Laura no pudo dormir, presa aún de la alquimia del horror y la excitación. Las aguas negras de sus pesadillas habían irrumpido de nuevo en su vida. Pero ahora
lo estaba haciendo mejor.
Esta vez había salvado realmente a alguien. Había saltado en medio de todo aquello y rescatado realmente a alguien, una estadística al azar: el pequeño Geoffrey Yong. El pequeño Geoffrey, que vivía en el distrito de Bukit Timah y estaba en primer grado e iba a lecciones de violín. Se lo había devuelto, vivo e indemne, a su madre.
—Yo también tengo una niña pequeña —le había dicho Laura a la señora Yong. Ésta le había dirigido una mirada inolvidable de enorme y mística gratitud. Una galantería de campo de batalla entre hermanas-soldado del Ejército de la Maternidad.
Comprobó de nuevo su relófono. Ahora era mediodía en Georgia. Podía llamar de nuevo a David, en su escondite en el Refugio Rizome. Sería estupendo oír de nuevo su voz. Se echaban terriblemente en falta, pero al menos él estaba allí al teléfono para darle una visión del mundo exterior y decirle que lo estaba haciendo bien. Eso constituía toda la diferencia, aliviaba el peso de encima de sus hombros. Necesitaba desesperadamente hablar de lo que había ocurrido. Oír la dulce y pequeña voz de la niña. Y hacer los arreglos necesarios para salir inmediatamente de aquella maldita ciudad y volver allá donde correspondía.
Tecleó los números. Oyó la señal de llamada. Luego nada. El maldito aparato se había roto o algo así. Aplastado en el tumulto.
Se sentó en el catre y probó algunas funciones. Todavía estaba allí su agenda, y la lista de datos turísticos que le habían proporcionado en la aduana… Quizá la señal era mala, demasiado acero en las paredes de aquel estúpido almacén. Había dormido en los lugares más extravagantes a lo largo de su vida, pero aquella ruina los superaba todos, incluso para Rizome.
Hubo un parpadeo en la televisión. Laura bajó la vista.
Cuatro muchachos con atuendos blancos de kárate —no, túnicas griegas— habían saltado sobre el locutor. Lo tenían derribado en el suelo fuera del hospital, y estaban lanzándole metódicamente puñetazos y patadas. Chicos jóvenes, quizás estudiantes. Pañuelos a rayas cubrían sus bocas y narices. Uno de ellos golpeó la cámara con una pancarta de protesta escrita en un apresurado y torpe chino.
La escena cambió rápidamente a un estudio donde una mujer eurasiática de mediana edad contemplaba desconcertada su monitor.
Laura subió en seguida el sonido. La mujer cogió bruscamente una hoja de impresora que le tendían. Empezó a decir algo en chino.
—¡Maldita sea! —Laura cambió de canal.
Una conferencia de prensa. Un tipo chino con una bata de médico. Tenía aquella extraña y repulsiva expresión propia de algunos singapurianos viejos…, los más ricos. Un tenso rostro de vampiro, con la piel lisa y sin edad. Parte pelo teñido, parte cirugía plástica, parte glándulas de mono quizás, o transfusiones semanales extraídas de quinceañeros del Tercer Mundo…
—…completamente funcional, sí —decía el doctor Vampiro—. Hoy en día, mucha gente con el síndrome de Tourette puede vivir vidas completamente normales. Farfulleo farfulleo farfulleo desde el suelo.
Aquello parecía grabado. Laura no estaba segura de por qué. De alguna forma, carecía de la cualidad del directo.
—Después del ataque, la señorita Ting sujetó las manos del primer ministro —dijo el doctor Vamp—. Debido a ello, el agente de transferencia contaminó también sus dedos. Por supuesto, su dosis de la droga fue muy inferior a la recibida por el primer ministro. Mantenemos todavía a la señorita Ting bajo observación. Pero las convulsiones y, bueno, todo lo demás, no se presentaron en su caso.
