Islas en la Red (42 page)

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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Islas en la Red
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Tomaron un ascensor hasta el sexto piso. Singh guardaba silencio, con la espalda tensamente envarada. Eludió los ojos de ella.

La condujo por el pasillo hasta un apartamento y llamó tres veces.

Una mujer regordeta, con pantalones negros y una túnica suelta, abrió la puerta.

—Mi esposa —dijo Singh. Hizo un gesto a Laura para que entrara.

La mujer la miró asombrada.

—¡Laura Webster! —exclamó.

—¡Sí! —dijo Laura. Sintió deseos de abrazar a la mujer.

Era un pequeño apartamento de tres habitaciones. Muy modesto. Tres chicos de aspecto inteligente aparecieron en la habitación delantera: un niño de nueve años, una niña, y otro chico que apenas gateaba.

—¿Tiene usted
tres
hijos, señor Singh?

—Sí —dijo Singh con una sonrisa. Tomó al chico más pequeño y le revolvió el pelo—. Crea un montón de problemas con los impuestos. He de trabajar en dos sitios. —Él y su esposa empezaron a hablar rápidamente en bengalí, o quizás en hindi, algo incomprensible, pero salpicado con palabras inglesas como
reactor de combate
y
televisión.

La señora Singh, cuyo nombre era Aratavari o algo vagamente similar, llevó a Laura al dormitorio principal.

—Le daré algunas ropas secas —dijo. Abrió el armario y tomó algo del estante superior. Era impresionante: seda verde esmeralda bordada en oro—. Un sari le irá bien —dijo, sacudiéndolo fuertemente. Era a todas luces su mejor ropa. Parecía como algo que la esposa de un rajá llevaría en una ceremonia ritual.

Laura se secó el pelo y el rostro con una toalla.

—Su inglés es muy bueno.

—Soy de Manchester —dijo la señora Singh—. De todos modos, las oportunidades son mejores aquí. —Se volvió educadamente de espaldas mientras Laura se quitaba sus empapados blusa y tejanos. El sari le quedaba demasiado grande en el pecho y estrecho en las costillas. La venció. La señora Singh la ayudó a ajustarlo y hacerle algunas pinzas.

Laura se peinó ante el espejo. Sus ojos afectados por el gas parecían mármoles cuarteados. Pero el hermoso sari le proporcionaba un alucinante aspecto de exótica majestad sánscrita. Si tan sólo David estuviera allí… Sintió una repentina y total oleada de shock cultural, intenso y mareante, como un
déjà vu
con el agitar de un cuchillo.

Siguió a la señora Singh de vuelta a la habitación delantera, descalza y sintiendo el roce de la tela contra su cuerpo. Los niños se echaron a reír, y Singh le sonrió.

—Oh. Está muy bien, señora. ¿Le gustaría beber algo?

—Seguro que me vendría bien un trago de whisky.

—No tenemos alcohol.

—¿Tiene un cigarrillo? —Parecieron impresionados—. Lo siento —murmuró, preguntándose por qué habría dicho aquello—. Es muy amable por su parte haberme traído hasta aquí y todo.

La señora Singh agitó modestamente la cabeza.

—Debería llevar sus ropas a la lavandería. Sólo que el toque de queda lo prohíbe. —El muchacho mayor le trajo a Laura una lata de zumo de guayaba helado. Sabía como escupitajos azucarados.

Se sentaron en el diván. El canal del gobierno estaba conectado, con el sonido muy bajo. Un periodista chino entrevistaba al cosmonauta, que todavía seguía en órbita. El cosmonauta expresó una fe ilimitada en las autoridades.

—¿Le gusta a usted el curry? —preguntó ansiosamente la señora Singh.

—No puedo quedarme —dijo Laura, sorprendida.

—¡Pero debe hacerlo!

—No. Mi compañía votó. Es un asunto de política. Todos iremos a la cárcel.

Los Singh no se mostraron sorprendidos, pero sí tristes y turbados. Laura lo sintió realmente por ellos.

