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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red (36 page)

BOOK: Islas en la Red
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Laura se dio una palmada en la frente.

—Apuesto a que el Banco tiene alguna línea al exterior. Seguro. ¡Fibras ópticas protegidas! Ni siquiera Viena puede penetrarlas. Y están ahí mismo, en Bencoolen Street.

—Oh, créame —dijo Suvendra—, es muy mala idea.

—Mire, conozco a gente allá. El viejo señor Shaw, un par de sus guardias. Fueron huéspedes en mi casa. Me lo deben.

—No, no. —Se llevó una mano a la boca.

—Me lo deben. Los muy estúpidos bastardos, ¿para qué otra cosa sirven? ¿Qué van a hacerme, dispararme? Eso armaría un gran revuelo en el Parlamento, ¿no? Demonios, no les temo…, voy a ir ahora mismo. —Se puso en pie.

—Es muy tarde —dijo tímidamente Suvendra.

—Son un banco, ¿no? Los bancos están abiertos las veinticuatro horas.

El hombre alzó la vista hacia ella.

—¿Son todos como usted, ahí en Texas?

Laura frunció el ceño.

—¿Qué se supone que quiere decir con esto?

—No puede llamar un taxi —dijo él con espíritu práctico—. No puede caminar bajo la lluvia. Se resfriará. —Se puso en pie—. Espere aquí, iré a buscar a mi esposa. —Se fue.

Laura salió fuera. Alí y el chico del Partido estaban sentados juntos en el asiento de atrás del triciclo, bajo la cubierta, cogidos de la mano. Eso no significaba nada. Una cultura diferente. Probablemente no, de todos modos…

—Hola —dijo—. Hummm, no capté tu nombre.

—Treinta y seis —dijo el chico.

—Oh… ¿Hay una parada de taxis cerca de aquí? Necesito uno.

—Esto es un taxi —dijo inexpresivamente Treinta y seis.

—¿Puedes llevarme al Banco Yung Soo Chim? ¿En Bencoolen Street?

El agente Treinta y seis silbó ligeramente entre dientes. Alí sacó un cigarrillo.

—¿Puedes darme uno de ésos? —pidió Laura.

Alí lo encendió y se lo tendió, con una sonrisa. Laura dio una calada. Sabía como basura quemándose, con un ligero aroma a clavo. Tuvo la sensación de que sus papilas gustativas empezaban a morir bajo la capa de sustancias cancerígenas. Alí se mostró complacido.

—De acuerdo, señora —dijo Treinta y seis, con un fatalista encogimiento de hombros—. La llevo. —Dio un codazo a Alí para sacarlo de la parte de atrás del triciclo, luego hizo un gesto a Laura—. Suba, señora. Empiece a pedalear.

Laura pedaleó enérgicamente fuera de los muelles y a lo largo de un kilómetro Trafalgar Street arriba. Entonces los cielos se abrieron como un globo lleno de agua y empezaron a derramar lluvia en torrentes increíbles. Se detuvo y compró un impermeable en una máquina automática en una esquina.

Giró por Anson Road arriba, pedaleando fuertemente, sudando dentro del plástico barato. La lluvia se deslizaba junto a las ruedas y se acumulaba en los bordillos antes de ser engullida por las invisibles cloacas.

Había unas cuantas viejas casas coloniales junto a los muelles: columnas blancas, porches y galerías. Pero, a medida que se acercaban al centro, la ciudad empezó a elevarse. Anson Road se convirtió en un estrecho desfiladero en medio de una cadena montañosa de acero y cemento y cerámica.

Era como el centro de Houston. Pero más parecido a Houston de lo que Houston había tenido nunca el valor de llegar a ser. Era un hormiguero, un brutal asalto contra cualquier sentido de la escala. Enormemente pesadillescas espiras cuyos recios cimientos cubrían manzanas enteras. Sus partes superiores mostraban resaltes triangulares de refuerzo que les daban un aspecto como de parrillas para wafles. Contrafuertes, supercarreteras cubiertas de cristal, parecían flotar a un kilómetro por encima del nivel del mar.

