—Menos mal que no te hiciste cura —sonrió Agnès en su primer comentario al relato de la mañana—. Habría sido un desperdicio.
—Estoy de acuerdo —coincidió Afonso mientras cortaba el langostino con ahínco—. No era ése mi destino.
La francesa lo miró fijamente, maliciosa.
—Seguro que no dejaste a esa noviecita tuya en paz —le soltó.
—¿Qué noviecita? —preguntó, haciéndose el desentendido.
—Esa tal «Carolina».
Afonso tragó saliva y esbozó una sonrisa forzada, meditando si estaría cometiendo un error o no al contar su historia con tanto detalle. Con las mujeres nunca se sabe, reflexionó, todo lo que les contamos puede volverse en contra de nosotros. Pero ya había contado la mitad de su vida y no había manera de volverse atrás ahora.
—Oh, fue algo sin importancia —se justificó y, turbado, asomó el rubor en sus mejillas.
—Hum, no sé si creérmelo —dijo ella con una mueca sonriente—. Pero cuéntame lo que falta, anda.
—¿Ahora?
—
Pourquoi pas
?
El capitán, durante el postre, habló de su integración en la Infantería 8, de los episodios de la entrada de Portugal en la guerra y de la ida a Francia. Concluyó la historia después del café. Afonso pidió la cuenta, besó a Agnès, pagó, subió al Hudson que había solicitado en el CEP y la llevó a dar un paseo por la costa.
Sintieron que la perfumada brisa marina les llenaba los pulmones con las fragancias frescas del océano cuando el automóvil comenzó a serpentear por las carreteras paralelas a la Côte d'Opale hasta conducirlos a la Colonne de la Grande Armée, al norte de Boulogne-sur-Mer. Admiraron cogidos de la mano el monumento de mármol que se alzaba allí, leyeron en la inscripción que la obra se había construido en 1841 para homenajear los planes que elaborara Napoleón para invadir Gran Bretaña, y se quedaron disfrutando de la hermosa vista panorámica de la costa hasta Calais, el gran puerto francés perfectamente visible desde aquel punto. Como una pareja de novios, subieron también a los promontorios ventosos del Cap Gris-Nez y del Cap Blanc-Nez para apreciar el mar bravio que rompía abajo en la ladera escarpada, las manchas blancas de los peñascos de la costa inglesa dibujadas entre el azul oscuro del mar y el azul claro del cielo. Vieron la puesta del sol en la línea del horizonte, el astro anaranjado zambulléndose en el canal de la Mancha, y se hicieron apasionados juramentos de amor. Cuando el manto de la noche se extendió por la costa, subieron al coche y dieron media vuelta para regresar al Hôtel Boulogne. Se hacía tarde y tendrían que viajar esa misma noche hasta el hotel que habían reservado en Merville, dado que la licencia del capitán estaba a punto de acabarse y tenía órdenes de presentarse en la brigada por la mañana temprano.
Al entrar en la habitación del hotel, Agnès se sintió angustiada y frustrada por la brevedad de la licencia de su amante. Quería quedarse con él y se veía sometida a las cadenas de un matrimonio que no deseaba y de una guerra que temía.
—¿Qué pasa,
mon petit choux
? —se preocupó Afonso, solícito. Se sentó a su lado, le enjugó las lágrimas y le preguntó en portugués—: ¿estás mosca?
—
C'est quoi, ça
! —dijo saber Agnès, sin entender la pregunta.
Afonso le tradujo lo que le había dicho y la francesa apoyó la cabeza en su hombro.
—Estoy aterrorizada —dijo y sollozó—. Te quiero, Alphonse, pero tengo miedo de sufrir, de sufrir mucho, ¿sabes?
El capitán la besó varias veces.
—Pero yo nunca te haría daño, mi flor.
—No digas, eso, hacerme daño no depende de ti sino de Dios. ¿Entiendes? —Sollozó y dejó que las lágrimas corriesen por su rostro, ahora abundantes—. No depende de ti.
