—«Una integracionista» —citó el tamil. Estaba imitándola. Bajó deliberadamente la vista—. Oh, mire…, ese repugnante vudú estropeó su hermoso impermeable.
Había una horrenda mancha en la manga del impermeable de Laura. Roja y brillante. Jadeó, sintiendo que se le revolvía el estómago, e intentó quitarse la prenda. Llevó los brazos hacia atrás para sacarse las mangas…
—Espere —dijo el tamil, sonriendo, como si quisiera ayudar. Colocó algo debajo de su nariz. Laura oyó un ligero chasquido.
Una oleada de mareante calor envolvió su rostro. Luego, sin advertencia previa, perdió el sentido.
Un fuerte y repentino olor desagradable se abrió camino en la cabeza de Laura. Amoníaco. Sus ojos lagrimearon.
—Luces… —gruñó.
Las que había sobre su cabeza disminuyeron a un lúgubre ámbar. Se sintió vieja y enferma, como si las horas hubieran pasado sobre ella con pies de resaca. Estaba medio enterrada en algo… Se debatió, dominada por una repentina oleada de claustrofobia…
Estaba medio echada sobre la improvisada silla de un saco de alubias. Algo de lo que su abuela hubiera podido ser propietaria. La habitación a su alrededor era azulada con la granulosa luz de varios televisores.
—Ya está de vuelta al mundo de los vivos, Rubia.
Laura sacudió fuertemente la cabeza. Sentía su nariz y garganta en carne viva.
—Yo… —Estornudó dolorosamente—. ¡Maldita sea! —Clavó los codos en la oscilante inseguridad del saco de alubias y se alzó un poco.
El tamil estaba sentado en una silla de tubo de hierro y plástico, comiendo comida china para llevar de un envase de cartón ante una mesa de fórmica. El olor de la comida, jengibre y camarones, hizo que el estómago de Laura se constriñera dolorosamente.
—¿Es usted? —dijo finalmente.
El hombre la miró.
—¿En quién está pensando, eh?
—¿Sticky?
—Ajá —dijo él, con el asentimiento de cabeza propio de los tamiles, agitando la barbilla—. Soy exactamente yo.
Laura se frotó los ojos con los nudillos.
—Sticky, es usted realmente distinto esta vez…, sus malditas
mejillas
están equivocadas, y su piel…, su pelo… Ni siquiera su voz
suena
igual.
Él gruñó.
Ella se sentó en su saco.
—¿Qué demonios le han hecho?
—Secretos del oficio —dijo Sticky.
Laura miró a su alrededor. La habitación era pequeña y oscura, y hedía. Desnudos estantes de contrachapado se curvaban con casetes de cintas, bolsas de lona, viejos rollos de cable. Montones de hojas de poliuretano, bolas de estirofoam y revoltijos de celulosa.
En la pared había alineados una docena de televisores chinos baratos, encendidos, mostrando parpadeantes escenas callejeras de Singapur. Contra la otra pared había apiladas docenas de cajas de cartón evisceradas: brillantes colores comerciales, palomitas de maíz estadounidenses, kleenex, pastillas de jabón. Botes de pintura, tubos, rollos de cinta aislante. Alguien había clavado con chinchetas fotos de la señorita Ting en traje de baño dentro de la sucia cocinilla.
Hacía calor.
—¿Dónde demonios estamos?
—No pregunte —dijo Sticky.
—Sin embargo, esto
es
Singapur, ¿no? —Miró su desnuda muñeca—. ¿Qué hora es?
Sticky alzó los aplastados restos de su relófono.
—Lo siento. No estaba seguro de poder confiar en él. —Hizo un gesto hacia el otro lado de la mesa—. Siéntese, memsahib. —Sonrió cansadamente—. En usted sí confío.
Laura se puso en pie y ocupó la segunda silla. Se apoyó sobre la mesa.
—¿Sabe una cosa? Me alegra malditamente verle. No sé por qué, pero así es.
