundirse el verde con el azul del cielo. «Lo conozco hace tan poco tiempo, tan poco, tan poco, ¿me estaré volviendo loca?» Respiró hondo, buscaba aire que la liberase de la ansiedad que la oprimía, se llenó el pecho con aquel aroma frío y puro que le traía noticias de la vida, se agitó con intranquilidad.
El automóvil entró en Armentières y los ojos de Agnès comenzaron por fin a ver, a avizorar lo que se encontraba más allá de los cristales. Allí fuera se agitaba la población, el barro del coche salpicaba las paredes de las casas, la nieve adquiría un aspecto sucio por los rincones, se veía allí un
estaminet
, allá una barbería, además de una
boulangerie
. Por todas partes soldados, deambulaban por allí todas las nacionalidades, tantas que hasta le hacían recordar aquel lejano paseo por la Exposición Universal, ellos eran ingleses, escoceses, canadienses, australianos, portugueses. ¡Ah, portugueses! Agnès se inclinó en el asiento y los miró con curiosidad, con intensidad, los estudió, buscó en ellos rasgos de Afonso y señas que los asemejasen tanto a Serge como ocurría con Afonso. «
Les portugais sont toujours gais
», recordó, pero no encontró ningún parecido. Eran pequeños, retacos, unos con rostros anchos, otros con caras chupadas y pómulos salientes, simplones, rudos, mal afeitados, con las botas sucias y descosidas, vestían ropas ridiculas, rotas, chaquetas azules con mangas tan grandes que les cubrían las manos. Unos usaban zamarras de piel de cordero, otros tenían una apariencia andrajosa, parecían tristes, desarraigados, se arrastraban por las calles en grupo, fumando. Algunos seguían solitarios, ensimismados, eran chiquillos sin alegría de vivir, niños sin infancia, hombrecitos abandonados en una tierra distante.
El Renault dobló en la esquina y se acercó al mercado, había más gente en las calles, se veían civiles, sobre todo viejos y niños. Al fondo reconoció una nuca, su corazón se aceleró, era Afonso. Agnès se llevó la mano a la boca, sobresaltada.
—Alphonse —murmuró.
Afonso estaba allí. Afonso caminaba por la acera inundada, veía su espalda, el coche se acercó, pasó junto a él, la francesa con el rostro pegado al cristal, con los ojos verdes bien abiertos, el automóvil se adelantó, ella se quedó mirándolo, confundida con el cristal, la nuca de él se hizo perfil y finalmente rostro. Afonso observaba distraídamente el suelo y tenía un cigarrillo en la comisura de los labios, pero el bigote era diferente y ella se dio cuenta, finalmente, de que no era él, no era Afonso, era otro, era un soldado canadiense. Agnès se recostó en el asiento, jadeante, asombrada, sorprendida consigo misma, con la mano en el pecho.
—¿Me habré vuelto loca? —se interrogó—.
Mon Dieu
, ya lo veo por todas partes.
Matias,
el Grande
, se sentía cansado y con frío. Se mantenía alineado junto a los hombres del pelotón en la línea B, cerca de Deadhorse Corpse, integrando la formación de la tarde, denominada «A sus puestos», una rutina diaria directamente inspirada en el
Stand To
británico. El sargento Rosa dirigió la mirada al fondo de la trinchera, vio al capitán Afonso Brandão acercándose y les gritó a sus hombres.
—¡Aaaaaa sus puestos!
El pelotón se cuadró de pie entre los hoyos cavados en el suelo blanco, haciendo sonar las botas y los metales de las armas y municiones con un fragor rápido, volvió el silencio y todos aguardaban la inspección del oficial. Afonso fue chapoteando por el barro y pisando copos de nieve hasta el punto donde los hombres se encontraban formados. Caminaba casi distraídamente, con un bastón de contera metálica que se balanceaba como un péndulo en el guante que cubría su mano izquierda, hasta que llegó junto al primer soldado del pelotón, Vicente,
el Manitas
, miró la Lee-Enfield e hizo una mueca de desaprobación, mientras un vaho de vapor le salía por la boca.
—Quiero este cañón limpio y aceitado.
—Sí, mi capitán.
