Islas en la Red (38 page)

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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Islas en la Red
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—¡No lo haré!

—¡Soy el diablo en una catedral! ¡Vitrales por todas partes, pero yo con el rayo bajo la punta de cada dedo! Soy el filo de la navaja, la voz de la destrucción, van a reventar a cada hombre negro en esta ciudad buscándonos y van a joder su maldita justicia social multirracial, ¡quiero decir el
caosl
—Le estaba chillando—. ¡No quedará piedra sobre piedra! ¡Ni una tabla en pie, ni un cristal intacto! —Danzó por la habitación, agitando los brazos, pateando la basura bajó los pies—. ¡Fuego y destrucción! ¡Trueno! ¡Puedo hacerlo, muchacha! ¡Es fácil! Tan fácil…

—¡No! ¡Nadie tiene que morir!

—¡Es grande! ¡Y grande! ¡Una gran aventura! ¡Es glorioso! Tener todo el poder en ti y dejarlo escapar de entre tus dedos, ¡ésa es la vida del guerrero! ¡Eso es lo que tengo, en este momento, aquí, y vale más que cualquier otra cosa, lo vale todo!

—¡No, no es cierto! —gritó ella—. ¡Es una locura! Nada es fácil, uno tiene que meditarlo muy detenidamente…

Él se desvaneció delante de sus ojos. Fue rápido y simple. Dio una especie de salto de costado, como si hubiera engrasado su cuerpo para deslizarse a través de un agujero en la realidad. Y desapareció.

Laura se levantó de su silla, con las piernas aún un tanto débiles, con un dolor detrás de las rodillas. Miró cuidadosamente a su alrededor. Silencio, el sonido del polvo posándose, el húmedo y cálido olor de la basura. Estaba sola.

—¿Sticky? —dijo. Las palabras cayeron en el vacío—. Vuelva, hábleme.

Un susurro de presencia humana. Tras ella, a su espalda. Se volvió, y allí estaba.

—Es usted una niña tonta —dijo él—. La
madre
de alguien. —Chasqueó los dedos debajo de su nariz.

Ella intentó apartarle de un empujón. Él aferró su cuello con celérea velocidad.

—Adelante —canturreó—, simplemente respire.

8

Una brisa monzónica azotó su aire. Laura miró por encima de la ciudad desde el tejado del almacén Rizome. La Red era una tela de araña rota. Nada de teléfonos. La televisión cortada, excepto un único canal de emergencia del gobierno. Laura sentía el muerto silencio eléctrico en sus huesos.

La docena de asociados Rizome estaban todos en el tejado, comiendo malhumorados sus desayunos de algas y kashi. Laura se frotó nerviosamente su desnuda muñeca sin relófono. Debajo de ella, a tres pisos de distancia, junto a los muelles de carga, una pandilla de anti Laboristas practicaban su Tai Chi Chuan matutino. Movimientos suaves, lánguidos, hipnóticos. Nadie los dirigía, pero se movían al unísono.

Habían erigido barricadas en las calles, con sus triciclos de bambú cargados con sacos robados de cemento y caucho y café en grano. Desafiaban el alto el fuego, la repentina y draconiana declaración de ley marcial del gobierno, que se extendía sobre Singapur como una sábana de plomo. Las calles eran ahora del ejército. Y el cielo también… Altas nubes monzónicas sobre el matutino mar de la China Meridional, un sugestivo resplandor tropical como rizada seda gris. Contra las nubes, las recortadas siluetas de libélula de los helicópteros de la policía.

Al principio, los antilaboristas habían afirmado, como antes, que estaban «observando para los derechos civiles». Pero a medida que más y más de ellos se reunían en el transcurso de la noche del 14, la excusa se había ido desvaneciendo. Habían entrado violentamente en almacenes y oficinas, rompiendo cristales, levantando barricadas en las puertas. Añora los rebeldes hormigueaban por el almacén Rizome, apropiándose de todo lo que consideraban que podía serles útil…

Había centenares de ellos a todo lo largo de la zona de los muelles, jóvenes radicales de ojos viperinos con cintas color rojo sangre en las cabezas y arrugadas ropas de papel, llevando mascarillas quirúrgicas desechables para ocultar sus identidades en los vídeos de la policía. Agrupándose en las esquinas, intercambiando elaborados apretones de mano rituales. Algunos de ellos murmurando en walkie-talkies de juguete.

Se habían reunido deliberadamente allí. Algún tipo de plan de contingencia. Los muelles de la laguna Este eran su fortaleza, su territorio natural.

Los muelles se habían visto deprimidos durante años, medio abandonados por los embargos globales infligidos a Singapur. El poderoso sindicato de estibadores había protestado con creciente amargura a los dirigentes del PIP. Hasta que el molesto sindicato se había visto simple y eficientemente desempleado, como un acto deliberado, por una fuerte inversión del gobierno en robots industriales.

Pero, con los embargos, incluso los robots permanecían ociosos la mayor parte del tiempo. Era por ese motivo que Rizome había conseguido comprar barato el almacén. Resultaba difícil que Singapur rechazara una oferta como aquélla: aunque supiera que las intenciones de Rizome eran políticas, una cabeza de puente industrial.

