Se puso de puntillas y estiró desesperadamente la cabeza, buscando a su marido en medio de aquel mar de gorras rojas, pero sólo lo vio minutos antes de que la locomotora pitase dando la señal de partida. Vestía con elegancia, como un soldado de los ejércitos napoleónicos, con una majestuosa chaqueta azul y pantalones de color rojo vivo, quepis vistoso en la cabeza, un fusil Lebel en bandolera: qué extraño resultaba verlo así, parecía un soldadito de plomo. Se saludaron, ella lanzándole besos al aire, él devolviéndole sonrisas. Miles de personas cantaban
La Marseillaise
a coro cuando los vagones comenzaron a moverse, los soldados se despidieron como si fuesen a un picnic. Serge decía adiós desde la ventanilla del tren que lo llevaba al frente, agitaba alegremente el quepis en la mano izquierda; aquel
petit soldat
parecía casi feliz.
Alemania atacó a Bélgica al día siguiente, 4 de agosto, lo que llevó a Gran Bretaña a entrar en guerra. Entre tanto, reclutaron a los hermanos Chevallier y, también ellos, marcharon inmediatamente al frente. Agnès fue a despedirse de Gaston a la Gare du Nord el día 5, y de François a la Gare de Lyon el 6, siempre en medio de grandes manifestaciones populares, plenas de fervor patriótico. Las tropas francesas avanzaron el día 7 por Alsacia hasta llegar al Rin y conquistar Mulhouse. Hubo un estallido de entusiasmo en París, las personas lloraban de alegría y se saludaban en las calles, había sonrisas por todas partes: «
Vive la France
!». La euforia era generalizada. Pero los acontecimientos se precipitaron inesperadamente a mediados de mes. Los alemanes irrumpieron en Francia a través de Bélgica y, después de dos días de combate, las tropas francesas comenzaron a retirarse la noche del 23, en lo que fueron acompañadas por la BEF, la British Expeditionary Force. Los alemanes avanzaron tras ellos en dirección a París, ciudad sólo defendida por una sola brigada de infantería naval.
A esas alturas, Agnès leía en la prensa parisiense sensacionales noticias de grandes victorias de las fuerzas francesas, en una operación de propaganda que se haría conocida como
Bourrage de crâne
. Por ello, a principios de septiembre, los hasta entonces eufóricos parisienses recibieron con sorpresa la información de que las tropas alemanas habían llegado al río Marne, a sólo unos cincuenta kilómetros al este de la capital. El pánico dominó París. El Gobierno abandonó apresuradamente la ciudad y se trasladó a Burdeos la noche del 2 de septiembre, cimentando la convicción de que París estaba a punto de caer.
Angustiada y sola, Agnès decidió seguir el ejemplo del Gobierno, pero descartaba la idea de ir a Lille, dado que su ciudad natal, situada cerca de la frontera belga, se encontraba en el ojo del huracán, lo que la tenía sobremanera preocupada. Vivía en continuo sobresalto, pensaba todo el tiempo en su marido, en su madre, en sus hermanos y en su hermana, en su padre, ¿qué estarían haciendo en ese momento? Intentaba distraerse, pensar en otras cosas, pero todo le recordaba a la familia, ¿estarían bien? Todos los pensamientos la llevaban al frente de batalla y a Lille, era allí donde se concentraba su vida, toda su vida; la soledad en París se le hizo opresiva, pesada, insoportable, se sintió deprimida, se dio cuenta de que no podía seguir así: «Ça
ne va pas
!». Tenía que hacer algo, tenía que salir de allí. Optó, por ello, por buscar refugio en casa de los padres de Serge, en Dinan. Preparó una maleta, acomodó en ella algo de ropa y a Mignonne y a la mañana siguiente se fue a la Gare Montparnasse para coger un tren con destino a Bretaña.
El problema es que medio millón de parisienses tuvieron exactamente la misma idea. Agnès encontró la estación de trenes atestada de gente, eran familias enteras con sus petates a cuestas, inquietas por la proximidad de los alemanes, se multiplicaban los rumores sobre la situación en el terreno, se decía que el enemigo entraría en París al cabo de cuarenta y ocho horas, la fiebre del miedo había sucedido a la fiebre de la guerra. Miles de personas se amontonaban en la Gare Montparnasse cargadas de sacos, maletas, cajas, envoltorios con tarteras, niños llorando, la ansiedad estampada en los ojos. Agnès fue a la cola del
guillet
y le llevó seis horas comprar el billete a Rennes.
