Islas en la Red (33 page)

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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Islas en la Red
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Singha Pura significaba «Ciudad León». Pero nunca había habido leones en la isla de Singapur.

El nombre, sin embargo, tenía que tener algún tipo de sentido. Así que las leyendas locales decían que el «león» había sido un monstruo marino.

En el lado opuesto del Estadio Nacional de Singapur, un mar humano alzó sus tarjetas de colores y mostró a Laura su monstruo. El «león marino», en un brillante mosaico de cuadrados de cartón.

Fuertes y patrióticos aplausos de una apretada multitud de sesenta mil personas.

El león marino tenía el cuerpo largo y escamoso de un pez y la cabeza de león del viejo Imperio Británico. Tenían una estatua de él en el Parque del León Marino en la desembocadura del río Singapur. La cosa tenía diez metros de altura, un genuino híbrido monstruoso.

Este y Oeste —como felinos y peces— parecían destinados a no formar nunca pareja. Hasta que algún alma brillante simplemente cortó la cabeza del pez y clavó encima de su cuerpo la del león. Y allí estuvo: Singapur.

Ahora eran cuatro millones, y poseían los rascacielos malditamente más grandes de todo el mundo.

Suvendra, sentada al lado de Laura en las gradas, le ofreció una bolsa de papel con hojuelas de plátano. Laura cogió un puñado y bebió más zumo de limón. Los vendedores ambulantes del estadio ofrecían la mejor comida rápida que jamás hubiera probado.

Al otro lado del campo hubo otra agitación largamente practicada. Un enorme rostro sonriente esta vez, píxeles a base de tarjetas, demasiado grandes y toscos, como un mal gráfico de ordenador.

—Es su hombre del espacio que muestran por todos lados —dijo Suvendra, acudiendo en su ayuda. Era una mujer malaya bajita de cincuenta años bien cumplidos, con el pelo aceitado recogido en un moño y frágiles y protuberantes orejas. Llevaba un traje de verano amarillo, sombrero de tenis y un pañuelo Rizome al cuello. A su lado había un fornido eurasiático comiendo pipas de girasol y escupiendo cuidadosamente las cáscaras en una pequeña bolsa de basura de plástico.

—¿Su qué? —dijo Laura.

—Su hombre del espacio —repitió Suvendra—. Su cosmonauta.

—Oh, sí. —Así que ése era el astronauta singapuriano, sonriendo desde su casco espacial. Tenía el aspecto de una cabeza cortada y metida dentro de un televisor.

Un rugido desde el atardecer occidental. Laura se encogió ligeramente. Seis pterodáctilos negros mate cruzaron zumbando por encima del estadio. Unas cosas de feo aspecto. Reactores de combate de las Fuerzas Aéreas de Singapur, los pilotos de precisión, los Ángeles de Cromo o como quiera que se llamasen. Los chorros escupieron entrelazadas columnas de humo naranja desde las puntas de sus alas. La multitud saltó alegremente en pie, vitoreando y blandiendo sus programas.

Las Brigadas de Chicos y Chicas salieron al campo de fútbol, con camisetas rojas y blancas y pequeños gorros picudos. Se dispusieron en formación, agitando largas cintas ondulantes al extremo de largos palos. Asépticos escolares en desfile, de toda raza y credo, aunque nadie podría adivinarlo al contemplarlos.

—Están muy bien entrenados, ¿no? —dijo Suvendra.

—Sí.

Un enorme marcador vídeo se erguía en el extremo oriental del campo. Mostraba una transmisión en directo del acto, difundida por el Servicio de Televisión de Singapur. La pantalla parpadeó y ofreció un primer plano del interior del palco de celebridades del estadio. Las personalidades locales contemplaban a los chicos con esa expresión radiante y sentimental que los políticos reservan para los hijos de los votantes.

Laura los estudió. El tipo con el traje de lino era S. P. Jeyaratnam, el zar de las comunicaciones de Singapur. Un tamil con cejas como púas y la expresión vagamente untuosa de un sagrado estrangulador thug. Jeyaratnam había sido anteriormente periodista, y ahora era el hombre encargado de llevar a cabo las tareas desagradables o dudosas en nombre del Partido de Innovación Popular. Tenía talento para la invectiva. A Laura no le había gustado en absoluto tener que tratar con él.

El primer ministro de Singapur se dio cuenta de que estaba siendo enfocado por la cámara. Inclinó sus gafas de sol con el puente de oro hacia la punta de su nariz y miró por encima al objetivo. Hizo un guiño.

La multitud se dio codazos y rió regocijada.

Riendo también amigablemente, el primer ministro le murmuró algo a la mujer a su lado, una joven actriz china con el cabello peinado muy alto y una túnica dorada. La muchacha rió con practicado carisma. El primer ministro echó hacia atrás un mechón de su pelo que le caía sobre la frente. Hubo un destello de fuertes y jóvenes dientes.

El marcador vídeo abandonó las celebridades y se enfocó en las móviles piernas desnudas enfundadas en botas de una majorette.

