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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red (41 page)

BOOK: Islas en la Red
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Alcanzó el límite de su adrenalina. Estaba demasiado aturdida por el shock como para sentir su propia fatiga, pero sus rodillas empezaron a doblarse por sí mismas. Se encaminó hacia un portal y se derrumbó en su hueco.

Justo entonces el cielo se abrió, y empezó a llover. Otro monzón, éste con un estallido vertical. Oleada tras oleada de él golpearon la vacía calle. Laura se agazapó miserablemente en el portal, atrapando la lluvia en sus manos en forma de copa, bañando con ella su rostro y la piel expuesta de sus brazos. Al principio el agua pareció hacer las cosas peores…, un horrible picor, como si hubiera estado respirando salsa Tabasco.

Ahora tenía dos pulseras de plástico sobre la despellejada piel de sus muñecas. Sus pies estaban empapados en sus chorreantes sandalias baratas…, no a causa de la lluvia, sino de los charcos y los riachuelos en la calle fuera del almacén.

Había atravesado directamente la calle donde se libraba la batalla, ciega. Nadie la había tocado siquiera. Excepto…, había una larga tira de cinta inmovilizadora pegada a su tobillo, agitándose aún débilmente, como la cola recién cortada de un lagarto. La arrancó de sus tejanos.

Ahora podía reconocer la zona…, había recorrido todo el camino hasta los muelles Victoria y Alberto, justo en la parte oriental de la laguna Este. Al norte vio el rascacielos del albergue público de Tanjong Pagar…, blandos ladrillos gubernamentales de color pardo grisáceo.

Se sentó, respirando someramente, tosiendo, escupiendo de tanto en tanto. Deseaba estar de vuelta con su gente en el almacén. Pero no había forma alguna en que pudiera alcanzarlos de nuevo…, no era una opción juiciosa.

Los encontraría en la cárcel de todos modos. Saldría como fuera de aquella zona de batalla y conseguiría que la arrestaran. Una hermosa y tranquila cárcel. Sí. Sonaba bien.

Se puso en pie y se secó la boca. Tres triciclos pasaron a toda velocidad junto a ella hacia la laguna Este, cada uno atestado con una aferrante masa de empapados rebeldes de ojos muy abiertos. La ignoraron.

Echó a andar.

Había dos empapadas e inestables barricadas callejeras entre ella y Tanjong Pagar. Trepó por ellas y las cruzó en medio de la golpeteante lluvia. Nadie apareció para detenerla.

Las puertas de cristal del complejo Tanjong habían sido hechas añicos en sus marcos de aluminio. Laura se metió en el lugar, pisando crujientes montones como guijarros de pequeños cristales de seguridad. El aire acondicionado mordió sus empapadas ropas.

Estaba en un andrajoso pero limpio vestíbulo. Sus empapadas sandalias de espuma parecían chapotear sobre el pelado linóleo. El lugar estaba desierto: presumiblemente sus habitantes respetaban el toque de queda del gobierno y se mantenían en sus habitaciones de arriba. Abajo había una serie de tiendas de índole familiar, pequeños talleres de reparación de bicicletas, un puesto de pescado, un curandero fraccionador. Todo ello alegremente iluminado con fluorescentes, listo para el negocio, pero completamente vacío.

Oyó un distante murmullo de voces. Tonos tranquilos, autoritarios. Se encaminó hacia ellos.

Los sonidos procedían de una tienda de televisores con un gran escaparate de cristal. Aparatos baratos de Brasil y Maphilindonesia, de colores chillones. Estaban encendidos en toda la tienda, unos cuantos mostrando el canal del gobierno, otros parpadeando incansablemente de forma convulsiva y mal ajustada.

Laura cruzó el umbral. Una tira de campanillas de latón resonó sobre su cabeza. Dentro olía a incienso al jazmín. Las paredes de la tienda estabas empapeladas con sonrientes estrellas pop de Singapur: tipos de aspecto frío con brillantes esmóquines y chicas espectaculares con pamelas y ajustadas faldas. Laura avanzó cuidadosamente, pasando por encima de una máquina de chicles volcada.