Sticky le pasó los restos de su comida.
—Tome, coma un poco. Ha estado un rato sin sentido. —Limpió su tenedor de plástico con una servilleta de papel y se lo tendió.
—Gracias. ¿Hay algún lavabo de señoras en esta pocilga?
—Por allí —dijo él, señalando con la cabeza—. ¿No sintió un pinchazo, allá en el Banco? Asegúrese de comprobar sus piernas en busca de pinchazos de agujas ahí dentro.
El cuarto de baño tenía las dimensiones de una cabina telefónica. Se había mojado mientras estaba inconsciente…, no mucho, afortunadamente, y las manchas no traspasaban sus tejanos granadinos. Se secó con papel y regresó.
—Nada de pinchazos, capitán —informó.
—Bien —dijo él—. Me alegra no tener que sacarle del culo una de esas pellas búlgaras. ¿Qué demonios estaba haciendo usted entre esa multitud del Banco, de todos modos?
—Intentaba llamar a David —dijo ella—, después de que ustedes jodieron las líneas telefónicas.
Sticky se echó a reír.
—¿Por qué no ha tenido el buen sentido de quedarse con su buana? Él no es tan estúpido como parece…, al menos ha tenido el buen sentido de no estar aquí.
—¿Qué está haciendo
usted
aquí?
—Pasándomelo en grande como nunca en mi vida —dijo él—. Por última vez, quizá. —Se frotó la nariz…, habían hecho algo en sus aletas también; eran más estrechas—. Durante diez años me han estado entrenando para algo como esto. Pero ahora aquí estoy y haciéndolo, sí…
El entusiasmo pareció alejarse de él entonces, y se encogió de hombros y agitó la mano, como desechándolo.
—Vi su testimonio, ¿sabe? Parte de él. Demasiado tarde, pero al menos les dijo usted las mismas cosas que nos dijo a nosotros. Lo mismo en Galveston, lo mismo en Granada, lo mismo aquí, lo mismo en todas partes para usted, ¿eh?
—Correcto, capitán.
—Eso está bien —dijo él vagamente—. Ya sabe, en tiempo de guerra…, generalmente no se hace nada. Tiempo para pensar…, meditar… Como allá en el Banco;
sabíamos
que esos jodidos trozos de mierda se apresurarían para allá en cuanto los teléfonos dejaran de funcionar, y
sabíamos
quiénes serían exactamente esos trozos de mierda, pero
verlos…,
verlo ocurrir de esta forma, tan predecible…
—Como juguetes de cuerda —dijo Laura—. Como insectos…, como si ellos simplemente no importaran en absoluto.
Él la miró, sorprendido. Ella también se sintió sorprendida. Había sido fácil de decir, sentada allí junto a él en la semioscuridad.
—Sí —dijo Sticky—. Como juguetes. Como juguetes de cuerda pretendiendo tener almas… Este lugar es una ciudad de cuerda. Lleno de mentiras y rumores y engaños, y el resonar de las cajas registradoras las veinticuatro horas del día. Es Babilonia. Si alguna vez existió Babilonia, fue esto.
—Creía que
nosotros
éramos Babilonia —dijo Laura—. La Red, quiero decir.
Sticky sacudió la cabeza.
—Esa gente es más parecida a ustedes de lo que ustedes lo fueron jamás.
—Oh —dijo Laura lentamente—. Gracias, supongo.
—Ustedes no harían lo que ellos le hicieron a Granada —aclaró él.
—No. Pero no creo que fueran ellos, Sticky.
—Quizá no —admitió él—. Pero no me importa. Los odio. Por lo que son, por lo que desean ser. Por lo que desean hacer del mundo.
El acento de Sticky había oscilado, del tamil a la jerga de las Islas. Ahora se desvaneció por completo al llano inglés de la Red.