Se alzaban piso tras piso, silenciosos como un sueño: edificios tan inexpresablemente enormes que perdían todo sentido de gravidez; colgaban encima del suelo como masas de cúmulos euclidianos, con sus cimas perdidas en sábanas de lluvia gris acero.

Aquí y
allá
se divisaban los redondeados túneles de los trenes levmag de Singapur; vio uno pasar rápidamente por encima de Tanjong Pagar, brillante y sin ruedas, con sus vagones resplandeciendo blancos y rojos a la luz del anuncio de la Coca-Cola de Singapur.

El agente Treinta y seis la guió fuera de la calle, a través de las puertas automáticas de unas galerías comerciales. El aire acondicionado se aferró a sus húmedas pieles. Pronto estaba pedaleando junto a hilera tras silenciosa hilera de tiendas de ropa, vídeo, centros de salud de aspecto miserable que ofrecían rebajas en el fraccionamiento sanguíneo.

Siguieron conduciendo durante casi dos kilómetros a través de pasillos cerámicos brillantemente iluminados por chillones anuncios que hacían que el cerebro doliera.

Serpenteando arriba y abajo por vacías rampas, haciendo una pausa en una ocasión para entrar en un ascensor. Treinta y seis alzó casualmente el triciclo sobre sus ruedas traseras, empotró la parte frontal, y lo empujó tras él como si fuera una carretilla de mano.

Las galerías estaban casi desiertas; una ocasional cafetería o restaurante abierto toda la noche, con sus sobrios y bien vestidos clientes masticando tranquilamente sus ensaladas bajo vividos pero insípidos murales de margaritas y gaviotas. En una ocasión vieron algunos policías, la élite de Singapur, con sus bien planchados shorts guija azules, con pistolas inmovilizadoras y porras eléctricas de un metro.

Laura ya no sabía dónde estaba el suelo. No parecía significar mucho allí.

Cruzaron una acera. Bajo ellos acechaba una pandilla de ciclistas quinceañeros: muchachos chinos bien vestidos con flequillos engominados, camisas blancas de seda y resplandecientes bicicletas cromadas con respaldo. Treinta y seis, que había permanecido medio echado en la parte de atrás, con los pies alzados, se sentó erguido y gritó. Dirigió a los muchachos una serie de gestos crípticos, el último de ellos inconfundiblemente obsceno.

Se reclinó de nuevo hacia atrás.

—Pedalee rápido —dijo a Laura.

Los muchachos allá abajo se separaron en grupos de caza.

—Déjeme pedalear a mí —dijo entonces Treinta y seis. Laura saltó jadeante a la parte de atrás. Treinta y seis se hizo cargo de los pedales, y el triciclo partió hacia delante como un mono escaldado. Giraron las esquinas sobre dos ruedas, con las recias piernas del chico rozando ruidosamente contra sus pantalones de papel.

Cruzaron el río Singapur a ochocientos metros sobre el suelo, por el interior de un túnel de cristal en arco que ofrecía puestos de bocadillos y de alquiler de telescopios. Hinchado por la lluvia tropical, el pequeño río avanzaba encajonado en su restrictiva canalización de cemento. Algo en aquella vista deprimió enormemente a Laura.

La lluvia había cesado cuando llegaron a Bencoolen Street. Un amanecer tropical del color del hibisco rozaba los más altos picos de cemento del centro de la ciudad.

El Banco Islámico Yung Soo Chim era un modesto edificio, cosecha 1990, una caja de cartón de oficinas de espejeante cristal de sesenta pisos de altura.

Fuera había una cola de gente de una manzana de largo. El agente Treinta y Seis pasó en silencio junto a ella, esquivando lánguidamente los taxis automáticos.

—Espera un momento —murmuró Laura al vacío aire—. Yo
conozco
a esa gente.

