La amante francesa (49 page)

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Authors: José Rodrigues dos Santos

Tags: #Bélica, Romántica

BOOK: La amante francesa
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—Alphonse —dijo—. ¿Estás bien?

La francesa sonrió tímidamente y se incorporó, intentando abrazarlo. Presa de un orgullo inesperado, inexplicable, Afonso retrocedió evitándola. Ella se quedó pasmada mirándolo, herida ante aquella reacción inesperada.

—¿Qué deseas? —preguntó él, disgustado y resentido.

—¿Qué deseo? Es evidente: te deseo a ti.

—No fue eso lo que dijiste ayer…

—Ayer estaba Jacques a mi lado, en una situación terrible. No lo podía dejar así, como un trapo viejo, a él que tanto me ha ayudado. Tienes que comprender.

—¿Ah, sí? ¿Y quién me comprende a mí? Te quedaste con él para no ofenderlo, pero no pensaste que me ofendías a mí.

—Alphonse, mírame —le ordenó con el semblante muy serio—. Jacques me ayudó mucho cuando yo estaba perdida, me tendió la mano y me sacó de una situación muy difícil. No puedo pasar por alto que eso ocurrió. Además, no soy capaz de responder con ingratitud.

—Muy bien, pero, si lo elegiste, ahora tienes que asumir tu opción, no puedes jugar con mis sentimientos.

—Alphonse, no seas niño. Estoy aquí, te he elegido, ¿qué más quieres?

—La elección ya la hiciste en Boulogne. Está hecha, no actúes ahora como si nada hubiese ocurrido.

Agnès se quedó mirándolo durante un buen rato, evaluando la situación, intentando decidirse. Al cabo de una pausa interminable, suspiró.

—Muy bien, veo que no me quieres. No vale la pena insistir. —Dio media vuelta y se dirigió resueltamente hacia la puerta—.
Au revoir
, Alphonse.

El capitán se quedó inmóvil, atónito, viéndola partir, abismado en su propia reacción. La deseaba ardientemente, nada quería más en la vida que no fuese la reconciliación, aquel encuentro lo liberaba de aquella pesadilla que lo dominara la noche anterior. ¿Y qué hacía él? La rechazaba, la repelía, la ignoraba. Sintió que un orgullo incontenible dominaba su corazón y nublaba su facultad de razonar, comprendió que su comportamiento se había vuelto rehén de ese inconmensurable sentimiento, egoísta y arrogante, pero se sentía impotente para superarlo. Por encima de todo, deseaba hacer difícil su rendición, hacerla sufrir, mostrarle que no podía disponer de él como quería, probarle que lo que le había hecho tenía consecuencias. El problema es que quien sufría era él. Con el corazón deshecho, la vio salir de la sala de estar y desaparecer más allá de la puerta. Se sintió confuso, experimentó sensaciones contradictorias, su corazón se enfrentó al orgullo, el peso del mundo se derrumbó sobre sus hombros, la respiración se le volvió jadeante, pesada, angustiosa. Se agitó, torturado por la duda, dividido en cuanto a lo que había hecho y en cuanto a lo que tendría que hacer. Sintió que los segundos se agotaban, cada segundo lo alejaba un poco más de Agnès, cada instante volvía irrevocable la separación. Torturado por un doloroso conflicto interior, dio tres pasos hacia delante, se detuvo, retrocedió, volvió a avanzar, casi corriendo, se detuvo nuevamente, la indecisión lo desgarraba. Después de una última vacilación, venció la voz del corazón. Echó a correr, cruzó los pasillos, pasó por la recepción y salió del hotel. Vio a Agnès subiendo en una calesa y temió que ella se fuese sin verlo.

—¡Agnès! —gritó. Su voz retumbó en las calles desiertas de Merville a esas horas de la madrugada—. ¡Agnès!
Attends
!