—Puede hacer usted arder un país con juguetes, si sabe cómo. No debería ser así, pero así es. Puede usted arrancarle el corazón y el alma a la gente. Lo vimos en Granada, del mismo modo que ellos lo están viendo aquí. Sólo que nosotros sabemos más.
Hizo una pausa.
—Todas esas charlas acerca del Movimiento que su David pensaba que eran inteligentes, los cuadros y el alimentar a la gente… Una vez llega la guerra, todo desaparece. Así, simplemente. En aquella casa de locos bajo el Campo Fedon, todos se están devorando las entrañas los unos a los otros. Sé que estoy recibiendo mis órdenes de ese jodido Castleman. Ese hacker gordo, que en realidad no tiene auténtica vida…, sólo es una
pantalla.
Ahora no son más que
principios.
Tácticas y estrategia. Como el que alguien
tiene
que hacerlo, no importa dónde o quién, sólo para demostrar que es posible…
Se inclinó en su silla y se rascó brevemente su desnuda pierna. La venda había desaparecido ahora, pero todavía quedaban las señales de ella en su pantorrilla.
—Planearon todo esto en el Campo Fedon —dijo—. Esta cosa demoníaca, el Proyecto Demostración… Han estado trabajando ahí abajo durante veinte años, Laura, han conseguido una tec…
inhumana.
No sé nada acerca de ella…,
nadie
sabe nada acerca de ella. Puedo hacerle cosas a esta ciudad, yo y sólo unos cuantos hermanos soldados camuflados por ahí, no muchos…, cosas que usted no puede ni llegar a
imaginar.
—Vudú —dijo Laura.
—Correcto. Con la tec que ellos nos enseñaron, puedo hacer cosas que usted no podría distinguir de la magia.
—¿Cuáles son sus órdenes?
Él se puso bruscamente en pie.
—Usted no entra en ellas. —Se dirigió a la cocinilla y abrió el semioxidado refrigerador.
Había un libro encima de la mesa, un grueso panfleto de hojas sueltas. Sin lomo, sin título. Laura lo cogió y lo abrió. Página tras página de deficiente fotocopia:
La doctrina Lawrence y la insurgencia postindustrial,
por el coronel Jonathan Gresham.
—¿Quién es Jonathan Gresham? —preguntó.
—Un genio —dijo Sticky. Volvió a la mesa con un cartón de yogur—. No es para que lo lea usted. Ni siquiera lo mire. Si Viena supiera que ha tocado usted ese libro, nunca volvería a ver la luz del día.
Ella volvió a dejarlo cuidadosamente sobre la mesa.
—Es sólo un libro.
Sticky lanzó una carcajada que era casi un ladrido. Empezó a comer yogur con la fruncida expresión de un niño pequeño tomando su medicina.
—¿Ha visto a Carlotta últimamente?
—No desde el aeropuerto en Granada.
—¿Va a abandonar este lugar? ¿Volver a casa?
—Por supuesto que lo deseo. Pero, oficialmente, todavía no he terminado de testificar en el Parlamento. Quiero conocer su decisión sobre la política de información…
Él sacudió la cabeza.
—Nosotros nos ocuparemos de Singapur.
—No, no lo harán —dijo ella—. No importa lo que puedan hacer, lo único que conseguirán es que los banqueros de datos se metan bajo tierra. Yo los quiero al aire libre…, todo al aire libre. Donde cualquiera pueda tratar honestamente con ellos.
Sticky no dijo palabra. De pronto estaba respirando afanosamente, con una expresión verdosa en su rostro. Luego eructó y abrió mucho los ojos.
—Usted y su gente…, están en primera línea del mar, en el distrito de Anson, ¿no?
—Correcto.
—Donde ese estúpido antilaborista, Rashak…
—El doctor Razak, sí; es su distrito electoral.
—De acuerdo —dijo él—. Podemos dejar tranquila a la gente de Razak. Dejarles que gobiernen esta ciudad, si queda algo de ella. Quédese allí y estará a salvo. ¿Ha entendido?
Laura lo meditó.