El oficial pasó lentamente junto a los hombres del grupo, señalando con el bastón a un lado y a otro, poniendo reparos al equipamiento, a las armas, a las municiones, a los aparatos antigás. Reprendió a Baltazar,
el Viejo
, porque su respirador no estaba en la debida posición de alerta, puesto que, aunque la máscara estuviese suspendida por delante del pecho, como fijaba el reglamento, los muelles de la tapa se encontraban vueltos hacia fuera, lo que violaba las reglas establecidas. Afonso pasó delante de Matias,
el Grande
, e inclinó ligeramente la cabeza, en señal de que lo reconocía de la aventura de hacía dos semanas. Al final de la revista a los hombres, se detuvo junto al sargento Rosa.
—Sargento, quiero ver el material de la trinchera.
El sargento recorrió la trinchera con el oficial detrás. Le mostró las literas altas, los armeros, las bombas para sacar agua de las líneas, las piquetas y las azadas, los braseros, los pulverizadores Vermorel, las pistolas especiales para lanzar los «jerricanes» de iluminantes Verey, también llamados «Verey Lights» o «Very Lights», además de las sirenas Strombos y las campanillas de alarma. Lo más frustrante eran las bombas, que retiraban agua continuamente de las trincheras, por lo que los soldados seguían viendo el agua que brotaba del suelo fangoso o surgía del hielo acumulado, lo que volvía casi inútil todo el ejercicio. El capitán mandó limpiar algunas heces que vio incrustadas en las tablas de las pasaderas y ordenó que se reparasen dos banquetas estropeadas y un rollo de alambre de espinos que un Minenwerfer había roto dos horas antes, lo cual había provocado la aparición un cráter junto al parapeto de sacos de arena.
El sol, triste y agotado, se puso por detrás de las líneas portuguesas. La noche cayó, helada y oscura. El «A sus puestos» de la tarde terminó y se inició el periodo más difícil de la jornada. No había nada que el soldado temiese más que la noche, con sus misterios y peligros ocultos, con sus amenazas escondidas y sus silencios traicioneros. Afonso dio órdenes para que se apostasen cuatro centinelas de vigía, en vez de uno solo, como solía hacerse de día. Dos de los centinelas tenían que quedarse de pie, vigilando las líneas enemigas por el parapeto, y los otros dos podían sentarse en las banquetas. Al cabo de media hora, uno de los hombres de pie cambiaba de posición con uno de los sentados, y media hora después les tocaba el turno, a los dos restantes, de cambiar también de lugar. Se trataba de una forma de mantener siempre de vigía a un hombre con los ojos habituados a la oscuridad. A pesar de los mayores peligros de la noche, se dispensó a los
snipers
, dado que la visibilidad nocturna era nula y convenía proteger a los soldados.
Como comandante de la compañía de la derecha, a Afonso le correspondía asegurar los preparativos para la noche, previendo la posición de los centinelas, la fiscalización de la línea del frente y la divulgación de las órdenes del día. Esa noche había mandado efectuar varios trabajos de reparación de pasaderas, drenaje de trincheras y reposición de protecciones, además de ordenar la salida de varias patrullas de reconocimiento y otras de protección a los hombres que trabajaban con el alambre de espinos. Pero la orden más importante se refería a la salida de una patrulla de escucha, destinada a obtener informaciones sobre lo que ocurría en las posiciones enemigas.
El problema es que las noticias de Portugal concentraban la atención de todo el mundo; los soldados y oficiales especulaban sobre el futuro de su presencia en Flandes. Aún no se sabía a ciencia cierta cuál sería el rumbo de los acontecimientos, si el mayor Sidónio Paes vencería, si Portugal pondría término a su participación en la guerra, pero bastaba con que se planteara la hipótesis para minar el espíritu combativo. Nadie quería morir siendo tan próximo el regreso a casa, y por ello Vicente,
el Manitas
, y Abel,
el Canijo
, recibieron con disgusto la orden de prepararse para la incursión por la Tierra de Nadie. La orden vino de Afonso, pero la transmitió el sargento Rosa.
—Caramba, sargento, ¿por qué nosotros? —se quejó Vicente, gesticulando con vehemente indignación.
—Cállate y vístete —indicó Rosa, extendiéndoles a los dos hombres los impermeables blancos.
Estos uniformes se utilizaban con el fin de camuflarse en paisajes nevados y para que los soldados se confundiesen con el manto helado que lo cubría todo con una serenidad alba.
—Entonces, ¿por qué no viene también el capitán?
—Cállate y vístete.
—Siempre la misma mierda con los oficiales —murmuró Vicente, furioso, mientras se ponía los pantalones blancos con gestos bruscos—. Eructan después de comer filetes de pescado, y los que nos jugamos el pellejo somos nosotros. A ver si él tiene cojones para venir con nosotros.
