—¡Y claro que lo sé, hombre!
Todos sabían lo que era pensar en las trincheras, durante las largas horas que pasaban esperando, hechas de puro hastío, y a lo largo de los interminables minutos de bombardeo, consumidos en el puro horror. Nadie ignoraba que había una elevada posibilidad de no salir vivos de Francia, o de salir mutilados e inválidos, y que el tiempo huía, era escaso. ¿Cómo pasar por encima del hecho de que tal vez nunca llegarían a experimentar las cosas buenas de la vida, de que posiblemente les robarían la juventud en el lapso de pocos días, de que se les quebraría eventualmente el futuro por una bala traicionera o por una esquirla perdida? En las trincheras, el sexo era una obsesión universal, siempre presente en el lenguaje de los hombres, nunca olvidada en la mente, en los gestos, en la memoria y en el deseo. Había que aprovechar mientras era posible, mientras estaban vivos y con el cuerpo entero, mientras tenían fuerzas para aferrarse a la vida como quien abraza a su madre. Todos habían visto a demasiados amigos segados, nadie quería morir virgen. Pero lo cierto es que sólo los oficiales disponían de oportunidades genuinas de conseguir verdaderas novias francesas. A los soldados, entorpecidos por el frío y el hambre, embrutecidos por la guerra y siempre ocupados escondiéndose en las trincheras o empeñados en trabajos de fortificación en la retaguardia, les quedaba generalmente el amor comprado en una cama gastada de un burdel cualquiera. Los que llegaban vírgenes de Portugal se ocupaban deprisa del asunto en el prostíbulo o en un corral con una campesina más arisca o necesitada de dinero, no fuesen los alemanes a anticiparse y a privarlos de disfrutar de aquel fruto hasta entonces prohibido. Y hasta los muchos que ya practicaban el sexo desde antes, por estar casados o por haber encontrado mozas que no temían pecar antes del matrimonio, no se privaban de los goces de la carne siempre que se ofrecía la oportunidad, aunque a cambio de unos francos ofrecidos en un rincón oculto de unas ruinas miserables, temiendo también que les quedase poco tiempo para disfrutar de aquel placer efímero.
Pasaron tres horas en la cola de Le Drapeau Blanc y finalmente llegó el turno de los cuatro portugueses. El primero en avanzar fue, como era natural, Baltazar,
el Viejo
, veteranía
oblige
. Era un hombre casado y padre de una chica y dos niños. Su piel tenía unas arrugas prematuras para quien tenía sólo treinta y siete años, arrugas nacidas del adelgazamiento forzado en las trincheras, del aire seco de la sierra donde vivía y de la dura vida de quien estaba habituado a seguir a los rebaños en largos recorridos por los montes, pero todo eso no le impidió entrar con entusiasmo y excitación anticipada en la habitación oscura que se le abría.
Después fue el turno de Matias,
el Grande
. Se abrió la puerta de uno de las habitaciones, de donde salió un escocés ajustándose el cinturón del
kilt
verde. El
jock
guiñó el ojo y soltó un confuso «
your turn, lad
!» cuando pasó frente a Matias, que salió de la cola y avanzó, abrió la puerta, escuchó un «
entrez
» femenino, traspasó la entrada y, deteniéndose, vio a una mujer morena y delgada lavándose en una palangana al lado de la cama deshecha. La habitación estaba iluminada por una bombilla sobre la mesa de noche y la luz amarillenta que proyectaba sombras fantasmagóricas sobre las paredes. Cerró la puerta, se acercó a una silla, comenzó a quitarse el abrigo de cabritilla, pero la mujer lo interrumpió: «
Seulement les pantalons
». Entendió que bastaba con quitarse esa prenda y los calzoncillos, no valía la pena quitarse lo accesorio. Mientras tanto, la mujer volvió a la cama y se abrió de piernas: «
Viens ici
!». Él avanzó sin preámbulos, ella lo recibió húmeda, él entró. «
Vite! vite
!», insistió ella sin simular siquiera una respiración jadeante, él lo hizo
vite
, pero aún tuvo tiempo de palparle las nalgas y los senos, el cuerpo adquirió cadencia, el ritmo se hizo creciente, se volvió incontrolable, sintió el estallido, se estremeció de placer, el momento se prolongó, después los músculos comenzaron a relajarse, el enorme cuerpo se fue distendiendo y calmando, despacio, despacio, disminuyeron los latidos del corazón, ella aguardó un instante pero no tardó en hacer un gesto de impaciencia, él despertó de su sopor, casi chocado por aquella prisa, salió de ella con una lentitud disgustada, ella se levantó, se dirigió a la palangana y, mientras la mano izquierda buscaba agua, la mano derecha apuntaba a la mesa: «
dix francs
». Él se puso los calzoncillos y el pantalón, sacó dinero del bolsillo y contó diez francos, los dejó en la mesa al lado de las otras monedas y billetes ya amontonados allí: «
Merci, mademoiselle, très bonne
». Salió ajustándose el cinturón. Le guiñó el ojo al
tommy
inglés que aguardaba su oportunidad y dijo: «Te toca, gringo».