Los chicos abandonaron el estadio entre cariñosos aplausos, y dos largas hileras de policía militar entraron en el terreno de juego. Cascos blancos con barboquejo, cintos Sam Browne blancos, uniformes caquis, brillantes botas. Los soldados se situaron frente a las gradas y empezaron una serie de complejos ejercicios con sus rifles, perfectamente acompasados.

—Kim tiene buen aspecto hoy —dijo Suvendra. Todo el mundo en Singapur llamaba al primer ministro por su nombre de pila. Se llamaba Kim Swee Lok…, o Lok Kim Swee, para sus colegas étnicos chinos.

—Hummm —dijo Laura.

—Está usted muy callada esta tarde. —Suvendra apoyó una mano como el contacto de una mariposa sobre el antebrazo de Laura—. Cansada aún del testimonio, ¿no?

—Me recuerda un poco a mi esposo —dijo bruscamente Laura.

Suvendra sonrió.

—Es un hombre bien parecido, su esposo.

Laura sintió un hormigueo de intranquilidad. Había volado a través de medio mundo a tanta velocidad…, el shock cultural había tenido extraños efectos colaterales. Algún rincón buscador de esquemas de su cerebro había puesto la directa. Había visto dependientas en Singapur con el rostro de estrellas pop, y policías callejeros que parecían presidentes. Incluso la propia Suvendra le recordaba de alguna manera a Grace Webster, su suegra. No tenían el menor parecido físico, pero las vibraciones estaban allí. Laura siempre se había llevado muy bien con Grace.

El practicado atractivo de Kim hacía que Laura notara una sensación peculiar respecto de él. Su influencia sobre aquella pequeña ciudad-Estado tenía una intimidad personal que era casi erótica. Era como si Singapur se hubiera casado con él. Su Partido de Innovación Popular había aniquilado a los partidos de la oposición en las urnas. Democrática, legalmente…, pero la República de Singapur era ahora esencialmente un Estado de un solo partido.

Toda la pequeña república, con su hormigueante tráfico y su alegre y disciplinada población, se hallaba ahora en manos de un genio visionario de treinta y dos años. Desde su elección como miembro del Parlamento a los veintitrés, Kim Lok había reformado el funcionariado, dominado con mano maestra un enorme plan de desarrollo urbano y revitalizado el ejército. Y, mientras se dedicaba a toda una serie de aventuras amorosas altamente públicas, había logrado de alguna forma conseguir titulaciones muy especializadas en ingeniería y ciencias políticas. Su ascensión al poder había sido imparable, impulsada por una extraña mezcla de amenaza y de atractivo de playboy.

Los soldados terminaron sus ejercicios con un floreo, luego se pusieron restallantemente firmes y saludaron. La multitud se alzó en pie para cantar el himno nacional: una resonante cantinela titulada: «Cuenta conmigo, Singapur». Miles de sonrientes y pulcramente vestidos chinos y malayos y tamiles…, todos cantando en inglés.

La multitud volvió a sentarse con ese fuerte y peculiar susurro emitido por toneladas de carne humana moviéndose. Olían a sasafrás y a aceite bronceador y a helado de nata. Suvendra alzó sus binoculares y escrutó el cristal a prueba de balas del palco de celebridades.

—Ahora viene el gran discurso —le dijo a Laura—. Puede que empiece con el lanzamiento espacial, pero terminará con la crisis de Granada, como de costumbre. Puede tomarle las medidas al hombre.

—De acuerdo. —Laura conectó su pequeña grabadora.

Se volvieron y miraron expectantes a la pantalla vídeo.

El primer ministro se levantó, metiéndose descuidadamente las gafas de sol en el bolsillo de su camisa. Se asió al borde del podio con las dos manos y se inclinó hacia delante, con la barbilla alzada, los hombros tensos.

Un enorme y atento silencio se apoderó de la multitud. La mujer al lado de Laura, una matrona china con pantalones anchos y sombrero de paja, unió nerviosamente sus rodillas y clavó las manos en su regazo. El tipo que comía pipas de girasol dejó la bolsa entre sus pies.

Un primer plano. La cabeza y hombros del primer ministro gravitaron a diez metros de altura en el tablero vídeo. Una sedosa voz amplificada, suave e íntima, resonó en el elaborado sistema de altavoces.

—Mis queridos amigos ciudadanos —dijo Kim.

—Éste será importante, sí, definitivamente —murmuró con rapidez Suvendra. Pipas de Girasol siseó pidiendo silencio.

—En los días de nuestros abuelos —entonó Kim—, los norteamericanos visitaron la Luna. En estos momentos, una antigua estación espacial del Bloque Socialista gira todavía alrededor de la Tierra.

»Sin embargo, hasta hoy, la más grande aventura de la humanidad ha languidecido. Los detentadores del poder más allá de nuestros límites ya no están interesados en nuevas fronteras. Los globalistas han sofocado estos ideales. Sus torpes y antiguos cohetes robot aún imitan a los misiles nucleares con los que en su tiempo amenazaron al planeta.

»Pero, damas y caballeros…, amigos ciudadanos…, ¡hoy puedo situarme ante vosotros y deciros que el mundo no ha contado con la visión de Singapur!