Los había visto a todos antes. En el aeropuerto de Granada, inmediatamente después del ataque. Las vibraciones eran inquietantes. La misma gente…, sólo que, en vez de yanquis y europeos y sudamericanos, éstos eran japoneses, coreanos, del sudeste asiático. La misma mezcla, sin embargo…, tees de aspecto degradado, rufianes de ojos vacíos de dinero y artistas con expresión ceñuda y arrugados trajes tropicales. Todos con la misma apariencia inquieta y desconfiada de la gente feliz en su ambiente que de pronto se ha visto arrojada fuera de él…

Sí. Era como si el mundo hubiera derramado un cubo de crimen en una bañera, y aquella manzana de la ciudad fuera su desagüe, lleno de suciedad y pelos.

Restos arrastrados por la marea, basura flotante, que debía ser rastrillada y eliminada. De pronto imaginó la inmóvil y sin embargo intranquila cola de gente puesta en fila y fusilada. La imagen despertó en ella una oleada de repugnante alegría. Se sintió mal. Estaba perdiendo el control. Malas vibraciones…

—Para —dijo. Saltó fuera del triciclo y cruzó la calle. Caminó deliberadamente hacia la parte delantera de la fila: un par de nerviosos tees japoneses.

—¡Konnichiwa!
—Los dos hombres la miraron hoscamente. Sonrió—.
¿Denwa wa doko ni arimasu ka?

—Si tuviéramos un teléfono lo estaríamos usando en estos momentos —dijo el japonés más alto—. Y puede dejar usted ese
nihongo
de escuela secundaria: soy de Los Ángeles.

—¿De veras? —dijo Laura—. Yo soy de Texas.

—Texas… —Bruscamente, sus ojos se abrieron mucho—. Jesús, Harvey, mira. Es ella. Es su rostro.

—Webster —dijo Harvey—. Barbara Webster. ¿Qué demonios le ha ocurrido, muchacha? Parece una jodida rata ahogada. —Miró hacia el triciclo y se echó a reír—. ¿Ha venido hasta aquí en esa pequeña jodida bici?

—¿Cómo puedo pasar toda esa mierda y alcanzar la Red? —preguntó Laura.

—¿Por qué deberíamos decírselo? —gruñó Los Ángeles—. Usted nos crucificó en el Parlamento. Deberíamos romperle sus malditas piernas.

—No soy enemiga del Banco —exclamó Laura—. Soy una integracionista. Creí que había dejado eso bien claro en mi testimonio.

—Tonterías —dijo Harvey—. ¿Me está diciendo usted que hay sitio en su pequeña Rizome para tipos que hacen
chips mosqueteros
? ¡Y una mierda! ¿Es usted tan recta como actúa? ¿O fue desviada en Granada? ¡Yo creo que fue desviada! Porque no veo cómo ningún demócrata burgués de mamá y papá se mezcla jodidamente con el PIP por
principio.

En ese momento Treinta y seis había cruzado con éxito la calle, empujando su plegado triciclo.

—Podrían ser ustedes un poco más educados con la señora —sugirió.

Los Ángeles examinó al chico.

—No me diga que se mezcla usted con esos pequeños jodidos… —De pronto lanzó un chillido y se agarró el muslo—. ¡
Maldita
sea! ¡Ya está de nuevo! ¡Alguna jodida cosa me ha picado, hombre!

Treinta y seis se echó a reír. El rostro de Los Ángeles se nubló instantáneamente. Lanzó un empellón contra el chico. Treinta y seis lo esquivó con facilidad. Con un apagado clac, Treinta y seis tiró de una de las barras lacadas del triciclo y la desprendió de sus fijaciones. La mantuvo sujeta en su mano como una porra y sonrió, y sus ojos como dos brillantes botones relucieron como masas de grasa para ejes.

Los Ángeles retrocedió unos pasos fuera de la fila y se dirigió a los demás.

