—Descartes escribió que el cuerpo funciona como una máquina…
—Justamente, Alphonse, comenzó a analizarse el cuerpo como un sistema. Los médicos descubrieron el sistema digestivo, el sistema metabólico, el sistema sanguíneo, el sistema respiratorio, el sistema nervioso. Además, apareció la química, los médicos empezaron a usar productos químicos para reequilibrar los sistemas. Surgieron también especialidades como la neurología, la patología y otras. Después, con mi coterráneo de Lille, Louis Pasteur, vinieron las vacunas y la ciencia se hizo cargo por completo de la medicina, acabando de una vez con las supercherías del pasado.
—Estoy impresionado —exclamó Afonso con sincera admiración—. Ya he visto que conoce bien la historia de la medicina.
—Estoy obligada a conocerla —sonrió Agnés—. Fueron tres años en la Sorbona, ¿no? Algo tenía que aprender.
—¿Y cuál es su especialidad?
—Bien, cuando estaba en la facultad aún no había llegado a hacer ningún curso de especialización, estaba en la parte general. Pero confieso que me sentía tentada a dedicarme al estudio del psicoanálisis.
—¿Psicoanálisis?
—Es un ámbito nuevo, desarrollado por Freud. ¿Ha oído hablar de él?
—Vagamente. Es un hipnotizador, ¿no?
Agnès se rio.
—Sí, él utilizó la hipnosis en la terapia, pero ha dejado ya de lado ese recurso.
—¡Disculpe, pero eso es tremendo! ¿Cómo un médico espera curar una fiebre con hipnosis?
La francesa volvió a reírse.
—No, Alphonse, Freud no trata las enfermedades del cuerpo. Trata las enfermedades de la mente.
—¿De los locos?
—Sí, pero no solamente de los locos, existen también personas con perturbaciones o traumas, casos a los que la medicina no ha logrado dar respuesta. Pues Freud descubrió que muchos males de la mente nacen de traumas producidos en el pasado y que, si una persona consigue resolverlos, se curará. El problema es que mucha gente no tiene conciencia de los traumas que ha sufrido, porque los reprime y aloja en el inconsciente, así que el trabajo del médico consiste en localizar esos traumas para resolverlos. Freud comenzó usando la hipnosis, pero ahora se ha volcado en otros métodos, como la asociación de ideas y la interpretación de los sueños.
—¿Él también cree que los sueños son profecías?
—No, todo lo contrario. Él piensa que los sueños no revelan lo que va a ocurrir en el futuro, sino lo que a las personas les gustaría que ocurriese en el futuro. ¿Entiende la idea? Los sueños nos revelan lo que nuestra autocensura nos oculta. Por ejemplo, imaginemos que a usted le gusta mucho una mujer y sueña que está haciendo el amor con ella. —Afonso se sonrojó—. Su sueño no es una profecía, no revela que usted va a hacer el amor con esa mujer. Lo que revela es que le gustaría hacer el amor con ella. Cuando se despierta, y si es una persona decorosa, evita imaginar esa situación. Significa que su conciencia reprime tal deseo. Pero, en el momento en que se sumerge en el sueño, la conciencia también duerme y el subconsciente ocupa su mente. El subconsciente sabe que a usted le gustaría hacer el amor con esa mujer. Entonces, como la conciencia ya no está activa para censurar ese deseo, el subconsciente lo manifiesta a través del sueño. ¿Comprende?
—Bien…, eh… sí —titubeó Afonso, turbado por el ejemplo.
Agnès sonrió.
—Veo que mi ejemplo lo ha dejado un poco…, ¿cómo diría? Un poco cohibido —comentó ella con malicia.
—Eh… En fin, no estoy habituado a escuchar…, a escuchar a una señora… En fin…
—¿Lo ve? Su autocensura se encuentra muy activa —observó Agnès, alegremente—. No se preocupe, eso sólo demuestra que usted es un hombre decente, muy civilizado.
—En fin… —soltó Afonso con alivio, el elogio le sentó bien.
