(La mujer de los pantalones holgados apretó fuertemente la mano de su esposo.)
—Hoy estoy aquí ante vosotros para deciros que se aproxima una batalla…, una lucha por el alma de la civilización. ¡Nuestro Singapur conducirá esa batalla! ¡Y la ganaremos!
(Frenéticos aplausos. Por todo el estadio, hombres y mujeres —¿quizá cuadros del partido?— saltaron en pie. Arrastrada por ellos, el resto de la multitud siguió su ejemplo. Laura y Suvendra se pusieron también en pie, puesto que no deseaban llamar la atención. Los gritos murieron lentamente, y el estadio resonó con cadenciosos aplausos.)
(—Es malintencionado —murmuró Laura. Suvendra asintió, mientras fingía aplaudir.)
—Queridos damas y caballeros —murmuró el primer ministro. (La multitud volvió a sentarse como una furiosa resaca.)—. Nunca hemos sido un pueblo complaciente. Nosotros los singapurianos nunca hemos abandonado nuestra sabia tradición de servicio militar universal. Hoy tenemos el provecho de ese largo sacrificio en tiempo y esfuerzo. Nuestras pequeñas pero muy avanzadas fuerzas armadas se alinean hoy entre las más espléndidas de nuestro mundo moderno. Nuestros adversarios nos han amenazado y han fanfarroneado durante años, pero no se atreven a jugar con la Fortaleza Singapur. ¡Saben muy bien que nuestras Fuerzas de Despliegue Rápido pueden lanzar una inmediata respuesta quirúrgica a cualquier rincón del mundo!
»Así que la batalla a la que nos enfrentamos será sutil, sin límites claros. Desafiará nuestra voluntad, nuestra independencia, nuestras tradiciones…, nuestra propia supervivencia como pueblo.
»La primera escaramuza está ya sobre nosotros. Me refiero a la reciente atrocidad terrorista contra la isla caribeña de Granada.
»E1 gobierno granadino…, y utilizo ampliamente el término…
(Un estallido de risas que alivió la tensión.)
—Granada ha afirmado públicamente que ciertos elementos de Singapur son los responsables de ese ataque. He convocado el Parlamento para realizar una profunda y pública investigación sobre el asunto. En este momento, queridos damas y caballeros, aún no puedo comentar completamente este asunto. No quiero prejuiciar la investigación, no quiero poner en peligro nuestras vitales fuentes de información. Sin embargo…, puedo deciros que los enemigos de Granada tal vez hayan usado los conductos comerciales de Singapur como una pantalla.
»Si eso es cierto, juro ante todos vosotros, hoy, que las partes responsables pagarán un alto precio.
(Una hosca expresión de sinceridad. Laura observó los rostros de la multitud. Todo el mundo permanecía sentado en el borde de sus asientos, con cara seria y brillante y ennoblecida.)
—Queridos damas y caballeros, nosotros, en esta isla, no albergamos ninguna mala voluntad hacia el sufriente pueblo de Granada. A través de los canales diplomáticos nos hemos puesto ya en contacto con ellos, y les hemos ofrecido ayuda médica y técnica en su tiempo de crisis.
«Esos actos de buena voluntad han sido rechazados. Aturdido por el cruel ataque, su gobierno está en plena confusión, y su retórica es escasamente racional. Hasta que se asiente la crisis, debemos permanecer firmes contra actos de provocación. Debemos tener paciencia. Recordemos que los granadinos nunca han sido un pueblo disciplinado. Debemos esperar que, cuando receda su pánico, recuperen los sentidos.
(Kim retiró los blancos nudillos del borde del podio y apartó el mechón de lacio peló de sus ojos. Hizo una momentánea pausa, agitando los dedos como si le picaran.)
—Mientras tanto, sin embargo, ellos siguen lanzando beligerantes amenazas. Grenadia no ha sabido reconocer nuestra básica comunión de intereses,
(Laura parpadeó. ¿«Grenadia»?)