Laura sintió una oleada de shock y repugnancia. Aquella pobre actriz. Habían alcanzado a Kim a través de algo que había tocado, y ella había cogido sus manos. Había sujetado las manos del líder de su país mientras éste estaba echando espuma por la boca y gritando como un babuino loco. Oh, Cristo. ¿Qué había pensado la señorita Ting cuando se dio cuenta de que ella había sido afectada también? Laura se perdió la siguiente pregunta. Farfulleo farfulleo Granada farfulleo.
Un fruncimiento de ceño, un gesto brusco.
—Utilizar la biomedicina para el terrorismo político es… horrible. Viola todo código ético concebible.
—¡Maldito jodido hipócrita! —exclamó Laura al televisor.
Una suave llamada en la puerta. Laura se sobresaltó, luego estiró hacia abajo su camiseta de algodón hasta cubrir su ropa interior.
—Adelante.
El esposo de Suvendra asomó la cabeza por la puerta, un pulcro hombrecillo con una red para el pelo y un pijama de papel.
—He oído que estaba despierta —dijo educadamente. Su acento era incluso menos comprensible que el de Suvendra—. Hay un mensajero en la puerta de carga. ¡Pide por usted!
—Oh, bien. Ahora bajo. —El hombrecillo se fue, y Laura se puso los tejanos. Unos tejanos militares granadinos…, añora que se había acostumbrado a ellos, le gustaban. Se calzó unas sandalias baratas de espuma que había comprado allí por el precio de un paquete de chicle.
Salió de la habitación, recorrió el pasillo, descendió las angostas escaleras, bajo las arqueadas vigas y las polvorientas luces de arco. Las paredes estaban alineadas con el dominó de contenedores de carga y cajas de acero encajables del tamaño de casas móviles. Un robot de carga, con las ruedas alzadas, estaba apilándolas con su carretilla elevadora hidráulica incorporada. El lugar olía a arroz y grasa y café y caucho.
Fuera del almacén, en el muelle de carga, uno de los miembros del equipo Rizome de Suvendra estaba hablando con el mensajero. La vieron, y hubo un rápido destello de rojo cuando el muchacho Rizome apagó un cigarrillo.
Los pies del mensajero, calzados con sandalias, estaban apoyados en el manillar de su vehículo, un elegante triciclo de pasajeros enmarcado con bambú lacado y cuerdas de piano.
Saltó de su asiento con una fácil gracia de ballet. Llevaba una ajustada camiseta blanca y unos pantalones baratos de papel. Parecía tener unos diecisiete años, un chico malayo de redondos ojos castaños y brazos de gimnasta.
—Buenas tardes, señora.
—Hola —dijo Laura. Se estrecharon la mano, y él clavó su nudillo en la palma de ella. Un apretón de manos de sociedad secreta.
—Es «perezoso» y «estúpido» —apuntó el muchacho Rizome. Como el resto del equipo local de Suvendra, el muchacho Rizome no era singapuriano, sino maphilindonesio, de Yakarta. Se llamaba Alí.
—¿Eh? —dijo Laura.
—Soy «no apto para empleo convencional» —dijo el mensajero, significativamente.
—Oh. De acuerdo —respondió Laura, comprendiendo. El chico era de la oposición Local. El Partido Antilaborista.
Suvendra había conseguido una cierta solidaridad con el líder de los antilaboristas. Se llamaba Razak. Como Suvendra, Razak era malayo, un grupo minoritario en una ciudad en un ochenta por ciento china. Había conseguido aglutinar a su alrededor un frágil mandato local: en parte étnico, en parte de clase, pero en su mayoría pura marginación lunática.
La filosofía política de Razak era extraña, pero había resistido testarudamente los asaltos del partido gobernante de Kim. En consecuencia, se hallaba ahora en una posición desde la que podía plantear preguntas embarazosas en el hemiciclo del Parlamento. Sus intereses coincidían en parte con los de Rizome, así que eran en cierto modo aliados.