Durante un largo instante le pareció que ella lo ignoraba. Pero la baronesa se inmovilizó cuando subía a su asiento y volvió la cara, enfrentándolo. Afonso se acercó a la carrera.

—¿Qué deseas? —le preguntó ella, expectante.

El capitán se acercó a la calesa, jadeante, con su pecho que subía y bajaba, tomando aire.

—Espera —dijo. Se detuvo para recuperar el aliento—. Disculpa lo que te he dicho. —Tragó saliva—. ¿Te quedas conmigo?

Ella lo miró con intensidad.

—¿Estás hablando en serio?

—Nunca he hablado más en serio en mi vida. ¿Te quedas conmigo? —dijo con actitud suplicante—. Por favor…

Su rostro se iluminó con una amplia sonrisa.

—¡Claro que me quedo, tonto!

Agnès bajó de la calesa y se echó en sus brazos. Se besaron ávidamente, felices, aliviados, Afonso la enlazó y la llevó de nuevo al hotel, ciñéndola contra su cuerpo, con las cabezas inclinadas una en la otra, tocándose con ternura. Pidió de nuevo las llaves al recepcionista, con el brazo libre cogió la maleta que había dejado junto al mostrador, subieron las escaleras aferrados el uno al otro, el capitán puso la llave en la cerradura, abrió la puerta, tiró la maleta a la derecha, cerró la puerta y ambos cayeron en la cama.

Hicieron el amor despacio, con cariño, con pasión, emocionados, reconciliados, con las manos siempre enlazadas las unas en las otras. Se quedaron después un buen tiempo abrazados, gozando del momento, intercambiando susurros y caricias. Cuando salió finalmente el sol, Afonso suspiró y miró el reloj.

—Mi amor, es terrible, pero tengo que irme —dijo.

—¿Adónde tienes que ir?

Afonso suspiró.

—Tengo que presentarme en el batallón, mi licencia ya está agotada.

—¿Vas a las trincheras?

—Sí.

—¿No puedes olvidarte de ir?

—Poder, puedo, pero eso tendría consecuencias. Recibiría un castigo disciplinario y, peor aún, me quitarían la licencia que me dieron para después de Navidad. ¿Crees que merece la pena?

Agnès cerró los ojos.

—No. Si tienes que ir, ve.

—No te enfades, es mi deber.

La francesa se sentó en la cama de espaldas a él, se cubrió la cara con las manos y comenzó a sollozar.

—Ve.

Afonso se acercó, la cogió por la espalda y la besó en el cuello.

—Ten calma, mi amor, ten calma —murmuró con los labios pegados a los oídos de Agnès.

Agnès sollozaba, amargada. Apartó las manos de su cara y lo miró, con sus ojos, de un verde luminoso, brillando entre las lágrimas.

—¿Y si te ocurre algo,
mon mignon
? ¿Qué será de mí? ¿Cómo podré vivir?

—No me ocurrirá nada, querida, quédate tranquila.

—Pero eso no depende de ti, puede ocurrir. Mira lo que le pasó a Serge…

—No, mi flor, me han destinado a las tareas administrativas —le mintió repentinamente inspirado—. ¿Has oído? Ya no tengo que combatir, sólo que ocuparme de papeles, de la burocracia.

Ella apartó la cabeza y lo miró a los ojos, inquiriendo la verdad.


Vraiment
?

Afonso mantuvo la mirada sólo lo suficiente. Después la atrajo hacia sí, temía bajar la vista y que sus ojos delatasen la mentira.

—Claro,
ma petite
. —La estrechó en un abrazo y después volvió a mirarla—. Volveré —le aseguró con una sonrisa—. Aunque me maten.