—Un ataque contra la soberanía de Grenadia es una amenaza potencial contra nosotros mismos. Debemos reconocer la posibilidad, la probabilidad, de una estrategia encubierta de divide y vencerás. Que está ocurriendo… hoy…
(Kim apartó la mirada de la cámara. En su maquillada frente aparecieron repentinas cuentas de sudor…, en la pantalla gigante parecían tan grandes como balones de fútbol. Transcurrieron unos largos segundos. De entre la multitud brotaron pequeños nudos de ansiosos murmullos.)
—Hoy…, mañana…, declararé el estado de emergencia… garantizando… el Poder Ejecutivo. Necesario para proteger a nuestra ciudadanía de una posible subversión…, de un ataque. Ya sea de los globalistas Grises, o de los negros. Los gremadinos. Los… ne… ¡negros!
(Kim se inclinó apartándose del podio, como medio aturdido. Miró de nuevo hacia su izquierda, atontado, buscando apoyo. Alguien fuera del campo de la cámara murmuró algo indistinto, ansiosamente. Kim murmuró en voz alta.)
—¿Qué he dicho?
Se sacó el pañuelo del bolsillo, y sus gafas de sol golpearon con un ruido fuerte contra el suelo. Se secó la frente, el cuello. Luego, una repentina convulsión lo invadió. Se tambaleó hacia delante, golpeando contra el podio. Su rostro se congestionó, y gritó a los micrófonos.
—¡Los perros jodieron Viena! Damas y caballeros, yo…, ¡me temo que lamento que los parias excrementos de perro jodieron al ayatollah! ¡Lamen mi culo! Deberíais…, mierda sobre el capitán del espacio jodido lanzamiento láser—
Gritos horrorizados. Un rugir y un gigantesco susurrar cuando la multitud de miles de personas se puso, asombrada, en pie.
Kim se derrumbó y cayó detrás del podio.
Repentinamente volvió a alzarse, como una marioneta. Abrió la boca.
De pronto, de una forma infernal, empezó a vomitar sangre y fuego. Un torrente de lívidas llamas brotó de su boca y ojos. En unos segundos su gigantesco rostro en el vídeo estuvo ennegrecido por un imposible calor. Un ensordecedor y agónico grito sacudió el estadio. Un sonido como de almas condenadas y hojas metálicas desgarradas.
Su pelo llameó como una antorcha, su piel se arrugó crispadamente. Se clavó las uñas en los ardientes ojos. El aire se convirtió en un huracán de obsceno sonido metálico.
Bruscamente, la gente de las gradas inferiores empezó a derramarse sobre el terreno de juego. Saltando las vallas, tropezando, cayendo, pisoteándose. Barriendo los blancos cascos de los policías, como si fueran boyas arrastradas por un maremoto. El ruido creció y creció.
Hubo un seco golpe en la rodilla de Laura. Era Suvendra. Estaba acuclillada bajo el banco de su grada, sobre codos y rodillas. Le gritó algo imposible de oír. Luego hizo un gesto inequívoco: ¡al suelo!
Laura vaciló, alzó la vista, y de pronto la multitud estuvo sobre ella.
Se derramó colina abajo como un juggernaut. Codos, rodillas, hombros, pateantes pies asesinos. Un repentino bloque de cuerpos, avasallador, y Laura cayó hacia atrás, colina abajo, por encima de los bancos de las gradas. Chocó contra algo blando…, un cuerpo humano.
El cemento avanzó hacia ella y aplastó su rostro. Cayó y fue pisoteada…, un golpe demoledor contra su espalda que vació todo el aire de sus pulmones. Sin aire, cegada…, ¡muerta!
Fueron unos segundos de negro pánico. Luego se dio cuenta de que se arrastraba instintivamente. Como Suvendra, bajo los ahora tambaleantes bancos de las gradas. La gente llovía encima de ella. Un interminable y alocado motor de pistoneantes piernas. Un pie calzado con sandalias aplastó sus dedos, y retiró inmediatamente la mano.