—¿Por qué, Laura? —preguntó la señora Singh.

—Vinimos aquí para tratar con el Parlamento. No nos importa en absoluto esta ley marcial. Ahora somos enemigos del Estado. No podemos seguir trabajando con ustedes.

Singh y su esposa conversaron rápidamente mientras los niños permanecían sentados en el suelo, con los ojos muy abiertos y graves.

—Usted estará segura aquí, señora —dijo finalmente Singh—. Es nuestro deber. Es usted una huésped importante. El gobierno lo comprenderá.

—No es el mismo gobierno —observó Laura—. La laguna Este…, todo ese lugar es ahora zona de disturbios. Están matándose entre sí ahí abajo. Lo he visto ocurrir. Las Fuerzas Aéreas acaban de disparar un misil a nuestra propiedad. Quizá también mataron a algunos de los míos, no lo sé.

La señora Singh se puso pálida. —Oí la explosión…, pero en la televisión no han dicho una palabra. —Se volvió hacia su esposo, que contemplaba pensativo la trenzada alfombra. Empezaron a hablar de nuevo, y Laura interrumpió:

—No tengo derecho a meterles en problemas. —Se puso en pie—. ¿Dónde están mis sandalias?

Singh se puso en pie también. —La escoltaré, señora.

—No —dijo Laura—, será mejor que usted se quede aquí y guarde su propio hogar. Mire, las puertas de abajo están rotas, por si no se había dado cuenta. Esos antilaboristas ocuparon nuestro almacén…, pueden venir hasta aquí también, en cualquier momento que quieran, y tomar a todo el mundo como rehenes. Tienen las ideas muy claras, sea lo que sea en lo que creen. Y tampoco temen morir.

—Yo no temo morir —insistió testarudamente Singh. Su esposa empezó a gritarle algo. Laura encontró sus sandalias…, el pequeño estaba jugando con ellas detrás del diván. Se las puso.

Singh, con el rostro enrojecido, salió en tromba del apartamento. Laura lo oyó en el pasillo, gritando y golpeando las puertas con su porra.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Los dos niños mayores corrieron hacia la señora Singh y se aferraron a ella, hundiendo los rostros en su túnica.

—Mi marido dice que fue él quien la rescató, a usted, una mujer famosa de la televisión, con el aspecto de un gato empapado y perdido. Y que usted ha compartido el pan en su casa. Y que no va a enviar a una indefensa mujer extranjera ahí fuera para que la maten por las calles como un perro paria.

—Sabe hablar bien, en su propio idioma.

—Quizás eso lo explique —dijo la señora Singh, y sonrió.

—No creo que una lata de zumo de guayaba se califique realmente como «compartir el pan».

—No era guayaba. Era sopa agridulce. —Palmeó la cabeza de su niña—. Es un buen hombre. Es honesto, y trabaja muy duro, y no es estúpido ni mezquino. Y nunca nos ha pegado ni a mí ni a los niños.

—Eso es consolador —dijo Laura.

La señora Singh la miró fijamente.

—Le diré una cosa, Laura Webster, porque no quiero que eche usted a perder la vida de mi hombre. Sólo porque usted es política, y él no entiende mucho de esas cosas.

—No soy política —protestó Laura—. Soy simplemente una persona, como usted.

—Si fuera como yo, estaría usted en casa con su familia.

Singh entró bruscamente, agarró a Laura por el brazo y la arrastró fuera al pasillo. Había puertas abiertas arriba y abajo por todo el pasillo, y éste se hallaba lleno con hombres indios en ropa interior, confusos y furiosos. Cuando la vieron, rugieron sorprendidos.

En unos pocos segundos estaban todos a su alrededor.

«Ñamaste, ñamaste»,
el saludo indio, inclinando la cabeza sobre las manos juntas, palma contra palma. Algunos tocaron el arrastrante borde de su sari, respetuosamente. Un rugir de voces.