La odisea siguiente fue cómo subir al tren. Un mar de gente llenaba las terminales de la estación y sólo al atardecer, bañada en sudor y muerta de hambre, logró subir a un vagón. El tren rebosaba de gente, algunas puertas no pudieron cerrarse siquiera y ni hablar de conseguir un asiento. Agnès se pasó doce horas de pie, en el pasillo, pegada a otros pasajeros, exhausta y tambaleando del sueño, soportando las sucesivas paradas del vagón en todas las estaciones y apeaderos, hasta llegar finalmente a Rennes, cuando ya había salido el sol. Alquiló en la estación un coche que la llevó, lentamente y a trompicones, hasta Dinan, en un viaje que duró más de ocho horas. En un estado de total agotamiento se arrastró hasta la puerta de la casa de los suegros, un apartamento en la Rue de la Lainerie, en el corazón de un viejo barrio de encanto medieval.
La situación en el teatro de operaciones sufrió un nuevo
volte-face
. El VI Ejército francés y una división argelina se juntaron con la brigada de infantería naval en la defensa de París, bajo el mando del general Galliéni. El comandante jefe francés, el general Joffre, dio la capital por perdida y prosiguió la retirada del V Ejército, planeando una contraofensiva para más tarde. La vanguardia de las tropas alemanas se inmovilizó en el Marne y, vacilando, comenzó incluso a alejarse hacia el este, esperando un nuevo alineamiento de las fuerzas. Galliéni vio la oportunidad y atacó el 4 de septiembre. Frente al hecho consumado de la decisión unilateral del comandante de la defensa de París, Joffre suspendió la retirada y optó por atacar también. El VI Ejército, proveniente de la capital, alcanzó por sorpresa al I Ejército alemán en la mañana del 6 de septiembre y lo derrotó después de tres días de combate. Los alemanes ordenaron una retirada general el día 9 y volvieron a alinear sus fuerzas a lo largo del río Aisne, donde cavaron posiciones defensivas. París estaba a salvo, pero comenzaba la guerra de trincheras.
La victoria en la batalla del Marne devolvió la confianza de los franceses en su ejército, y muchos parisienses que se habían refugiado en la provincia comenzaron a volver a casa. Agnès emprendió el largo camino de regreso y entró en su apartamento de Les Halles a mediados de septiembre. Las calles de París se veían aún semidesiertas, con muchas tiendas cerradas y algunos escaparates rotos, resultado de los saqueos producidos en el auge de la confusión. Madame Jolinon, la portera del edificio donde vivía y que se había quedado en la capital durante los días de incertidumbre, le contó que los taxis de París se habían movilizado en los momentos más difíciles de la batalla del Marne, transportando seis mil soldados de reserva al frente de combate. Según ella, fue eso lo que salvó al VI Ejército y, en última instancia, a la propia ciudad. Era una exageración, claro, pero la mujer se limitaba a repetir lo que había oído. El hecho es que los propagandistas no se contuvieron en difundir el mito de que los civiles habían desempeñado un papel preponderante en aquella acción desesperada: podía no ser verdad, pero era un excelente pretexto para mantener la moral.
Agnès se esforzaba en rascar el fósforo y encender la lumbre, pero no había forma de que la llama apareciese. Veces sin cuenta rascó el fósforo en la caja y no ocurrió nada, rascó con tanta fuerza que acabó rompiéndose el palito. Fue a buscar otro y después otro más, pero no sucedía nada, por más que rascase los fósforos la lumbre se resistía a dar siquiera una señal.
—Malditos fósforos —le comentó, irritada, a Mignonne—. ¿Estarán mojados?
Palpó la cabeza negra del último que había cogido y comprobó que, en efecto, estaba húmedo. Echó pestes y fue a buscar una segunda caja al armario. Logró finalmente encender el fuego y puso la olla sobre la llama. Hacía mucho tiempo que le apetecía un
gras-double
, y ese día se había armado de paciencia para prepararlo. Dejó momentáneamente la olla sobre la lumbre y fue hacia la ventana a observar el cielo. El sol había desaparecido con el verano, septiembre se acercaba a su fin y el otoño se había instalado bruscamente en París, cubriendo la ciudad con un sombrío manto grisáceo.
Toc. Toc. Toc.