Un niño pequeño pasó junto a ella, la cabeza por delante. Su hombro golpeó contra el duro borde de la grada y siguió su camino hacia abajo. Sombras y un creciente calor y el hedor del miedo y el ruido, cuerpos cayendo, arrastrándose…
Laura encajó los dientes y tendió ciegamente el brazo. Agarró al niño por la cintura y tiró de él a su lado. Lo rodeó con los brazos, lo aplastó bajo ella.
El niño enterró el rostro contra su hombro, apretándose tan fuertemente a ella que le hizo daño. El cemento temblaba bajo su cuerpo, todo el estadio parecía estremecerse ante la avalancha de carne humana.
De pronto, la infernal barahúnda de los altavoces se desvaneció. Los oídos de Laura zumbaron. Con una repentina brusquedad pudo oír los sollozos del niño. Gemidos de impresión y dolor en medio del repentino silencio.
El campo de juego estaba ahora atestado con la multitud. Las gradas a su alrededor se veían llenas de cosas abandonadas: zapatos, sombreros, latas y vasos de bebidas aplastados. Allá junto a las vallas, los heridos y desconcertados se tambaleaban como borrachos. Algunos estaban arrodillados, sollozando. Otros yacían tendidos y rotos.
Laura se sentó lentamente en la grada, sujetando al niño en su regazo. Este seguía ocultando el rostro contra su hombro.
Franjas de estática televisiva cruzaban en silencio la gigantesca pantalla del tablero. Laura jadeó fuertemente, intentando dominar sus temblores. Mientras había durado no había habido tiempo, todo no había sido más que una enloquecida y ensordecedora eternidad. La locura había barrido la multitud como un tornado. Ahora había desaparecido.
Había durado quizá cuarenta segundos.
Un viejo sij con un turbante pasó cojeando junto a ella, con su blanca barba goteando sangre.
Allá en el campo de juego, la multitud estaba agitándose lentamente. La policía había conseguido agruparse aquí y allá, pequeños núcleos de cascos blancos. Estaban intentando conseguir que la gente se sentara. Algunos lo estaban haciendo, pero la mayoría intentaba retroceder, torpe y reluctante, como ganado.
Laura se chupó los aplastados nudillos y miró hacia abajo, entre aturdida y maravillada.
Todo aquello había sido por
nada.
Una gente sensata y civilizada había salido disparada de sus asientos y se había pisoteado sin piedad. Por ninguna razón cuerda en absoluto. Ahora que todo había terminado, ni siquiera intentaban abandonar el estadio. Incluso algunos de ellos estaban
regresando a sus asientos en las gradas.
Con los rostros desprovistos de expresión, las piernas como caucho…, con el aspecto de zombis.
En el extremo de la grada de Laura, una mujer gorda con un sari estampado con flores estaba estremeciéndose y gritando. Golpeaba a su esposo con su blando sombrero de paja, una y otra y otra vez.
Sintió una mano en su hombro. Suvendra se sentó a su lado, con los binoculares en la mano.
—¿Se encuentra bien?
—Mamá —gimió el niño. Tendría unos seis años. Llevaba un brazalete de identificación de oro y una camiseta con un busto de Sócrates.
—Me escondí. Como usted —dijo Laura. Carraspeó temblorosamente—. Fue una buena idea.
—He visto problemas así antes, en Yakarta —dijo Suvendra.
—¿Qué demonios ocurrió?
Suvendra palmeó sus binoculares y señaló hacia el palco de celebridades.
—He visto a Kim allí. Está vivo.
—¡Kim! Pero yo lo vi morir…
—Usted vio un sucio truco —dijo seriamente Suvendra—. Lo que usted vio no era posible. Ni siquiera Kim Swee Lok puede escupir fuego y estallar. —Suvendra hizo una hosca mueca—. Sabían que estaba previsto que hoy hablara. Tuvieron tiempo para prepararse. Los terroristas.