—Pero déjeme que le diga. —Agnès se dio prisa en añadir, divertida al saber que iba a impresionarlo de nuevo—. El sexo es un elemento fundamental en el comportamiento de los hombres y de las mujeres, ¿sabía? —Afonso meneó la cabeza, pasmado, incapaz ya de emitir tan siquiera un gruñido—. Freud descubrió que la sexualidad constituye un factor dominante y ocupa un lugar central en toda la experiencia humana. Él comprobó que las personas tienen comportamientos sexuales desde que son bebés, lo que…
—Eso no puede ser —interrumpió Afonso, recobrando el habla—. ¿Los bebés?
—Comprendo su incredulidad, mucha gente reacciona así, pero la verdad es que los bebés ya manifiestan sexualidad. ¿Nunca ha oído hablar del complejo de Edipo?
—No.
—Existe un mito griego que cuenta la historia de un hombre, Edipo, que, sin querer, cumplió una profecía antigua matando a su padre y casándose con su madre. Freud, pues, opina que a todos los hombres les gustaría hacer lo mismo, matar a su padre y casarse con…
—Ah, disculpe,
m'dame
, pero eso es ir demasiado lejos. ¿Tiene algún sentido esa idea? A mi entender, es un perfecto disparate decir que yo quiero matar a mi padre y casarme con mi madre, eso es realmente…, no lo sé, pero no me parece admisible.
—El complejo de Edipo es una metáfora, Alphonse, y así debe entenderse. Lo que Freud quiere decir con esto es que los hombres tienen deseos sexuales inconscientes que se remontan a la infancia, deseos de casarse con su madre, no porque sea la madre, naturalmente, sino porque ella es la mujer que conocen.
Para casarse con ella, sin embargo, los hombres tienen que eliminar a su rival. ¿Y quién es él? Es el hombre que está con la mujer que ellos desean. Es el padre.
—Pero ¿está diciendo que yo tengo ese deseo?
—Calma, no lo estoy acusando de nada —sonrió Agnès—. Sé que usted es un hombre muy íntegro, un hombre incluso muy interesante. Pero lo que estoy diciendo es que Freud identificó ese deseo inconsciente, repito, inconsciente, en el comportamiento masculino. Puede estar seguro, no obstante, de que tengo la convicción de que su padre no tiene nada que temer de usted, la autocensura de esos deseos inconscientes funciona, en usted, muy bien.
Afonso la miró y el rostro se le iluminó con una sonrisa.
—Me doy cuenta de que se está quedando conmigo.
—No, le aseguro que Freud piensa todo lo que le he dicho, y claro que sí, me estoy quedando con usted —aclaró con una sonrisa—. Lo curioso es que los hombres siempre se ponen furiosos por este tema, usted es el primero en darse cuenta de que no soy más que una provocadora.
—Ah, sí, usted es una gran provocadora…
Ella le lanzó una mirada maliciosa.
—¿Y puedo provocarlo aún más?
Afonso se sonrojó nuevamente. «¿Con qué saldrá ahora?», pensó.
—Haga el favor. Provóqueme, vamos. Estoy dispuesto.
—¿Quiere bailar conmigo?
—¿Cómo?
—Sé que no viene a cuento de nada, pero me apetece. ¿Quiere bailar conmigo? Supongo que sabe bailar…
—Eh…, bien…, yo… creo que me defiendo.
La baronesa se levantó y abrió un mueble apoyado en la pared. Sacó de su interior un enorme gramófono y lo colocó sobre la mesa junto a la chimenea. El gramófono estaba formado por una caja de madera con una manivela que salía de uno de los lados, se trataba del manubrio que permitía dar cuerda al motor.
La caja tenía un plato por encima y una gran bocina en el extremo, que se alzaba como una oreja gigante cuya forma imitaba la de una flor, diseño típico del
art nouveau
.
—Éste es un gramófono Pathé —explicó Agnès—. ¿Qué música le gusta bailar?
Afonso se levantó.
—No lo sé, ¿qué música tiene?
Agnès se acercó a los discos y los revisó.
—
Fox-trot
, sinfonías, valses…
—Tal vez un
fox-trot
, ¿no?