VIII

L
os soldados se quedaron con la boca abierta y los ojos fijos en el cielo en un gesto de asombro. Una vasta cortina de luz llenaba el firmamento, dibujando un fantasmagórico arco de colores que se perdía en las alturas. El destello luminoso danzaba en silencio, como un majestuoso y magnífico armonio, las profundas tinieblas celestiales se habían pintado con manchas de luz amarilla, verde, roja, azul incluso. Era algo nunca visto, una visión pasmosa, un prodigio que llenaba de fascinación o de terror a los hombres en la Tierra. La cascada brillante y colorida se deslizaba suavemente, muy despacio, en un lento y ondulante movimiento, llena de misterio, sublime en su majestuosidad. Un murmullo respetuoso se alzó de Ferme du Bois, varios lanudos cayeron de rodillas rezando, había incluso quien temblaba de miedo, Dios se manifestaba, la Virgen regresaba, o si no, pensaban ciertos soldados más supersticiosos, era la furia del más allá que estaba a punto de desencadenarse sobre ellos, miserables pecadores sumergidos en el barro y en la nieve. Algunos hombres, pasado el estupor inicial, comenzaron a gritar y a huir por las trincheras, temían el castigo divino, otros se quedaban pegados al suelo contemplando aquel vasto incendio celeste que iluminaba la noche como una hoguera gigante.

—Una aurora boreal —comentó Afonso, encantado con el singular espectáculo que le proporcionaba el cielo.

Era la noche del 20 al 21 de diciembre, el batallón, horas antes, había acabado de instalarse en las trincheras para enfrentarse a un enemigo más desgastador que los alemanes: el frío. Se acercaba la Navidad y un hielo increíble se abatió sobre toda Flandes. Afonso golpeaba el suelo con los pies, junto al fuego encendido en el gran recipiente cilindrico instalado en el suelo del puesto, intentando desesperadamente calentarlos en medio de aquel frío glacial, nunca había visto algo así, las mañanas heladas de Braga parecían brisa tibia comparadas con esas condiciones polares. Con las manos enguantadas metidas en los bolsillos del abrigo y densas nubes de vapor que salían por la nariz y por la boca, el capitán se levantó y fue a saltitos a comprobar la temperatura en el termómetro colgado de la pared lodosa del puesto. El mercurio registraba quince grados bajo cero. Afonso entendió la noción de la muerte de frío. Temblar de frío, como tantas veces tembló en Rio Maior, y sobre todo en Braga, no era frío, era mera frescura molesta. Aquél era un frío de verdad, era un frío que no hacía temblar, más bien hería la piel, desgarraba la carne, rasgaba el cuerpo; era un frío que quemaba, que dolía, que paralizaba, que entorpecía; era un frío que le hacía arder la cara, que le robaba el aire, que le dormía las manos y las dejaba entumecidas e insensibles, que le arrancaba gritos de dolor como si le estuviesen clavando cuchillos en la piel, que escaldaba el cuerpo con un ardor tan fuerte que se confundía con fuego, que le hinchaba y magullaba los dedos hasta las lágrimas; era un frío verdadero que lo torturaba lenta y largamente en Ferme du Bois, a él y a todos los desgraciados que el CEP había enviado al frente.

La aparición de la aurora boreal esa noche suspendió por un par de horas las hostilidades en tierra, como si los soldados temiesen que aquella extraña luz que se manifestaba en el firmamento iluminase los actos de guerra. Pero en cuanto el fuego divino desapareció, las trincheras despertaron de su sopor y reapareció el fuego humano. Las líneas enemigas volvieron a cruzar ocasionales tiros de cañón o ametralladora, pero era fuego de rutina, disparos destinados a recordar a los soldados de ambos lados que la guerra no había terminado. Venía la Navidad; era muy improbable que se diesen ahora operaciones de gran envergadura, no sólo necesariamente debido al periodo festivo, sino también porque el invierno había surgido inclemente, había nieve y barro por todas partes, no era práctico que la infantería avanzase por aquel suelo resbaladizo, donde el progreso de las tropas se revelaba lento y los reabastecimientos difíciles. Con el estado del terreno, que imposibilitaba cualquier ofensiva a gran escala, aquel frío cruel que los rodeaba y paralizaba se convirtió en el principal adversario de los lanudos, contra él tenían ahora que combatir las tropas desharrapadas que vivían en el barro de las trincheras.