Laura anudó sus manos.
—Oh, Jesús.
Suvendra señaló con la cabeza la pantalla llena de estática.
—Las autoridades la han cortado ahora. Porque fue saboteada, ¿sabe? Alguien pirateó esa pantalla y puso en ella una pesadilla. Para asustar a la ciudad.
—Pero, ¿y esas cosas extrañas y horribles que balbuceó Kim…? ¡Parecía drogado! —Laura acarició con aire ausente el cabello del niño—. Pero eso tenía que estar trucado también. Todo fue una cinta trucada, ¿verdad? Así que en realidad Kim está bien.
Suvendra palmeó de nuevo sus binoculares.
—No, lo vi. Se lo estaban llevando…, me temo que en el palco de celebridades había instalado una. Kim cayó en ella.
—¿Quiere decir que todo eso ocurrió realmente? ¿Qué Kim
dijo eso
? ¿Todo acerca de los perros y…? Oh, Dios, no.
—Drogar a un hombre para que haga el idiota, luego hacer que parezca que arde vivo…, eso puede parecer agradable para un adicto al vudú. —Suvendra se puso en pie y se ató las cintas de su sombrero bajo la barbilla.
—Pero Kim…, dijo que deseaba la paz con Granada.
—Hacerle daño a Kim ha sido una estúpida bravata. Nosotros hubiéramos hecho las cosas de una forma más sensata —dijo Suvendra—. Pero nosotros no somos terroristas. —Abrió su bolso y extrajo un cigarrillo.
Una mujer con una desgarrada blusa de satén cojeó por el pasillo entre las gradas, gritando el nombre de Lee.
—No puede usted fumar en público —dijo Laura inexpresivamente—. Es ilegal aquí.
Suvendra sonrió.
—Rizome tiene que ayudar a esa pobre gente enloquecida. Espero que recuerde usted su entrenamiento de primeros auxilios.
Laura estaba echada en su camastro en el almacén Rizome, con la sensación de ser confetti pisoteado. Tocó su muñeca. Las tres de la madrugada, hora de Singapur, viernes 13 de octubre. La ventana brillaba pálida con las azuladas luces de las lámparas de arco de los malecones del Lago Oriental. Robots estibadores sobre grandes orugas avanzaban incansables de un lado para otro entre zonas de oscuridad. Una esquelética grúa hurgaba en las entrañas de un buque de carga rumano, con su enorme brazo de hierro agitándose con automática insistencia, alzando gigantescos contenedores como si fueran los cubos de un enorme rompecabezas alfabético.
Una televisión parpadeaba a los pies del camastro de Laura, con el sonido cortado. Algún locutor local, un tipo que tenía el visto bueno del gobierno como todos los periodistas y locutores allí en Singapur…, como todos los periodistas y locutores en cualquier parte
del
mundo, cuando uno lo pensaba detenidamente. Informando
desde
los hospitales…
Laura cerró los ojos y pudo seguir oyendo los pechos jadeando bajo las desgarradas camisas y los enguantados y sondeantes dedos de los paramédícos. De alguna forma, los gritos habían sido lo peor, mucho más enervantes que la visión de la sangre. Aquel crispante estrépito de dolor, los sonidos anímales que emitía la gente cuando su dignidad le era arrebatada…
Once muertos. Sólo once, un milagro. Antes de este día nunca había sabido lo resistente que podía llegar a ser el cuerpo humano: esa carne y esa sangre eran como caucho, llenos de inesperada elasticidad. Muchas mujeres, pequeñas viejas damas, habían estado al fondo de enormes montones de cuerpos, y de alguna forma se habían salido con vida. Como la diminuta abuela china con las costillas rotas y la peluca perdida, que le había dado las gracias a Laura una y otra vez con enérgicas inclinaciones de cabeza como si se disculpara, como si todo el tumulto hubiera sido culpa suya.