Una dama tamil bajita y vieja había invadido el lugar. Una arrugada abuela, con el pelo blanco y apenas metro treinta de altura, una pequeña giba y muñecas tan delgadas como patas de pájaro. Permanecía sentada en una silla de director de cine de lona, contemplando las vacías pantallas y masticando chicle.

—¿Hola? —dijo Laura. Ninguna respuesta. La vieja parecía sorda como una tapia…, incluso senil. Laura avanzó unos pasos más, con su calzado chapoteando. La vieja le lanzó una repentina mirada de sobresalto y ajustó su sari, envolviendo modestamente su cabeza con el faldón que cubría su hombro.

Laura se peinó ligeramente el cabello con los dedos, notando cómo el agua de la lluvia goteaba por su cuello.

—Señora, ¿habla usted inglés?

La vieja sonrió tímidamente. Señaló hacia un montón de sillas de lona, dobladas contra la pared.

Laura cogió una. Llevaba una inscripción en la parte de atrás de su respaldo en absurdos caracteres tamiles…, algo ingenioso y divertido, probablemente. Laura la abrió y se sentó al lado de la vieja.

—Hum, ¿puede oírme o, hum…?

La abuela tamil miraba directamente al frente.

Laura suspiró con fuerza. Era un alivio sentarse.

Aquella pobre vieja ofuscada —debía de tener noventa años— al parecer había bajado en busca de comida para el canario o algo similar, demasiado sorda o más allá de todo interés como para saber algo acerca del toque de queda. Para descubrir —Jesús— un mundo vacío.

Con un movimiento repentino y furtivo, la vieja se metió un pequeño guijarro de color en la boca. Chicle de uva. Mascó, triunfante.

Laura examinó los televisores. La vieja los había conectado a todos los canales posibles.

De pronto, en el Canal Tres, el parpadeo se estabilizó.

Con la velocidad de un artillero, la vieja pulsó un control remoto. El portavoz del gobierno parpadeó y desapareció. El Canal Tres se convirtió en un rugir de estática en todos los aparatos.

La imagen era burdo vídeo de aficionado. Laura la vio saltar mientras el narrador apuntaba la cámara a su propio rostro. Era un singapuriano chino. Parecía tener unos veinticinco años, pómulos de ardilla listada, con unas gruesas gafas y una camisa con el bolsillo lleno de plumas.

En realidad no tenía mal aspecto, pero definitivamente no era material televisivo. Su aspecto era más bien vulgar. En cualquier calle de Singapur nadie lo miraría dos veces.

El tipo se reclinó en un rechoncho diván excesivamente acolchado. Detrás de su cabeza había una chillona pintura de un paisaje marino. Bebió un poco de una taza de café y trasteó con un micrófono colgado de su cuello. Laura pudo oírle claramente tragar.

—Creo que ya estoy en el aire —anunció.

Laura intercambió una mirada con la vieja. La abuela pareció decepcionada. No hablaba inglés.

—Éste es el vídeo de mi casa —dijo Tipo Vulgar—. Siempre me han dicho: «No te conectes a la antena del edificio, puedes ocasionar polución en las emisiones». En las señales, ¿entienden? Así que lo hice. ¡Y estoy emitiendo! Eso creo, al menos.

Se sirvió más café; su mano temblaba un poco.

—Hoy —dijo— iba a pedirle a mi chica que nos casáramos. Ella quizá no sea una gran chica, y yo tampoco soy un gran tipo, pero tenemos estándar. Creo que, cuando un tipo necesita pedir casarse con una chica, al menos eso tiene que ser posible. Ninguna otra cosa es civilizada.

Se inclinó hacia el objetivo, y su cabeza y hombros parecieron hincharse.