Y los antilaboristas también hacían pleno uso de la alianza. Bandas dispersas de ellos se dejaban caer por el almacén Rizome, mendigando favores, utilizando los teléfonos y los lavabos, sacando copias de peculiares folletos en la fotocopiadora de la compañía. Por las mañanas se agrupaban en los parques de la ciudad, comiendo pasta de proteína y practicando las artes marciales con sus arrugados pantalones de papel. La gente se reunía a su alrededor para reírse de ellos.
Laura lanzó al chico su mejor mirada conspiradora. —Gracias por venir tan tarde. Aprecio tú, eh, dedicación.
El chico se encogió de hombros.
—No hay problema, señora. Soy el observador para sus derechos civiles.
Laura miró a Alí.
—¿Qué?
—Se quedará aquí toda la noche —explicó Alí—. Observando para nuestros derechos civiles.
—Oh. Gracias —dijo vagamente Laura. Parecía una excusa tan buena como cualquier otra para haraganear—. Podemos bajarte un poco de comida o algo.
—Sólo como escop —dijo el chico. Sacó un arrugado sobre de un lugar oculto bajo el asiento de su triciclo. Con membrete parlamentario: el honorable Dr. Robert Razak, M.P. (Anson).
—Es de Bob —les dijo Laura, esperando recuperar así algo del prestigio perdido. Lo abrió.
Había una apresurada anotación con tinta roja encima de un texto de impresora.
Pese a nuestra bien fundada oposición ideológica, nosotros el Partido Antilaborista mantenemos por supuesto archivos en el Banco Islámico Yung Soo Chim, y este mensaje llegó a las 21:50 hora local, dirigido a usted. Si es necesaria respuesta, no utilice el sistema telefónico local. Le deseamos la mejor suerte en estos tiempos difíciles. Sigue mensaje:
YDOOL EQKOF UHFNH HEBSG HNDGH QNOPQ LUDOO. ¡JKEIL KIFUL FKEIP POLKS DOLFU JEHNF HFGSE! IHFUE KYFEN KUBES KUVNE KNESE NHWQQ KVNE1? JEUNF HFENA OBOHE BHSIF WHIBE. ¡QHIRS Q1FES BEHSE IPHES HBESA HF1EW HBEIA!
David
—Es de David —exclamó Laura—. Mi esposo.
—Esposo —murmuró el chico del Partido. Pareció lamentar oír que lo tuviera.
—¿Por qué esto? ¿Por qué simplemente no me telefoneó? —dijo Laura.
—Los teléfonos no pueden utilizarse —dijo el chico—. Están llenos de fantasmas.
—¿Fantasmas? —frunció el ceño Laura—. ¿Quieres decir espías?
El chico murmuró algo en malayo.
—Quiere decir demonios —tradujo Alí— Espíritus malignos.
—¿Estás bromeando? —se sorprendió Laura.
—El, o ello, me dice que son espíritus malignos —dijo calmadamente el chico—. «Emitiendo amenazas terroristas destinadas a sembrar el pánico y la disensión.» Una felonía, según el artículo 15, sección 3. —Frunció el ceño—. ¡Pero me lo dice sólo en inglés, señora! No utiliza el idioma malayo, pese a que el uso del malayo está oficialmente ordenado según la Constitución de Singapur.
—¿Qué es lo que dice el demonio? —preguntó Laura.
—«Los enemigos de los justos arderán con el fuego del azufre —citó el chico—. El torbellino ardiente golpeará al opresor.» Y cosas así. Me llama por mi nombre. —Se encogió de hombros—. Mi madre gritó.
—Su madre piensa que él tendría que conseguir un trabajo —confió Alí.
—El futuro pertenece a los estúpidos y los perezosos —declaró el chico. Dobló sus piernas y las perchó expertamente en la barra de bambú de su triciclo.
Alí se frotó la barbilla.
—Los idiomas chino y tamil…, ¿también fueron despreciados?