(Frenéticos aplausos. El primer ministro aguardó, sonriente. Alzó una mano. Silencio.)

—El vuelo orbital del capitán Yong-Joo es el mayor logro espacial de nuestra era. Su hazaña demuestra a todo el mundo que nuestra república detenta ahora la tecnología de lanzamiento más avanzada de toda la Tierra. Una tecnología que es limpia, rápida y eficiente…, basada en los más modernos adelantos en superconductividad y láseres sintonizables. Innovaciones que otras naciones parecen incapaces de conseguir…, o siquiera imaginar.

(Una sonrisa irónica de Kim. Fuertes exclamaciones de regocijo de los sesenta mil espectadores.)

—Hoy. hombres y mujeres en todo el mundo vuelven sus ojos hacia Singapur. Están asombrados ante la magnitud de nuestro logro…, un frío hecho que cierra años de calumnias globalistas. Se preguntan cómo nuestra ciudad de cuatro millones de años ha triunfado donde han fracasado naciones continentales.

»Pero nuestro éxito no es un secreto. Estaba inherente en nuestro propio destino como nación. Nuestra isla es encantadora…, pero no puede alimentarnos. Durante dos siglos, nosotros, en la Ciudad del León, hemos tenido que ganarnos cada bocado de arroz con nuestro propio ingenio.

(Un decidido fruncimiento de ceño en el enorme rostro del vídeo. Excitadas ondulaciones en la multitud.)

—Esta lucha nos ha dado fuerza. La dura necesidad ha obligado a Singapur a cargar sobre sus hombros el peso de la excelencia. Desde Merdeka, hemos igualado los logros del mundo desarrollado…, y los hemos superado. Nunca hubo espacio aquí para la pereza o la corrupción. Sin embargo, mientras forjábamos nuestro futuro, esos vicios han devorado hasta el núcleo la cultura global.

(Un destello de dientes…, casi una sonrisa burlona.)

—Hoy, el gigante norteamericano dormita…, con su gobierno reducido a una parodia televisada. Hoy, el Bloque Socialista persigue sus hueros sueños de avaricia consumidora. Incluso los en su tiempo poderosos japoneses se han vuelto cautelosos y blandos.

»Hoy, bajo el maligno conjuro de la Convención de Viena, el mundo se desliza firmemente hacia la gris mediocridad.

»Pero el vuelo del capitán Yong-Joo marca un hito crucial. Hoy, nuestra lucha histórica entra en una nueva fase…, con apuestas mucho más altas que todas las que hemos afrontado hasta ahora.

Los imperios han pretendido siempre dominar esta isla. Hemos luchado contra los opresores japoneses durante tres inmisericordes años de ocupación. Hemos enviado a los imperialistas británicos a hacer sus maletas y volver a su decadente Europa. El comunismo chino y la traición malaya intentaron subvertirnos, sin éxito.

»Y hoy, en este mismo momento, las redes de los media globalistas hierven con propaganda apuntada contra nuestra isla.

(Laura se estremeció en el suave aire tropical.)

—Las tarifas se han elevado, se han impuesto cuotas de exportación a nuestros productos, se han lanzado conspiraciones contra nuestras industrias pioneras por parte de las multinacionales extranjeras. ¿Por qué? ¿Qué hemos hecho nosotros para merecer este tratamiento?

»La respuesta es simple. Les hemos ganado en su propio terreno. ¡Hemos tenido éxito allá donde los globalistas han fracasado!

(Su mano cortó el aire con un repentino destello de eslabones de una pulsera.)

—¡Viajad a través de cualquier otra nación desarrollada en el mundo de hoy! Encontraréis pereza, decadencia y cinismo. Por todas partes hay una abdicación del espíritu pionero. Calles sembradas de basura, fábricas devoradas por el óxido. Hombres y mujeres abandonados a vidas inútiles en las colas del subsidio de paro. Artistas e intelectuales sin meta ni finalidad, jugando a juegos vacíos de indiferente alienación. Y por todas partes la entumecedora red de la propaganda de un solo mundo.

»El régimen de la Cultura Gris se detiene ante nada que defender, y extiende su
status quo.
La Cultura Gris no puede igualar el vigor desbocado de la libre competencia de Singapur. Así que fingen despreciar nuestro genio, nuestro atrevimiento. Vivimos en un mundo de luditas, que gastan miles de millones en conservar feas junglas sin cultivar…, pero nada para las más altas aspiraciones de la humanidad.

«Arrullado por la vacía promesa de seguridad, el mundo fuera de nuestros límites se está quedando dormido.

»Es una fea perspectiva. Sin embargo, todavía hay esperanza. Porque Singapur, hoy, está vivo y despierto como ninguna otra sociedad lo ha estado nunca.

»Mis amigos ciudadanos…, Singapur ya no acepta un papel impuesto y menor en la periferia del mundo. ¡Nuestra Ciudad del León no es el patio de atrás de nadie, no es el estado marioneta de nadie! Ésta es la Era de la Información, y nuestra falta de territorio, mero mantillo vegetal, ya no nos retiene. ¡En un mundo que se desliza hacia la somnolencia medieval, nuestro Singapur es el centro potencial de un renacimiento!

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