—Pero entonces se produce ese asunto del toque de queda. No me gusta en absoluto, pero soy buen ciudadano, así que decido: de acuerdo. Ve adelante, Jeyaratnam. Agarra a esos malditos terroristas, dales lo que se merecen, definitivamente. Pero, entonces, los policías llegan a mi edificio.

Se echó un poco hacia atrás, crispó el rostro, y un reflejo de luz parpadeó en sus gafas.

—Admiro a un policía. Un policía es un tipo estupendo, necesario. Cuando me encuentro con un policía de servicio, siempre le digo: «Buenos días, amigo, que le vaya bien, mantenga la paz». Incluso diez policías están bien. Un centenar de policías, sin embargo, y cambio rápidamente de opinión. De pronto, todo mi vecindario está lleno de policías. Miles. Superan en número al resto de la gente. Entran en mi piso. Registran todas las habitaciones, hasta la última cosa. Me toman las huellas dactilares, incluso recogen una muestra de mi sangre.

Mostró un pequeño apósitp adhesivo en la yema de su pulgar.

—Me pasan por el ordenador, chop— chop, me dicen que pague esa multa de aparcamiento que tengo pendiente. Luego se marchan, dejan la puerta abierta, nada de por favor ni gracias, necesitan ocuparse de otros cuatro millones. Así que conecto la tele para oír las noticias. Sólo un canal, vaya. Me dice que nos hemos apoderado de nuevo de los depósitos de Johore. Si tenemos tanta agua, entonces ¿por qué al parecer la parte sur de la ciudad está ardiendo, eh? Eso es lo que me pregunto.

Dejó la taza de café con un ruido fuerte.

—No puedo llamar a mi amiga. Ni siquiera puedo llamar a mi madre. Ni siquiera puedo quejarme al político local puesto que el Parlamento se halla en estos momentos hecho un lío. ¿De qué sirven todas esas votaciones y estúpidas campañas, si al final llegamos a esto? Me pregunto si hay alguien más que sienta lo mismo que yo. No soy político, pero ya no confío ni un milímetro en el gobierno. Soy una persona pequeña, pero eso no quiere decir que no sea nada.

Tipo Vulgar pareció de pronto a punto de echarse a llorar.

—Si todo esto es por el bien de la ciudad, entonces, ¿dónde están los ciudadanos? ¡Las calles están vacías! ¿Dónde está todo el mundo? ¿En qué tipo de ciudad se ha convertido ésta? ¿Dónde está la policía de Viena? ¡Ellos son los expertos en terrorismo! ¿Por que está ocurriendo esto? ¿Por qué nadie me pregunta si creo que esto está bien? ¡No me parece en absoluto bien, definitivamente! Quiero el éxito como todo el mundo, trabajo duro y me preocupo de mis cosas, pero esto es demasiado. Pronto vendrán a arrestarme por esta emisión, lo sé. Pero, ¿no se sienten ustedes un poco mejor después de oírme? Es mejor que estar sentado aquí y dejarme pudrir…

Hubo un furioso golpear en la puerta de Tipo Vulgar. De pronto pareció asustado. Se adelantó bruscamente, y la pantalla quedó vacía.

Laura sintió sus mejillas húmedas. Estaba llorando de nuevo. Parecía como si le hubieran frotado los ojos con viruta de hierro. Sin el menor control. Oh, demonios, ese pobre valiente y asustado tipo. Maldito fuera todo…

Alguien gritó en la puerta de la tienda. Laura alzó la vista, sobresaltada. Era un sij alto, de aspecto duro, con un turbante y una camisa caqui y pantalones cortos. Llevaba una insignia en el pecho, y hombreras, y una porra eléctrica con el mango envuelto en cuero.

—¿Qué están haciendo aquí, señoras?