—Sí, me gusta mucho, pero tal vez sea demasiado ruidoso a esta hora, ¿no cree? —Se detuvo en otro disco—. Éste es fascinante,
La mer
, de Debussy. —Sacudió la cabeza—. Es brillante, simula los sonidos del agua, pero no sirve para bailar. —Miró a Afonso—. ¿Por qué no un vals?
—Puede ser.
La francesa eligió un disco y lo puso sobre el plato del gramófono. Puso la aguja de la bocina sobre el borde del disco e hizo girar la manivela. La melodía surgió de la bocina abierta en flor, ondulante, bella y armoniosa.
—Strauss —dijo ella, dirigiéndose al capitán.
Los sonidos de la orquesta de Viena llenaron la sala. Afonso la tomó entre sus brazos y comenzaron a bailar, los ojos de uno fijos en los del otro, los cuerpos mecidos al ritmo del vals, unas manos juntas, las manos libres buscando los cuerpos, la derecha de él en la cintura de ella, la izquierda de ella en los hombros de él. Bailaron sin decir nada, sin dejar de mirarse, insinuantes los ojos, maliciosos, provocadores, navegando en la ola de la música. El vals aceleró y Afonso la atrajo más hacia sí, los vientres se juntaron y se rozaron las ropas. Perdieron la noción del espacio y del tiempo, remolineando en la sala al son del vals que se oía en el gramófono, deseando que aquel momento se prolongase, se eternizase, sublime, arrebatador, perenne, inolvidable. La melodía les llenó el alma y los arrastró hacia un universo aparte, un mundo sólo suyo, encantado, hecho de belleza y sueño, éxtasis y magia. Afonso se sumergió en los ojos verdes y observó la boca entreabierta de Agnès, sus labios aterciopelados que brillaban como pétalos húmedos, invitadores, acogedores. Se acercó ligeramente con la cabeza, vaciló, ella se quedó con los ojos muy abiertos, fijos en él, él la sintió irresistible, sintió que había llegado el momento, era la hora de que el deseo se adueñase del cuerpo.
—¿Le apetece algo más,
madame
?
Una voz masculina quebró como un trueno el momento mágico. Afonso y Agnès se sobresaltaron y miraron a la puerta. Era Marcel, el mayordomo. La baronesa se desprendió bruscamente del capitán.
—No, Marcel, gracias. Buenas noches.
—Buenas noches,
madame
—dijo Marcel con los ojos escrutadores—. Buenas noches,
monsieur
.
El mayordomo se retiró lentamente, algo frío, dejándolos turbados. Se hizo un breve silencio, cohibido y embarazoso, se sentían como niños pillados en una travesura.
Agnès desconectó el gramófono y Afonso regresó a la chimenea, era necesario avivar el fuego. Removió la madera de la leña y las llamas se elevaron: creció el fuego y el calor. Durante unos segundos sólo se oyeron los chasquidos de las chispas. Satisfecho, el capitán volvió a su lugar, en el canapé, y se sentó.
Se quedaron los dos mirándose. Fue una mirada inesperada y el capitán se atolondró con aquellos ojos bonitos y tiernos que se fijaban en él, era un hombre tímido, la mirada se prolongó y él comenzó a sentir que su corazón latía, latía cada vez más, muy rápido, retumbando ahora en las sienes, casi al borde del sobresalto. Experimentó pulsiones contradictorias. Quería besarla, presentía que ella no se iba a resistir, había allí una fuerza magnética, un imán invisible los atraía, pero volvió en sí, pensó que ella era una mujer casada, ¿es que se estaba volviendo loco? Pocas horas antes había conversado con su marido. Además, ¿quién le aseguraba que no lo estaba confundiendo todo, que su deseo por ella no lo traicionaba, creando la ilusión de que ella también lo deseaba? Se sintió inseguro, qué escándalo si la besaba y llegaba a comprobar que ella en realidad no lo quería, que aquella mirada era sólo de simpatía, qué vergüenza faltarles el respeto a la anfitriona y a su marido en su propia casa. En resumidas cuentas, pensó, esta mujer era demasiado bella para él, pertenecía a otro mundo, era una princesa inalcanzable e inaccesible, un hada de sueños, y él no era más que un sapo, un portuguesito pretencioso que lo mezclaba todo. La mirada de la mujer sólo podía ser de cortesía, no había que confundir afabilidad con deseo. Apartó los ojos, turbado, quebrando el contacto visual.