Habían pasado cinco minutos.
Se lanzaron una mirada cómplice, divertidos por la reacción de Tim ante el extraño cuadro y su precipitada ida a la habitación, pero la mirada se prolongó y, cohibidos, Afonso y Agnès recorrieron la sala con los ojos, buscando nuevos motivos de interés. Ya no tenía sentido seguir prestando atención a la original pintura de Delaunay y ambos tuvieron que contentarse con quedarse observando las llamas que crepitaban en la chimenea: la lumbre ya se veía muy tenue, lamiendo con suavidad la leña carbonizada que se amontonaba en una mezcla negra y caliente, las pequeñas llamitas incandescentes aisladas en aquella masa inerte como gotas de lava que brillasen sobre el carbón, como lágrimas de oro de la madera en su postrero soplo de vida.
—Me encanta conversar —dijo ella finalmente, volviendo a balancearse en la mecedora—. Mi marido es un hombre de pocas palabras, y eso me deja un poco frustrada, así que su presencia aquí significa un rayo de luz que ilumina mi soledad.
—Quien la oyese diría que no es feliz —comentó Afonso.
El capitán se levantó del canapé y se acercó a la chimenea, dando la espalda a su anfitriona, no quería enfrentarla, se sentía turbado e inhibido. Cogió la vara de hierro y empujó la leña junto al cascajo, atizando la llama moribunda. Volaron algunas chispas por el aire, que soltaron chasquidos secos, y las llamas crecieron con fulgor, atrevidas y orgullosas.
—
Ça vous amuse, le feu
… —observó la baronesa.
—
Oui, vraiment
.
—En la época de Luis XVI había un estilo delicioso de cultivar la convivencia. —Suspiró Agnès—. Las personas tenían en aquel entonces el elegante hábito de enviar invitaciones en las que se leía, simplemente: «
On causera
», conversaremos.
Afonso removió de nuevo la leña de la chimenea, reavivando definitivamente el fuego, que volvió con fulgor moderado. El capitán se apartó, admirando su obra. Dándose finalmente por satisfecho, se limpió las manos con unas palmadas rápidas para quitarse el polvo, se incorporó y se sentó otra vez en el canapé de haya.
—No ha respondido a mi pregunta…
—¿Cuál?
—¿Se siente infeliz?
—No es exactamente infeliz —explicó la baronesa, pensativa—. Me siento sola, vacía, aislada. Tengo nostalgia de París.
—¿Vivió en París?
—
Oui
.
—Entonces, ¿qué está haciendo aquí?
—Es una larga historia.
—Me gustan las historias largas.
—¿Realmente quiere escucharme?
—No estoy aquí para otra cosa.
La baronesa sonrió.
—Debe saber,
mon chère
Alphonse, que nací en Lille —dijo.
Durante diez minutos, le contó la historia de su infancia y todos los detalles sobre la familia, la tienda de vinos de su padre, Serge y el barón Redier. En este punto, Afonso comprobó que Agnès lo observaba, vacilante, como si estuviese considerando si valía o no la pena añadir algo más. Se decidió.
—¿Sabe que él era parecido a usted?
—¿Quién?
—Serge.
—¿Ah, sí? —se sorprendió Afonso.
—En la mirada, en la sonrisa, pero no sólo en eso, hay algo más en usted que me recuerda a Serge, no lo sé, tal vez cierto espíritu, cierta manera de estar, ese aire soñador —dijo, y fijó la vista en el portugués, en una actitud contemplativa, sus ojos verdes con un brillo intenso—. ¿Y usted? ¿Se ha casado?
—Non —dijo, meneando la cabeza.
—¿No tiene a nadie que lo espere? —preguntó—.
Une petite amie, peut-être
?
—Non.
Agnès volvió a bajar los ojos.
—¿Sabe? Yo, en realidad, me casé con Jacques porque me sentía sola, desamparada, y él apareció cuando me hacía más falta, tendiéndome su mano en aquel momento de mayor fragilidad, cuando el mundo se derrumbó y dejó de tener sentido. Fue el faro que me guio en la tormenta, la luz que me trajo hasta un puerto seguro. En resumidas cuentas, me casé, en cierto modo, por gratitud. —Hizo una pausa—. Fue un error.
—¿Hoy habría actuado de otro modo?
—Sí, sin duda. Si fuese hoy, me quedaría en París y acabaría la carrera, costara lo que costase. —Suspiró—. Pero la vida es así y las decisiones, bien o mal, ya han sido tomadas.
—Por lo que me dice, debo suponer que no tiene ningún amor en su vida.
—Se equivoca. Tengo un gran amor.
—¿Sí?
—Sí. La medicina.
—Ah, está bien —exclamó Afonso, aliviado.