—Oh… —Laura se puso en pie. El asiento de lona de su silla estaba mojado con la redondeada huella de sus nalgas. Sus ojos estaban al borde de las lágrimas…, se sentía aterrada y profunda, oscuramente humillada—. No… —Fue incapaz de pensar en algo que decir.

El guardia sij la miró como si hubiera venido de Marte.

—¿Es usted inquilina de este edificio, señora?

—Los tumultos… —dijo Laura—. Pensé que podría refugiarme aquí.

—¿Es usted turista, señora? ¡Una yanqui! —La miró fijamente, luego extrajo unas gafas de montura negra del bolsillo de su camisa y se las puso—. ¡Oh! —La había reconocido.

—Está bien —dijo Laura. Tendió sus muñecas, con las esposas de cortado plástico aún colgando—. Arrésteme, agente. Tómeme bajo custodia.

El sij enrojeció.

—Señora, sólo soy guardia privado de seguridad. No puedo arrestarla.

La vieja se puso bruscamente en pie y avanzó directa hacia
él
. El hombre se echó torpemente a un lado para apartarse de su camino en el último momento. La vieja desapareció en el vestíbulo. El hombre se quedó mirándola pensativo.

—Pensé que eran saqueadores —dijo—. Lo siento mucho.

Laura hizo una pausa.

—¿Puede llevarme hasta una comisaría de policía?

—Por supuesto, señora…, señora Webber. Señora, no puedo dejar de observar que está usted completamente empapada.

Laura intentó sonreírle.

—Llueve. En realidad, diluvia.

El sij se envaró.

—Lamento profundamente que experimente usted esto en nuestra ciudad mientras es huésped del gobierno de Singapur, señora Webber.

—Está bien —murmuró Laura—. ¿Cómo se llama usted, señor?

—Singh, señora.

Todos los sijs se llamaban Singh. Por supuesto. Laura se sintió como una idiota.

—Me iría muy bien una comisaría de policía, señor Singh. Quiero decir una comisaría tranquila, bien lejos de los disturbios.

Singh se metió hábilmente su porra eléctrica bajo el brazo.

—Muy bien, señora. —Estaba esforzándose por no saludar militarmente—. Sígame, por favor.

Avanzaron juntos por el vacío vestíbulo.

—Pronto la dejaré sana y salva —dijo él animosamente—. Las cosas son difíciles en estos momentos.

—Usted lo ha dicho, señor Singh.

Subieron a un montacargas y descendieron un piso, a una polvorienta zona de aparcamiento. Había montones de bicicletas y unos cuantos coches, la mayor parte trastos viejos. Singh señaló con su porra.

—¿Le parece bien montar en la parte de atrás de mi velomotor?

—Sí, estupendo. —Singh quitó la cadena a su moto y la puso en marcha. Subieron, y condujo hacia una rampa de salida con un cómico y agudo zumbido del motor. La lluvia había cesado por.el momento. Singh enfiló la calle.

—Hay bloqueos —indicó Laura.

—Sí, pero… —Singh dudó. Apretó el freno.

Uno de los reactores de combate de alas inclinadas de las Fuerzas Aéreas de Singapur pasó sobre sus cabezas con un sedoso rugir. Con una serpenteante brusquedad, picó, como si estuviera persiguiendo su propia sombra. Una maniobra auténticamente arriesgada. Los dos lo miraron con la boca abierta.

Algo surgió de detrás de una de sus alas. Un misil. Dejó un rastro de humo en el húmedo aire. En los muelles brotó un repentino y violento estallido de fuego blanco anaranjado. Trozos de la destrozada grúa de carga volaron por los aires.

El trueno resonó en las vacías calles.

Singh maldijo y dio la vuelta a su velomotor.

—¡El enemigo ataca! ¡Tenemos que volver inmediatamente a un sitio seguro!

Descendieron de nuevo por la rampa.

—Ese era un reactor singapuriano, señor Singh.

Singh fingió no oírla.

—Ya he terminado mi turno. Venga usted conmigo, por favor.

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