—Mi hijo, mi hijo —no dejaba de repetir un hombre gordo en inglés—. ¡Es un PAL, mi hijo!

La puerta del ascensor se abrió, y la empujaron dentro. Se apretujaron hasta el límite, y otros hombres corrieron hacia las escaleras. El ascensor descendió lentamente, con sus cables gruñendo, atestado como un autobús sobrecargado.

Unos minutos más tarde la habían sacado a la calle. Laura no estaba segura de cómo había sido tomada la decisión, ni siquiera si alguien había tomado conscientemente una. Se habían abierto ventanas en todos los pisos, y la gente se gritaba la noticia arriba y abajo en el empapado calor de media tarde. Más y más gente estaba saliendo…, una marea humana. No furiosa sino maníaca, como soldados de permiso y chicos saliendo de la escuela…, arracimándose, gritando, dándose palmadas en los hombros unos a otros.

Laura sujetó la manga caqui de Singh. —Mire, no necesito todo esto…

—Es la gente —murmuró Singh. Sus ojos parecían veladamente extáticos.

—¡Que hable! —gritó un hombre con una aljuba a rayas—. ¡Que hable!

El grito se extendió. Dos chicos hicieron rodar un bidón de basura volcado a la calle y lo levantaron sobre uno de los extremos como un pedestal. La subieron a él. Hubo frenéticos aplausos.

—Tranquilos, tranquilos…

De pronto, todos estaban mirándola. Laura sintió un terror tan absoluto que tuvo la seguridad de que iba a desvanecerse. Di algo, idiota…, rápido, antes de que te maten.

—Gracias por intentar protegerme —chirrió. Vitorearon, sin captar lo que había dicho, sólo complacidos de que ella pudiera hablar, como una auténtica persona. Poco a poco, su voz volvió a ella.

—¡Nada de violencia! —gritó—. Singapur es una ciudad moderna. —A su alrededor los hombres murmuraron traducciones en voz baja. La multitud siguió creciendo y congregándose a su alrededor—. La gente moderna no se mata entre sí —dijo Laura. El sari se le estaba deslizando del hombro. Volvió a ponerlo en su lugar. Aplaudieron, dándose codazos, con los blancos de sus ojos brillando.

Era el condenado sari, pensó, desconcertada. Les encanta. Una alta rubia extranjera en un pedestal, envuelta en oro y verde, algún tipo de Kali demente…

—¡Sólo soy una estúpida extranjera! —gritó. Unos pocos momentos antes habían decidido creerla…, ahora se rieron y aplaudieron—. ¡Pero no quiero perjudicar ni herir a nadie! ¡Así que quiero ir a la cárcel!

Un repentino silencio asombrado.

—Así que unos cuantos de vosotros, muy tranquilamente, por favor, llevadme a la cárcel. Muchas gracias. —Bajó del bidón.

Singh la ayudó a mantener el equilibrio.

—¡Eso estuvo bien!

—Usted conoce el camino —dijo ella urgentemente—. Así que nos guiará, ¿eh?

—¡De acuerdo! —Singh hizo girar su porra por encima de su cabeza— ¡Todo el mundo, en marcha! ¡A la cárcel!

Ofreció su brazo a Laura. Avanzaron rápidamente por entre la multitud, que se abrió ante ellos para volver a cerrarse detrás.

—¡A la cárcel! —gritó Aljuba a Rayas, saltando a uno y otro lado, agitando los brazos—. ¡A Changi!

Otros recogieron el grito. «Changi, Changi.» El destino parecía canalizar sus energías. La mareante sensación de explosividad se fundía en la situación, como una antorcha que arde intensamente al principio y luego se asienta en una calmada llama. Los niños corrían por delante de ellos, para volverse y maravillarse ante la multitud que avanzaba. Miraban con la boca abierta, y saltaban, y se daban codazos los unos a los otros. La gente miraba desde los edificios de las calles laterales. Se abrían ventanas, y puertas.