—¿Sabe lo que me apasiona de la medicina?
—No.
Agnès alzó dos dedos.
—Esencialmente dos cosas —explicó—. En primer lugar, y como ya le dije, mantengo desde niña una fascinación por Florence Nightingale, me parece algo extraordinario ayudar a los demás cuando están enfermos, atenuar su sufrimiento. Eso me llevó al campo de la salud. En segundo lugar, creo que pesó mucho el gusto por la ciencia que adquirí cuando visité la Exposición Universal de París en 1900.
—Ya me he dado cuenta de que le gusta el aspecto científico de la medicina…
La baronesa adoptó una actitud pensativa.
—Sí, es eso. A pesar de ser una persona moderadamente religiosa, sé que, en la vida, no podemos estar siempre esperando el auxilio divino, Dios ayuda a quien se ayuda a sí mismo. Los que no entienden eso no entienden nada de la vida. Lo cierto es que, durante mucho tiempo, nuestros antepasados no comprendían esa simple verdad y sufrieron mucho por el exceso de confianza en la intervención divina. ¿Sabe, Alphonse? Antiguamente la medicina estuvo asociada a la superstición, los antiguos creían que las dolencias provenían de la acción de los espíritus malignos. En el Neolítico, por ejemplo, llegaban a hacer agujeros en el cráneo de los pacientes para expulsar a esos espíritus, fíjese.
—¿Y los curaban?
Agnès se rio.
—Claro que no. Con esos métodos,
mon chère
Alphonse, es evidente que los enfermos morían del remedio, no de la enfermedad. Pero después, pasado este periodo rudimentario, la ciencia empezó a avanzar gradualmente. A la par de los hechizos surgieron procedimientos pragmáticos y racionales para tratar enfermedades fácilmente diagnosticables o para prevenir la aparición de otros males. La Biblia, por ejemplo, está repleta de instrucciones en cuanto a la higiene, en cuanto a la necesidad de mantener a enfermos en cuarentena y en cuanto a la obligación de desinfectar los objetos tocados por los enfermos. Pero el gran paso, la ruptura de la medicina con la religión y la superstición, se dio en Grecia. Supongo que, gracias a sus estudios clásicos, sabe lo que ocurrió en este periodo…
—Lamentablemente conozco poco de medicina. Me acuerdo de que los filósofos griegos consideraban que los enfermos eran víctimas de desequilibrios del cuerpo.
—Pues los griegos aportaron realmente una posición nueva. Las más famosas escuelas de Medicina de Grecia estaban situadas en Knidos o en Kos. Fue en Kos donde nació Hipócrates, considerado el primer médico moderno.
—¿El del juramento?
—Sí, el autor del famoso texto de ética médica, conocido como juramento de Hipócrates. Está claro que los griegos decían muchos disparates. Por ejemplo, creían que la salud dependía fundamentalmente de un equilibrio entre cuatro humores presentes en el cuerpo humano, sobre todo la sangre, la flema, la bilis negra y la bilis amarilla. Como resultado, los tratamientos que prescribían se limitaban a dietas, a vómitos forzados y a sangrías, procedimientos que se efectuaban supuestamente para reequilibrar los humores del cuerpo. Enfermizo, ¿no le parece?
—Pero mire que no hace mucho tiempo aun se hacían esos tratamientos. Mi padre me contó que, cuando era pequeño, lo sangraban siempre que caía enfermo. Decían que era para reequilibrar los humores y eliminar los venenos.
—Sí, los tratamientos prescritos por los griegos se mantuvieron válidos hasta el siglo pasado, fíjese, aunque estas ideas comenzaron a replantearse en el siglo XVIII.
—Por tanto, la medicina no evolucionó tampoco con los griegos…
—No —dijo Agnès, sacudiendo la cabeza—. La medicina evolucionó con los griegos, dado que fue entonces cuando, por primera vez, se estableció que las enfermedades no derivaban de acontecimientos sobrenaturales, sino que tenían una explicación física. Hasta ese tiempo, se encaraba a los enfermos como pecadores castigados por los dioses o como gente poseída por demonios, idea que los griegos combatieron. El problema es que la medicina entró en retroceso en la Edad Media, dominada por el oscurantismo del que no se cansaba de hablar mi antiguo profesor de Anatomía. Los textos griegos entraron en el mundo árabe y regresaron a Occidente en mano de los monjes benedictinos, que tradujeron al latín los documentos árabes y así adquirieron conocimiento de lo que habían escrito Hipócrates y los demás médicos griegos. El atraso fue tal que las escuelas de Medicina no surgieron hasta el siglo XII, y hubo que esperar al Renacimiento para que finalmente se comenzase a estudiar el cuerpo humano. Y en ese momento sí se dio de verdad una gran evolución. Se descubrió que las enfermedades surgían de microorganismos, se entendió que la sangre circulaba y, en fin, se volvieron más comprensibles el cuerpo humano y sus funcionamientos y patologías.