Agnès oyó que llamaban a la puerta. Aún en delantal, fue a ver quién era. Abrió la puerta y se encontró con un cartero de la
Armée de Terre
, con la gorra en la mano y un bolso en bandolera.
—
Madame Marchand
?
—
Oui
?
El hombre le extendió un sobre. Intrigada, se limpió las manos aún mojadas en el delantal, cogió la carta y rasgó el lateral del sobre. Era una postal del Ministère de la Guerre en la que se lamentaban por tener que informarla de que su marido, el soldado Serge Marchand, había muerto como un héroe en el cumplimiento del deber y en defensa de la patria.
Agnès releyó el texto, incrédula, boquiabierta, miró al cartero en busca de una señal de que aquello era sólo una broma, el hombre bajó los ojos, turbado, ella volvió a mirar la postal y, asimilando finalmente el pleno significado de aquella tremenda noticia, sintió que el mundo giraba y se desmoronaba bajo sus pies, que el suelo remolineaba como un trompo sin control. La memoria de la voz de Serge canturreando «
Je veux mourir, o ma déesse! En ce beau soir, sous ta caresse
» resonaba en su cabeza como un presagio que había desechado. La melodía se alejaba despacio, como si huyese, como si se alejase en un túnel lejano; la voz desaparecía, esfumándose hasta perderse en un profundo y doloroso silencio.
A los veintitrés años, y sólo tres meses después de la boda, Agnès se había quedado viuda. La postal no daba detalles sobre la muerte de Serge ni decía dónde se encontraba el cuerpo, algo que hizo el luto aún más difícil. Los días que siguieron a la llegada de la noticia fueron de gran desorientación. Agnès se negó a salir de casa y fue madame Jolinon quien le dio apoyo, preparándole la comida, haciéndole compañía, intentando consolarla.
—
Courage, ma petite
, usted es aún joven, es duro pero tiene que resistir,
c'est la vie
! Yo también perdí a mi Honoré, sé lo que cuesta, pero aquí estoy, dispuesta a rehacerme.
Los familiares de Serge la visitaban cada vez menos. Sin su marido, nada la ligaba a aquellas personas. Se fueron alejando gradualmente hasta dejar de verse. Guardó a Mignonne en una maleta para no volver a tocarla nunca más, era una forma de enterrar la infancia, cuyo final había precipitado la noticia de la muerte de Serge. Dejó de ser una mujer feliz y despreocupada, el peso del mundo recayó sobre sus hombros.
Para Agnès comenzó a hacerse evidente que no podía seguir en París. No tenía marido que la mantuviera ni podía pagar los estudios del último curso de Medicina, y el apartamento de Les Halles se había vuelto insoportablemente vacío. El problema es que la relación con su familia se mantenía interrumpida. Los alemanes ocupaban parte de Flandes, y Lille quedaba ahora por detrás de las líneas enemigas. Eso significaba que no podía regresar a casa ni sus padres podían enviarle ayuda. Además, no era posible siquiera saber qué ocurría en Lille, no tenía noticias de sus padres ni de Claudette y, después de lo que le había ocurrido a Serge, alimentaba los peores presentimientos acerca de Gaston y François.
Dejó de estudiar y comenzó a encarar seriamente la posibilidad de conseguir trabajo. Con la ida de los hombres a la guerra, millones de francesas estaban ya sustituyéndolos en los empleos, incluso porque los salarios eran mejores que aquellos a los que estaban habituadas. Había cada vez más mujeres conduciendo tranvías y ambulancias, aunque la mayor parte acababa en las fábricas de armamento. Agnès aceptó convertirse en una
munitionette
, tal como se llamaba a estas obreras, pero el destino le reservaba otros planes.
Al comenzar el invierno, Agnès fue a comer una
choucroute
a la Brasserie Bofinger, en la Place de la Bastille. Se sentó en una silla tapizada en cuero de la cervecería observando distraídamente los ricos vitrales del establecimiento, con la mente recorriendo su vida. Pensaba en las opciones que le quedaban, en las difíciles decisiones que tendría que tomar. La cervecería se encontraba casi desierta, no había muchos jóvenes que la frecuentasen, estaban casi todos en la guerra. Tal vez por eso sus ojos se posaron en un hombre de mediana edad que acababa de entrar y cerraba el paraguas junto a la puerta. Reconoció al barón Jacques Redier, el viejo amigo de su padre.