El ataque del PIP contra el sindicato, como la mayor parte de sus acciones, fue hábil, previsora y despiadada. Pero nada de ello había funcionado de la forma planeada por el gobierno. El sindicato no se había roto, sino que se había combado, retorcido, mutado y extendido. De pronto habían dejado simplemente de pedir trabajo, y habían empezado a exigir un ocio permanente.

Laura podía verlos ahora allá abajo, en las calles. Unos pocos eran mujeres, unos pocos hombres viejos, pero en su mayor parte eran clásicos jóvenes alborotadores. Había leído en una ocasión, en alguna parte, que el noventa por ciento de los estragos del mundo eran cometidos por nombres entre los quince y los veinticinco años. Ahora estaban etiquetando las paredes y las calles con eslóganes nítidamente pintados: «¡diversión para siempre!»… «¡trabajadores del mundo, relajaos!»

Los Rechazados de Razak, con sus barrigas llenas de comida bacteriana barata. Llevaban años viviendo de casi nada, durmiendo en los almacenes abandonados, bebiendo en las fuentes públicas. La política llenaba sus días, una elaborada ideología tan retorcida como una religión.

Como la mayor parte de los singapurianos, eran fanáticos de los deportes. Día tras día se reunían en sus educadas y miserables hordas y se mantenían en forma con sano ejercicio. Excepto que en su caso ese ejercicio consistía en combate sin armas…, un deporte muy barato, que no requería más equipo que el cuerpo humano…

Se los podía reconocer en las calles por la forma en que andaban. Las cabezas altas, los ojos velados con esa calmada expresión del kárate que procedía del conocimiento de que eran capaces de romper cualquier hueso humano con sus manos desnudas. Eran inútiles y orgullosos, aceptaban lánguidamente cualquier ayuda que les ofreciera el sistema, pero sin mostrar nunca nada parecido a la gratitud. Legal y constitucionalmente hablando, era difícil de decir por qué no debía permitírseles no hacer nada…, excepto, por supuesto, que esto era un golpe al corazón mismo de la ética industrial.

Laura abandonó el parapeto. El señor Suvendra había improvisado con una percha una antena para su televisión a baterías, y ahora estaban esforzándose en captar una emisión de Johore. La imagen parpadeó y cobró vida de repente, y todo el mundo se apiñó en torno del televisor. Laura se abrió camino con los hombros entre Alí y la joven sobrina de los Suvendra, Derveet.

Noticias de emergencia. La fuente de esperanza era un locutor maphilindonesio que hablaba en malayo. La imagen era imprecisa. Era difícil decir si era un simple fallo de recepción o una deliberada interferencia de Singapur.

—Está hablando de invasión —tradujo hoscamente Suvendra—. A Viena no le gusta este estado de emergencia: ¡lo llaman un golpe de estado, sí!

Una joven periodista con un
chador
musulmán de gasa gesticuló ante un mapa de la península de Malaca. Frentes de tormenta de feo aspecto mostraba el índice de ataque potencial de los aviones y barcos singapurianos. Una mujer del tiempo para la guerra, pensó Laura.

—Definitivamente, Viena no puede lanzar una invasión contra todo eso, no…

—¡Las Fuerzas Aéreas de Singapur están volando hacia Nauru, para proteger los puntos de lanzamiento!

—¡Espero que sus láseres gigantes no estén golpeando a sus propios colegas en órbita!

—Esos pobres individuos de las pequeñas islas del Pacífico, ¡deben de lamentar amargamente el día que empezaron como estados-clientes de Singapur!

Pese a las terribles noticias, la televisión alegraba a todos. La sensación de contacto con la Red había derramado una rápida y agitada sensación de comunidad sobre todos ellos. Formando un semicírculo, hombro contra hombro delante del televisor, formaban algo muy parecido a una sesión del consejo de Rizome. Suvendra lo captó también…, alzó la vista con su primera sonrisa en horas.

Laura permanecía en un discreto silencio. El grupo todavía estaba resentido con ella por su anterior desaparición. Había salido corriendo para ponerse en contacto con David, y había vuelto inconsciente en un taxi. Les había hablado de su encuentro con Sticky. Su primer pensamiento había sido informar al gobierno…, pero el gobierno tenía ya todas las noticias. Las pistolas a resorte, las pellas, las minas…, el primer ministro en funciones, Jeyaratnam, lo había anunciado todo por televisión. Había advertido a la población…, y había hecho que todo el mundo se encerrara en sus casas.

Suvendra dio una palmada.

—¿Sesión del consejo?

Un joven asociado retiró la televisión hacia un extremo del tejado. El resto unió sus manos y cantó brevemente una canción Rizome, en malayo. En medio del amenazador silencio de la ciudad, sus voces alzadas hicieron bien. Casi consiguieron que Laura olvidara que Rizome Singapur era ahora un puñado de refugiados que se escondían en el tejado de su misma propiedad…

—A mi modo de ver —dijo Suvendra seriamente— creo que hemos hecho todo lo que hemos podido. El gobierno ha dictado la ley marcial, ¿no? La violencia se acerca, ¿no? ¿Piensa alguno de nosotros luchar contra el gobierno? ¡Levanten las manos los que piensen así!