—Ya te he dicho, Manitas, que te calles.
—Los gringos de la derecha ya han cambiado, mientras tanto nosotros aún estamos aquí, en esta pocilga, chapoteando en el barro como unos marranos.
Vicente se refería a la 25ª División británica del XI Cuerpo, que ocupaba la línea a la derecha de Ferme du Bois y a la que, días antes, habían sustituido por la 42ª División del XV Cuerpo del I Ejército de la BEF Las tropas portuguesas empezaban a ver cómo sustituían a sus vecinos para que fuesen a descansar y aspiraban a lo mismo.
—No te lo advierto más —farfulló el sargento, que apuntó el índice hacia Vicente, amenazador—. Vuelves a decir algo y la semana de descanso vas de guardia a las letrinas, ¿has oído?
El soldado siguió refunfuñando, pero ahora de modo imperceptible. Abel,
el Canijo
, se mantenía silencioso, era más introvertido, pero se sentía igualmente asustado e irritado. Le parecía poco sensato hacer aquella operación cuando existía la posibilidad, en el plazo de unos días o semanas, de que todos recibieran la orden de regreso. Pero se resignó. Se mostraba resuelto a permanecer lo más invisible que pudiera en la Tierra de Nadie y a regresar entero a las líneas del CEP. Con esa idea se puso el impermeable blanco y, acompañado por el sargento Rosa y por Vicente, muy disgustado, avanzó hacia la línea del frente.
Como siempre que frecuentaban la primera línea, se impuso un silencio respetuoso al pisar las tablas de la pasadera de la línea del frente, en el puesto avanzado de Duck's Hill. Aquél era el último reducto antes de enfrentarse al enemigo; por allí accederían al punto más peligroso de todos, la Tierra de Nadie. El sargento hizo una seña y los dos hombres armaron las bayonetas y se sentaron en las banquetas, aguardando la llegada del oficial. El capitán Afonso Brandão apareció en Duck's Hill hacia las nueve de la noche con un rollo de cable telefónico desactivado bajo el brazo y se sentó junto a los hombres que partirían para la patrulla de escucha.
—Esta es una operación sencilla —indicó, con un hilo de voz—. Quiero vigilancia del terreno sin intervención, ¿entendido?
Los dos soldados se quedaron en silencio. El manto oscuro de la noche ocultaba sus rostros, sólo era posible distinguir un vago contorno de las siluetas. Afonso se sintió incómodo con aquel silencio.
—¿Entendido? —repitió.
—¿Qué debemos vigilar? —quiso saber Vicente.
Afonso reviró los ojos, impaciente. Era evidente que el soldado estaba disgustado y se hacía el que no entendía, no era posible que estuviese desde hacía dos meses en las trincheras y aún no supiese en qué consistía una patrulla de escucha.
—Quiero que comprueben si hay movimiento de patrullas enemigas y el número de soldados, pero no quiero tiros, sólo información —dijo con toda la paciencia que conseguía reunir, extendiéndoles el rollo de cable telefónico que había llevado consigo—. Lleven el cable para usarlo como cordón. Un estirón significa que han llegado y que están bien; dos estirones para regresar; tres estirones si detectan patrullas enemigas, seguidos del número de estirones según el número de boches; y cuatro estirones si opinan que la patrulla enemiga representa un peligro para nuestras líneas. ¿Entendido?
—Sí, mi capitán —asintió Vicente, resignado.
—Adelante, muchachos. Buena suerte… y tengan cuidado.
Los dos hombres se colocaron las Lee-Enfield en bandolera, cogieron el cable de teléfono, entregándole una punta al sargento Rosa, se hicieron con el alambre-guía, que los conduciría por un sendero abierto entre la maraña de los rollos de alambre de espinos, se subieron a las banquetas y saltaron en silencio desde el parapeto, sumergiéndose en la noche. Afonso y el sargento se asomaron por el parapeto para seguirles la pista y sintieron, sin verlos, cómo Vicente y Abel rastreaban lentamente por la nieve, según el trayecto que marcaba el alambre-guía, hasta que, unos metros más adelante, dejaron de ser perceptibles sus movimientos. Aguzaron la vista, intentando distinguirlos, pero no captaron nada. Afonso no pudo dejar de pensar que existían posiblemente patrullas alemanas que también circulaban por allí, invisibles y silenciosas, traicioneras y peligrosas, y no deseó estar en la piel de los dos hombres que acababa de mandar a desafiar a la muerte en la Tierra de Nadie.