Al cabo de tres manzanas, la multitud aún seguía creciendo. Avanzaban hacia el norte, por la South Bridge Road. Frente a ellos se alzaban los ciclópeos edificios del centro de la ciudad. Un delgado chino con un pelo liso hasta los hombros y aspecto de maestro de escuela apareció junto a Laura.

—¿Señora Webster?

—¿Sí?

—¡Me siento complacido de ir con usted a Changi! ¡Amnistía Internacional tenía moralmente razón!

Laura parpadeó.

—¿Eh?

—Los prisioneros políticos… —La multitud dio una arremetida, y fue arrastrado lejos de ella. La multitud tenía una escolta ahora…, dos helicópteros de la policía que siseaban por encima de la calle. Laura se acobardó un poco, con los ojos ardiendo por el recuerdo, pero la multitud saludó con las manos y vitoreó, como si los helicópteros fueran alguna especie de ayuda.

Entonces se le ocurrió. Sujetó a Singh por el brazo.

—¡Hey! Yo sólo quiero ir a una comisaría de policía. ¡No capitanear una marcha contra la maldita Bastilla!

—¿Qué, señora? —gritó Singh, sonriendo desconcertado—. ¿Qué astilla?

Oh, Dios. Si sólo pudiera salirse aunque fuera temporalmente de ello. Miró alocada a su alrededor, y la gente la saludó con la mano y sonrió. Qué idiota había sido poniéndose aquel sari. Era como envolverse en neón verde.

Ahora avanzaban a través de la parte más densa del barrio chino de Singapur. Temple Street, Pagoda Street. La psicodélica estupa cubierta de estatuas de un templo hindú se alzó a su izquierda. «Sri Mariamman», leyó. Diosas policromas se miraban entre sí como si hubieran planeado todo aquello, simplemente como diversión. Sonaban sirenas allí delante, en un cruce importante. Y claxons. Caminaban directamente hacia allá. Un millar de policías furiosos. Una masacre.

Y entonces lo vio. No policías, en absoluto, sino otra multitud de civiles. Desembocando directamente en el cruce, hombres, mujeres, niños. Por encima de ellos una bandera, una sábana que alguien había atado entre dos palos de bambú. Unas letras pintadas: larga vida al canal tres…

La multitud de Laura emitió un sorprendente suspiro surgido de lo más profundo de los corazones, como si cada persona en ella hubiera divisado a un amante largo tiempo perdido. De pronto todo el mundo estaba corriendo, con los brazos extendidos. Las dos multitudes se encontraron, y se fundieron, y se mezclaron. El vello se erizó en la nuca de Laura. Había algo en aquella multitud, algo puramente mágico…, una electricidad social mística. Pudo sentirlo en sus huesos, algún tipo de alegre sensación triunfante opuesta a la horrible locura de la multitud que había visto en el estadio. La gente caía, pero se ayudaban unos a otros a volver a ponerse en pie y se abrazaban…

Perdió a Singh. De pronto se encontró sola en la multitud, caminando en medio de un largo torbellino fractal de ella. Miró calle abajo. A una manzana de distancia, otra submultitud, y un grupo de coches de la policía, rojos y blancos.

Su corazón dio un vuelco. Se apartó de la multitud y corrió hacia ellos.

Los policías estaban rodeados. Estaban encajados en medio de la multitud, como jamón en gelatina. La gente —todo el mundo— simplemente se había arracimado en torno de los policías, inmovilizándolos. Las portezuelas de los coches patrulla estaban abiertas y los agentes intentaban razonar con ella, sin resultado.

Laura avanzó en cuña por entre la multitud. Todo el mundo gritaba, y sus manos estaban llenas…, no de armas, sino de todo tipo de extrañas cosas: bolsas con panecillos, radios a transistores, incluso un puñado de caléndulas arrancadas de la maceta de alguna ventana. Estaban arrojándolas a la policía, suplicándoles que las cogieran. Una matrona de mediana edad le estaba gritando apasionadamente a un capitán de la policía:

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