—¡Algo me picó! —gritó—. ¡Como una jodida abeja! ¡Y si fue ese chico, como creo que fue, alguien de aquí debería romperle su jodida espalda! ¡Y maldita sea, yo he estado de pie aquí toda la noche! ¡Y ahora vienen los jodidos importantes como esa mujer y pretenden entrar directamente y, hey! ¡Se trata de esa jodida puta Webster, todos! ¡Lauren Webster! ¡Prestad atención, maldita sea!

La multitud le ignoró, con la inhumana paciencia de los urbanitas ignorando a un borracho. Treinta y seis agitó tranquilamente su palo de bambú.

Un tamil se acercó cojeando por el pavimento. Llevaba un dhoti, la camisa étnica de un indio del sur. Lucía un vendaje en su oscura y desnuda pantorrilla, y se ayudaba al andar con un adornado bastón. Lanzó a Harvey un amago de golpe en la barriga con la punta de caucho de éste.

—¡Calme aquí a su amigo, muchacho! —aconsejó—. ¡Compórtense como ciudadanos civilizados!

—¡Que te jodan, tullido! —ofreció indiferentemente Harvey.

Un taxi automático se detuvo junto a la acera y abrió su portezuela.

Un perro loco saltó de él.

Era un enorme y feo cruce que parecía medio doberman, medio hiena. Su pelaje era liso y como mojado, con algo denso y oleoso, como vómito o sangre. Brotó del taxi con un frenético ladrido y se lanzó hacia la multitud, como disparado por un cañón.

Se metió con violencia entre la gente. Tres hombres cayeron al suelo, gritando. La multitud retrocedió aterrada.

Laura oyó las mandíbulas del perro chasquear como castañuelas. Arrancó un bocado del antebrazo de un hombre gordo, luego saltó hacia arriba en obscena y desesperada cabriola y se lanzó contra la entrada del banco. De su boca brotaron grandes ladridos y chillidos, como el lenguaje de los condenados. Carne y zapatos golpearon el húmedo pavimento en medio de la agitación y el pánico…

El perro saltó dos metros en el aire, como un pez ensartado por un arpón. Su pelaje pareció fundirse. Una cuña de llamas brotó a lo largo de su espina dorsal, abriendo en dos su cuerpo.

Las llamas brotaron de su interior.

Estalló húmedamente. Un grotesco soplo de aire, vapor y hedor que salpicó a toda la multitud. Cayó sobre el pavimento, instantáneamente muerto, un saco de ardiente carne. Vaharadas de imposible calor emanaban de él…

Laura estaba corriendo.

El tamil la sujetaba por la muñeca. La multitud corría también, en todas direcciones, en ninguna dirección, por las calles donde los taxis frenaban bruscamente con espantosos chirridos y bocinazos robot de protesta… —Ahí dentro —dijo el tamil, y saltó al interior de un taxi. Había silencio dentro del taxi con aire acondicionado. Giró a la derecha en la primera curva y dejó detrás el banco. El tamil soltó la muñeca de Laura, se reclinó en su asiento y le sonrió.

—Gracias —dijo Laura, frotándose el brazo—. Muchas gracias, señor.

—No hay problema, muchacha —dijo el tamil—. El taxi me estaba esperando. —Hizo una pausa, luego golpeó su vendaje con el bastón—. Mi pierna, ¿sabe?

Laura inspiró profundamente y se estremeció. Recorrieron media manzana antes de que consiguiera dominarse. El tamil la miró con ojos brillantes. Se había movido muy rápido para un hombre herido…, casi le había dislocado la muñeca al arrastrarla.

—Si usted no me hubiera detenido, aún estaría corriendo —dijo, agradecida—. Es usted muy valiente.

—También usted —dijo él.

—Yo no, en absoluto —negó ella. Estaba temblando. El tamil pareció considerar que aquello era divertido. Apoyó la barbilla en la empuñadura de su bastón. Un lánguido gesto de dandi.

—Señora, estaba usted luchando en plena calle con dos grandes piratas de datos.

—Oh —dijo ella, sorprendida—. Eso. Eso no fue nada. —Hizo una pausa, azarada—. Gracias por ponerse de mi lado, de todos modos.

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