Una ráfaga de viento sopló desde el mar. Laura se frotó los brazos. Se preguntó si no debería darle una propina al chico. No, se recordó…, el Partido Antilaborista tenía alguna especie de extraña fobia hacia tocar dinero.
—Me vuelvo dentro.
El chico examinó el cielo.
—El monzón de Sumatra está llegando, señora. —Soltó unos cierres y tiró del techo en acordeón de su triciclo. El nilón blanco estaba pintado de rojo, negro y amarillo: un Buda riente, coronado de espinas.
Dentro del almacén, el señor Suvendra estaba sentado en una esterilla de carga acolchada de color gris bajo la acuosa luz del domo geodésico. Tenía ante sí un televisor y una taza de café. Laura se reunió con él y se sentó con las piernas cruzadas a su lado.
—Yo no soy como ese turno de medianoche —dijo el hombre—. Su mensaje, ¿qué dice?
—¿Qué entiende usted de él? Es de mi esposo. —Se lo tendió.
El hombre examinó el papel.
—No es inglés…, es una clave de ordenador.
Un robot de carga entró rodando con un contenedor a su espalda. Apiló la caja en su lugar con un poderoso zumbar hidráulico. El señor Suvendra lo ignoró.
—Usted y su esposo tienen una clave, ¿no? Un código. Para ocultar el significado y demostrar que el mensaje es realmente de él.
—¡Nunca hemos usado nada parecido! Eso es cosa de la Tríada.
—La Tríada, la hermandad china. —Suvendra sonrió—. Como nosotros, buena
gemeineschaft.
—¡Ahora estoy preocupada! ¡Tengo que llamar a David inmediatamente!
Suvendra agitó la cabeza.
—La tele dice que los teléfonos son malditamente inútiles. Los subversivos, ya sabe.
Laura pensó en aquello.
—Mire, puedo coger un taxi hasta el otro lado y llamar desde un teléfono en Johore. Eso es territorio malayo. Maphilindonesio, quiero decir.
—Por la mañana —dijo Suvendra.
—¡No! David puede estar herido. ¡Pueden haberle disparado! ¡Puede estar muriéndose! O quizá nuestra hija… —Sintió una creciente excitación de culpabilidad y miedo—. Voy a llamar un taxi ahora mismo. —Accedió a los datos turísticos de su relófono.
—Taxis —anunció el teléfono con una fina voz—. Singapur tiene más de doce mil taxis automáticos, más de ocho mil de ellos con aire acondicionado. La bajada de bandera es de dos ecus, que cubren además el recorrido de los primeros mil quinientos metros o parte…
—Acabe con eso —chirrió Laura.
—…solicitados desde la acera o telefoneando al 452-5555…
—Correcto. —Laura tecleó los números. No ocurrió nada—. ¡Mierda!
—Tome un poco de café —ofreció Suvendra.
—¡Han cortado los teléfonos! —exclamó Laura, dándose cuenta de ello de nuevo, pero con una auténtica punzada esta vez—. ¡La Red no existe! ¡No puedo entrar en la maldita Red!
Suvendra se atusó su fino bigote.
—Es tan importante para ustedes, ¿verdad? En su Norteamérica.
Ella se palmeó la muñeca, con la fuerza suficiente como para que le doliera.
—¡David debería estar hablando aquí ahora mismo! ¿Qué clase de lugar insignificante es éste? —Ningún acceso. De pronto le pareció que le costaba respirar—. Mire, tienen que tener ustedes alguna otra línea al exterior, ¿no? Un fax, o un télex, o algo.
—No, lo siento. Aquí en Rizome Singapur las cosas no han sido muy fáciles. Hasta muy recientemente no nos hemos mudado a este maravilloso lugar —Suvendra agitó un brazo, abarcando a su alrededor—. Resultó muy difícil para nosotros. —Se encogió de hombros—. Relájese un poco, tome algo de café, Laura. Puede que el mensaje no sea nada. Un truco del Banco.