Afonso la atrajo hacia sí y la abrazó con más fuerza.
—Pero ¿qué te ocurre? ¿Qué tienes?
—Me ocurre, Alphonse, que vivo aterrorizada con la posibilidad de que te ocurra lo mismo que le sucedió a Serge —dijo. Se sonó—. Tengo miedo de volver a pasar por lo que pasé hace tres años, de volver a sentirme perdida —continuó con un sollozo—. No sé quién sufre más, si el que va a la guerra o la que lo espera. Es algo…, algo difícil de definir, un sufrimiento, una ansiedad, una inquietud… Es terrible, terrible, sobre todo para quien vive esto por segunda vez.
No pronunció la palabra «muerte», seguramente debido al temor supersticioso de que la simple mención acarrease mala suerte, pero el capitán no tenía dudas sobre la naturaleza de los miedos de Agnès. La baronesa no lo quería perder y la angustiaba la inminencia de la hora de separarse, sufría por el comienzo de una semana más de sobresalto, de la ansiedad de la espera, de abatimiento cuando oía rugir con más fuerza los cañones, de incertidumbre en cuanto a la seguridad de su amante. Él mismo sabía que existía la posibilidad de no estar vivo dentro de poco tiempo, pero no podía hacer nada salvo aprovechar todos los instantes, saborear cada momento, vivir el presente, aferrarse a lo que la vida le daba. Abrazó un largo rato a su amante.
Cuando ella al fin se calmó, se levantó y fue a ordenar las cosas. Cerrar la maleta resultó, sin embargo, una tarea más complicada de lo previsto debido a un problema con la cerradura. Afonso comenzó a echar pestes y a dar puñetazos en el cuero. En medio del esfuerzo, oyó a Agnès chapurrear un portugués afrancesado.
—
Tu es mosca
? —preguntó.
Afonso se rio y volvió a abrazarla. El abrazo se transformó en voluptuosidad y, minutos después, se amaban con fervor, gimiendo y respirando con suspiros jadeantes, navegando el uno en el otro, dando y recibiendo, los sentidos despiertos y embriagados.
Toc-toc-toc
. Unos golpes en la puerta rompieron el hechizo, aunque intentaron ignorar la interrupción y volver a concentrarse en sí mismos, regresando al mar de su pasión.
Toc-toc-toc
. Así no podía ser. Los nuevos golpes obligaron a Afonso a saltar irritadamente de la cama. Agnès se apoyó en la almohada, envuelta en la sábana, mientras el capitán se puso rápidamente el albornoz y, avanzando sobre las ropas desparramadas por el suelo, fue a ver quién era. Abrió la puerta con irritada brusquedad y sintió que se le helaba la sangre y se le paraba el corazón.
Era el barón Jacques Redier.
—¿Está mi mujer?
—Eh… ¿Perdón?
El barón lo empujó, entró en la habitación y encaró a Agnès, tumbada en la cama, cubierta por la sábana. El francés se puso rojo de furia, pero se contuvo.
—Agnès, vamos a casa.
La baronesa, con los ojos desorbitados, miró a su marido.
—¡Jacques!
—Vámonos, anda.
Afonso se acercó a la cabecera de la cama, preparado para defender a Agnès en caso de necesidad.
—Señor barón —dijo el capitán—. Lamento que haya descubierto todo de esta forma, es realmente…
—No quiero saber nada de sus opiniones. Haga el favor de no volver a dirigirme la palabra —interrumpió el barón sin mirarlo—. Vámonos, Agnès.
La francesa vaciló, pero acabó decidiéndose. Se levantó de la cama, protegiendo su cuerpo con la sábana, cogió sus ropas y se encerró en el cuarto de baño sin decir palabra. Se impuso en la habitación un silencio embarazoso, y Afonso y Redier evitaron mirarse. El portugués, sin entender aún lo que pretendía hacer Agnès, aprovechó para ponerse rápidamente el uniforme, que estaba desparramado por el suelo.