—¿Qué es lo que quiere usted de mí?
—Nada. Simplemente que se vaya a casa. Si ellos la dejan.
Hubo un momento de silencio.
—¿Va a comerse usted eso o qué? —dijo Sticky finalmente. Laura se dio cuenta de que había cogido el tenedor de plástico y le estaba dando vueltas entre sus dedos, una y otra vez, como si se hubiera pegado a su mano. Lo dejó sobre la mesa.
—¿Qué es una «pala búlgara», Sticky?
—«Pella» —rectificó Sticky—. Los antiguos búlgaros del KGB las usaron durante mucho tiempo. Son diminutas piezas lisas de acero, con agujeros perforados en ellas y sellados con cera. Un hombre se traga una, la cera se funde con el calor corporal, y el veneno de dentro, generalmente ricina, un buen veneno fuerte… No es el que usamos nosotros.
—¿Cuál es? —dijo Laura.
—Carbolina. Espere. —Se apartó de la mesa, abrió un armario de la cocina y sacó un paquete sellado con plástico de burbujas. Dentro había un cartucho de plástico negro—. Aquí está.
Ella lo miró.
—¿Qué es esto? ¿Una cinta de impresora? —Lo conectamos a los taxis —dijo Sticky—. Lleva dentro una pistola de resorte con veinte, treinta pellas de carbolina. Cuando el taxi divisa a un hombre en la calle, a veces la pistola se dispara. Un taxi automático es fácil de robar y preparar. Los taxis fuera del Banco estaban llenos de estos juguetes. La carbolina es una droga del cerebro, produce
terror.
Terror en su sangre, que va rezumando lenta y firmemente y puede durar días y días. ¿Para qué trabajar para aterrorizar a algunos estúpidos, cuando se puede dejar que el
terror
rezume de ellos, simple y dulcemente?
Sticky se echó a reír. Ahora estaba empezando a hablar un poco más aprisa.
—Aquel yanqui japonés en la fila delante de usted ya debe haber empezado a agitarse, y a revolverse, y a sudar, y a tener malos sueños. Hubiera podido matarle con la misma facilidad, con veneno. En estos momentos podría estar muerto, pero, ¿para qué matar la carne, cuando puedes alcanzar el alma? Ahora le estará hablando a cualquiera que esté ahora a su alrededor de sus temores y sus miedos, sus temores y sus miedos, del mismo modo que la carne que se quema hiede.
—No debería haberme dicho esto —murmuró Laura.
—Porque tendrá que contárselo al gobierno, ¿no? —Sticky rió burlonamente—. ¡Hágalo por mí, adelante! Hay doce mil taxis en Singapur y, después de que usted se lo diga, tendrán que registrarlos todos, ¡hasta el maldito último! ¡Demasiado trabajo intentar anular su sistema de transporte, cuando podemos conseguir que su propia policía lo haga por nosotros! No olvide decirles eso también: sus trenes magnéticos están igualmente cebados. Y nos quedan aún muchas más armas como ésta de reserva.
Ella se apoyó sobre la mesa. Cuidadosamente. Como si estuviera hecha de frágil cristal.
Las palabras siguieron desgranándose de la boca del hombre.
—A estas alturas ya saben qué sustancia tocó su jefe, Kim. —Señaló—. ¿Ve esos botes de pintura? —Se echó a reír—. ¡Guantes de noche, el último grito de la moda en Singapur! Impermeables y mascarillas quirúrgicas: ¡eso también resulta útil!
—¡Ya basta!
—¿No desea oír acerca de las minas como clips para papeles? —preguntó Sticky—. ¿Lo barato que resulta hacer volar una jodida pierna hasta la rodilla? —Golpeó la mesa con un puño cerrado—. ¡No me llore!
—¡No estoy llorando!
—¿Qué es eso que hay en su rostro, entonces? —Se puso en pie, apartando la silla tras él de una patada—. ¡Llóreme cuando me saquen de aquí muerto!