En el calendario fijado en la pared húmeda del puesto, Afonso contaba y volvía a contar los días que le quedaban en las trincheras. Pasaría allí la Navidad y no se iría hasta el 28, era una eternidad, pero no había remedio. Para distraerse, se sentó en el banco y releyó la Orden de Operaciones n.º 12, destinada a su batallón. El 8 ocupaba ahora, y durante una semana, justamente la de la Navidad, el subsector S.S.2., o Ferme du Bois II, y el capitán recorrió con los ojos las instrucciones firmadas en la víspera por el comandante interino de la brigada, el teniente coronel Eugénio Fardel: «La compañía avanzada de la derecha guarnecerá los puestos Boar's Head y Cockspur, con el comando de la compañía en S.15.b.50.95. La compañía avanzada de la izquierda guarnecerá los puestos Vine, Copse y Goat, con el comando de la compañía en S.15.a.65.40». «Muy interesante», pensó, bostezando. «El batallón del 8 ocupará el puesto de observación Savoy (5.9.d.08.18), que le será entregado por el jefe de los observadores del batallón del 3». Afonso comprobó en el mapa la localización del puesto Savoy. «Terminada la ocupación de los nuevos subsectores, el batallón del 8 y del 3 lo comunicarán a este comando con las palabras "Barcellos" y "Valença", respectivamente, por telégrafo». El capitán tomó nota del código Barcellos. «En el S.S.2., el depósito de municiones de Saint Vaast reabastecerá por la
decauville
de Saint Vaast y directamente a la compañía de la izquierda. El depósito de municiones de King's Cross reabastecerá por la
decauville
de la Rue du Bois directamente a las compañías de la derecha y apoyo». Afonso buscó en el mapa los polvorines de Saint Vaast y King's Cross. Comprobó que Saint Vaast quedaba justo detrás de Lansdowne, su puesto, y eso lo puso nervioso. Sería conveniente que no cayese allí ninguna granada enemiga, sería un fuego de artificio memorable.

Cuando acabó de estudiar la orden de operaciones, se tumbó en el catre, se cubrió con una manta, cerró los ojos y dejó que su mente vagase melancólicamente hasta Agnès. Entendió que ya nada entre ellos sería como antes, habían dado un paso irreversible, ineludible, sus destinos estaban ahora irrevocablemente cruzados. Se compadeció de la preocupación que la mujer había manifestado por él, por su seguridad, pero no había dudas de que por detrás de aquellos miedos de mujer por la vida del hombre al que se entregaba se escondía la firmeza de quien había encontrado su camino. El capitán admiró la determinación y la valentía de Agnès, aquélla no era una mujer de melindres, parecía delicada como una flor, pero era francamente dura como una roca. Eso lo asustó un poco, esperaba que todas las mujeres fuesen dóciles, sumisas y frágiles, era así como se educaba en Portugal, pero esta francesa era enérgica y el portugués se sorprendió por sentir que incluso así le gustaba. Aquella determinación que se leía en sus ojos le parecía al mismo tiempo temible y admirable, lo que, inexplicablemente, le hacía amarla aún más. Era como si temiese que un día ella lo abandonase con la misma ligereza con que ahora se apartaba de su marido, como si cambiar de vida fuese tan fácil como volver la página de un libro, no hay duda de que, en estas cosas de romper las relaciones, las mujeres son más arrojadas que los hombres. Encarándola de este modo, el capitán comenzó a entender que para amar a una persona era necesario admirarla.

Matias,
el Grande
, accionó la bomba manual y comenzó a extraer el agua, en un esfuerzo por drenar la trinchera. Agachado junto a él, Vicente,
el Manitas
, lo ayudaba con un cubo, llenándolo de barro helado y tirándolo más allá de las líneas de circulación.

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