Volvió la cabeza con naturalidad forzada y se salvó por el gong del Biedermeier, que sonaba en el comedor. Era el pretexto ideal, se concentró en los repiques del gran reloj de pared como si aquel sonido metálico y tranquilizador fuese lo más importante del mundo.
—Es tarde,
m'dame, il faut dormir
—dijo, levantándose con tal rapidez que hasta parecía tener algo urgente que hacer y no podía esperar más.
Agnès se incorporó despacio.
—Tiene razón, Alphonse —coincidió—. Es tarde.
À demain
.
—
À demain, m'dame
.
Afonso caminó hacia la habitación desgarrado por la duda: ¿ella lo deseaba realmente o todo no había sido más que un equívoco, una impresión errónea? Reconstruyó la conversación palabra a palabra y el baile paso a paso, intentó leer su mirada y su tono, recordó cuidadosamente cada expresión, se esforzó en interpretar las intenciones por detrás del menor acto, del menor gesto, y concluyó que sí, tal vez, era probable que ella desease ser seducida. Pensó entonces que no era más que un tonto, tenía allí a una de las mujeres más bonitas e interesantes que jamás conocería, le parecía cada vez más evidente que ella sentía debilidad por él, y él sin duda por ella, pero no había sido audaz, se había retraído, había dudado, se había acobardado. Era, sin embargo, más que eso. Ahondó en la introspección y descubrió que, en cierto modo, estaba también haciéndose pasar por un caballero, por un gran
gentleman
, protegiendo a un hombre que, en el fondo, le resultaba incluso desagradable. ¡Qué estúpido! ¡Estúpido, estúpido, estúpido! Sacudió la cabeza, con los ojos perdidos en el suelo. Pero no merecía la pena llorar ahora sobre lo que no se había consumado, no se había atrevido a besarla y había perdido la oportunidad, tal vez para siempre. Se desesperó, sintió ganas de dar media vuelta e ir corriendo en su busca, implorar que lo perdonase… Qué desperdicio, quién sabe si no acabaría muerto dentro de unos días y lo que tenía que decir quedaría sin decir y sin hacer. Pero nada hizo, a no ser encogerse de hombros, resignado. Correr tras ella no era más que una fantasía, tenía que conformarse, qué remedio, paciencia, ya estaba hecho, acaso era mejor que hubiera sido así.
El capitán entró en la habitación que le habían asignado, la misma de hacía diez días, cuando se hospedó por primera vez en el Château Redier. Encendió la lamparilla, vio la maleta que Joaquim había dejado junto a la cama de estilo Luis XV, se quitó la chaqueta y la colgó en una silla. Se sintió triste y solo. Fue al
cabinet de toilette
, giró la palanca del grifo y se lavó la cara en la porcelana del lavabo
art nouveau
, orinó en el inodoro Oneas del recinto contiguo, un inodoro decorado y de tanto refinamiento que daba pena ensuciarlo. Volvió a la habitación, se sentó en la cama, se descalzó las botas, desanudó lentamente la corbata verde pálido, se quitó el uniforme y se quedó en calzoncillos. Temblaba de frío, se acostó y se cubrió, encogiéndose y ovillando el cuerpo para calentar mejor las sábanas y las mantas. Cuando disminuyó el temblor, dejó asomar su cabeza por encima de las sábanas, extendió el brazo y apagó la luz. A oscuras, cerró los ojos, suspiró y pensó en Agnès, fantaseando con una respuesta diferente a la oportunidad que creía haber tenido quince minutos antes, haciendo planes para el día siguiente, imaginando llevarla a un lugar discreto donde le confesaría su amor con palabras románticas e irresistibles. Se sintió más tranquilo cuando decidió que actuaría así, atrevido y arrojado, aunque supiese, en lo más íntimo, que verdaderamente jamás tendría el valor de hacerlo: cuando llegase la mañana vería todo con otros ojos, las temerarias decisiones de la noche se transformarían en ingenuas ilusiones infantiles.