Minutos después, Agnès reabrió la puerta del cuarto de baño y reapareció ya vestida. Se dirigió a Afonso y sonrió débilmente.
—Disculpa, Alphonse, pero tengo que irme.
Afonso sintió que le daba un vuelco el corazón.
—No lo puedo creer —murmuró—. ¿Te vas con él?
—Disculpa. Tiene que ser así.
—Pero ¿por qué?
—Él es mi marido.
Afonso meneó la cabeza, angustiado, sintiendo que se le aflojaban las piernas.
—Pero tú no lo amas. ¿Cómo puedes hacer eso?
—Disculpa.
Agnès dio media vuelta, cabizbaja, cogió su maleta y se dirigió hacia la puerta. Afonso la aferró por el brazo, desesperado.
—No. No dejo que te marches.
El barón intervino, intentando apartarlo.
—Mi estimado señor, cuide sus modales —dijo Redier—. ¿No ha oído lo que ha dicho mi mujer?
Afonso volvió la cara hacia él y después hacia ella. Se sintió derrotado y la soltó. Redier cogió a Agnès por el codo y la sacó de la habitación. La francesa volvió a mirar hacia atrás, con los ojos tristes, perdidos, suplicantes.
—Disculpa, Alphonse. Adiós.
Las horas siguientes fueron difíciles para Afonso. Se quedó en un primer momento pegado a los cristales de la ventana de la habitación. Observó cómo el barón se llevó a Agnès hasta su Renault amarillo y cómo el sedán desaparecía por las callejuelas apenas iluminadas de la ciudad. Cuando ella se fue, se sintió vacío. Se quedó largo rato sentado en la cama, deprimido, angustiado. Sintió que la habitación aumentaba su sensación de claustrofobia y decidió salir a la calle.
Deambuló por Boulogne en esa noche cerrada, sin rumbo ni dirección, pero no encontró la tranquilidad que buscaba, tenía el corazón oprimido y hasta dificultades para respirar. Se sintió solo. La soledad se abatió sobre sí como un manto sofocante, como una puerta que se cierra en la prisión, como el sol que se esconde en invierno. Por más que intentase distraerse, no lograba dejar de pensar en ella. Agnès le llenaba la mente, su rostro lo invadía, le dolía su recuerdo. Le hacía daño la manera en que se había marchado, casi sin vacilar, obediente a su marido, olvidando la comunión que ambos habían sentido, o creyeron sentir. Pensó que necesitaba hacer algo con urgencia y, casi inconsciente, se echó a correr, corrió como un niño, temerario, sin propósito visible, corrió por correr, para cansarse, para agotarse, para olvidar. Pero el dolor no se mitigaba. Aun sin aliento, con los músculos pesados, los pulmones jadeantes, aun así ella seguía presente.
Volvió a la habitación y acabó de meter las cosas en la maleta. Encontró algunas prendas de ropa de Agnès, perdidas entre las sábanas, y las olió, nostálgico. Cuando terminó de ordenarlo todo, cogió la maleta y abrió la puerta. Echó una última mirada a la habitación, recordando la felicidad que había vivido allí, extrañado ante la súbita mudanza que se había dado en aquel recinto, antes tan colmado, tan feliz y lleno de vida, ahora vacío, muerto, insoportablemente triste, tremendamente desolado. No hay duda, pensó, son las personas las que hacen los lugares. Aquella habitación, que le parecía tan hermosa y alegre cuando la compartía con Agnès, se le presentaba ahora sombría, deprimente. Tal como años antes con Carolina, se daba cuenta de que valoraba más a Agnès ahora que no la podía tener, ahora que ella se había ido. La diferencia, sin embargo, era que aquella vez siempre había sabido que la amaba, le daba valor, la sentía insustituible, única, y su ausencia lo dejaba devastado. Cerró la puerta de la habitación y se arrastró por el pasillo, cabizbajo. Bajó las escaleras y fue hasta la recepción, pagó la cuenta y salió a la calle. Subió al Hudson, puso el motor en marcha y se fue.