Nadie votó por la violencia. Ya habían votado con los pies…, corriendo escaleras arriba para eludir a los rebeldes.

—¿Salir a mar abierto? —sugirió esperanzadamente Derveet.

Miraron por encima de la línea de muelles: los buques de carga automatizados, las gigantescas grúas inactivas, los robots de carga desconectados por los estibadores antilaboristas que se habían apoderado de los sistemas de control. En alta mar se veían los blancos chorros de espuma levantados por los hidroalas de la marina que patrullaban la zona.

—Esto no es Granada. No van a dejar marchar a nadie —dijo el señor Suvendra con un toque de irrevocabilidad—. Dispararán contra nosotros si lo intentamos.

—Estoy de acuerdo —dijo Suvendra—. Pero podemos pedir ser arrestados. Por el gobierno.

Los demás adoptaron expresiones hoscas.

—Aquí somos radicales —dijo Suvendra—. Somos demócratas económicos en un régimen autoritario. Lo que pedimos es la reforma de Singapur, pero las posibilidades se han ido al garete. Así que el lugar más adecuado para nosotros en Singapur es la cárcel.

Un largo y meditativo silencio. El trueno del monzón resonó mar adentro.

—Me gusta la idea —dijo Laura mansamente.

Alí se tironeó del labio inferior.

—Al menos en la prisión estaremos a salvo de los terroristas vudú.

—También habrá menos posibilidades de que el ejército fascista nos dispare accidentalmente a propósito, sí.

—Debemos decidir por nosotros mismos. No podemos preguntar a Atlanta —señaló Suvendra.

Sus expresiones eran de desconsuelo. Laura tuvo una repentina inspiración.

—Atlanta…, posee una cárcel famosa. Martin Luther King estuvo allí.

Estallaron en una ansiosa discusión.

—Pero no vamos a sacar nada bueno de la cárcel, no.

—Sí, podemos sacar algo bueno. ¡Poner en un aprieto al gobierno! La ley marcial no puede durar.

—De todos modos aquí no hacemos nada bueno, si el Parlamento está en problemas.

Unos distantes gritos resonaron en las calles.

—Iré a mirar —dijo Laura, y se puso en pie.

Cruzó de nuevo el caliente y plano tejado hasta el parapeto. El ruido se hizo más fuerte: sonó una sirena de la policía. Por un momento lo vio, a tres manzanas de distancia: un coche patrulla rojo y blanco avanzando cautelosamente por un cruce desierto. Se detuvo delante de la irregular masa de una barricada callejera.

Alí se reunió con ella.

—Hemos votado —dijo—. La cárcel.

—De acuerdo. Estupendo.

Alí estudió el coche de la policía y escuchó.

—Es el señor bin Awang —dijo—. El M.P. malayo por Bras Basah. El miembro del Parlamento —aclaró.

—Oh, sí —dijo Laura—. Lo recuerdo de las audiencias.

—Habla de rendirse. Marchaos pacíficamente, volved con vuestras familias, dice.

Los rebeldes emergieron de las sombras. Avanzaron indolentes hacia el coche, perezosamente, sin ningún miedo. Laura pudo verles gritarle al parabrisas a prueba de balas, haciendo gestos al policía tras el volante…, da media vuelta, lárgate.
Verboten.
Territorio liberado…

La sirena montada sobre el techo berreó sus argumentos.

Uno de los chicos empezó a pintar con spray un eslogan en la capota. El coche patrulla emitió un furioso toque de sirena y empezó a retroceder.

De pronto, los chicos sacaron sus armas. Cortas y pesadas espadas, ocultas en camisas y pantalones. Empezaron a hachear furiosamente los neumáticos del coche patrulla y las bisagras de las puertas. Increíblemente, el coche se alejó, con torturados chirridos de metal audibles en manzanas a la redonda…

Laura y Alí gritaron sorprendidos. Los rebeldes estaban usando aquellos mortíferos machetes de cerámica, los mismos que ella había visto en Granada. Las largas hojas de alta tecnología que habían cortado un escritorio por la mitad.

Los otros rizomianos acudieron. Los rebeldes machetearon la capota y la arrancaron en segundos, y se dedicaron a destrozar eficientemente el motor. Arrancaron la portezuela con chirridos y golpes que torturaban los oídos.

Estaban haciendo pedazos el coche.

Sacaron a los asombrados policías y los dominaron a puñetazos. Sacaron también al miembro del Parlamento.

Pero entonces, repentinamente, un helicóptero estuvo encima de sus cabezas.

Cayeron latas de gas lacrimógeno, que envolvieron la escena en columnas de bruma que ascendían hacia el cielo. Los rebeldes se dispersaron. Un fornido estibador, que llevaba una máscara de buceo, alzó una pistola inmovilizadora robada a la policía y disparó una andanada hacia arriba. Alcanzó inofensivamente el vientre del helicóptero con escupitajos de estremecido plástico, pero el aparato retrocedió de todos modos.

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