Se dirigió hasta el Metropole, el hotel de Merville que había reservado para pasar esa noche con Agnès. Incluso consideró la posibilidad de no ir a dormir allí, le resultaría penoso estar solo en la habitación después de todos los planes que proyectaron juntos. Pero la verdad es que no había previsto ningún otro alojamiento, por lo que no tendría más remedio que ir al hotel. Entró en el edificio, rellenó su ficha de pasajero, cogió la llave y subió a la habitación.
Tal como había previsto, la noche fue larga y difícil. Dio vueltas y más vueltas en la cama, intentó distraerse, pensar en otras cosas, fantasear con otras mujeres, pero Agnès le llenaba el pensamiento, no había cómo huir de ella. Repetidas veces se dijo a sí mismo que tenía que dormir, tenía que aprovechar mientras estaba en la retaguardia, al día siguiente iría a las trincheras y pasaría una semana sin poder casi pegar ojo, pero era en vano, su pensamiento volvía siempre a lo mismo. Recapituló todas las conversaciones que habían entablado juntos, todo lo que ella le dijo, todo lo que habían compartido, intentó meterse en su cabeza y adivinar su raciocinio y sus sentimientos. En algunos instantes desesperaba, convencido de que la había perdido para siempre. En otros se llenaba de esperanza, creyendo que ella volvería. Se interrogaba todo el tiempo sobre lo que él mismo debería hacer. ¿Debería buscarla? ¿Debería esperar? ¿Debería escribirle? ¿Cómo hacer que lo echase de menos? ¿Qué hacer? Mil interrogaciones cruzaron su espíritu, mil dudas, mil certidumbres, mil angustias. La cabeza le hervía de ideas, buscaba soluciones, analizaba decisiones, proyectaba planes, ensayaba opciones e imaginaba emocionantes discursos, palabras hermosas y arrebatadoras a las que ella no se resistiría.
A las cuatro de la mañana, agotado y desanimado, se levantó y fue a afeitarse. Tenía que presentarse en el acantonamiento para preparar la partida hacia la zona del frente. No le quedaba mucho tiempo. Se puso el uniforme, cogió la maleta y salió. Sentía los ojos cansados, pesados, ardiendo de sueño, como consecuencia de la noche que no había podido dormir. Bostezó. Recorrió lentamente el pasillo, bajó con indolencia las escaleras y se apoyó casi desfalleciente en el mostrador de la recepción.
—
L'addition, s'il vous plaît
—pidió.
El recepcionista, también medio soñoliento, fue a buscar el libro de los gastos para hacerle la cuenta.
—¿Cuál es su habitación?
—La 106 —respondió Afonso, extendiendo negligentemente la llave.
El empleado cogió la llave y se volvió hacia el mueble para colocarle en la casilla correspondiente. Vio un papel en la de la habitación 106. El hombre lo cogió y después lo consultó fugazmente.
—Ah,
monsieur
—exclamó—. Ya me olvidaba. Hay una señora en la sala de estar que lo espera.
El sueño se desvaneció en un instante.
—¿Una señora?
—Sí, llegó hace una hora para hablar con usted. Le dije que tenía órdenes de no despertar a nadie a esa hora, por lo que ella se fue a la sala de estar. Me pidió que lo avisase cuando bajara.
Afonso soltó la maleta y caminó rápidamente hacia la sala de estar, se aceleraron los latidos de su corazón, ansioso y excitado. Abrió la puerta del salón y vio un bulto tumbado en un canapé, dormitando. Era Agnès.
—Agnès —dijo—. Agnès.
Ella se estremeció y abrió los ojos.