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Authors: Bruce Sterling

Tags: #Ciencia-Ficción

Islas en la Red (17 page)

BOOK: Islas en la Red
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—[Está bien, sé que Pereira estropeó las cosas en Brasilia, pero es honesto. ¿Qué hay acerca de Suvendra y su asunto del Banco Islámico? ¿Eso no la preocupa?]

David, aún enfrascado en su conversación con el emigrado polaco, se detuvo de pronto y se llevó una mano al oído. «El asunto del Banco Islámico», pensó Laura, con un pequeño y frío estremecimiento. Por supuesto. Alguien de Rizome estaba negociando con los piratas de datos de Singapur. Y, por supuesto, sería Suvendra. Encajaba perfectamente: la señora Emerson, y Suvendra, y Emily Donato. La red de las viejas chicas Rizome en acción.

—Hum… Eric —dijo David en voz alta—. Esto no es una línea privada.

—[Oh] —dijo King, con una voz de lo siento, ya lo he hecho.

—Nos alegrará tener su input, si puede escribirlo y enviarlo por correo-e. Atlanta puede codificarlo por usted.

—[Sí, seguro] —dijo King—. [Estúpido de mí…, mis disculpas.] —Laura sintió pena por él. Le alegró que David se lo hubiera sacado de encima, pero no le gustó la forma en que había sonado. El tipo estaba siendo franco y honesto, muy a la manera Rizome, y ellos le estaban diciendo que cuidara sus modales porque estaban metidos en un asunto delicado. ¿Cómo debía parecerle?

David la miró y abrió bruscamente las manos, con el ceño fruncido. Parecía frustrado.

Televisión. Una especie de goma laca de televisión les rodeaba y escudaba a los dos. Era como tender la mano para tocar el rostro de alguien, pero sentir que tus dedos tocaban en vez un frío cristal.

Andrei puso de nuevo en marcha el motor. Adquirieron velocidad, en dirección a mar abierto. Laura volvió a colocarse cuidadosamente las videogafas, parpadeando cuando su cabello azotó en torno de su cabeza.

El agua del Caribe, el sonriente sol tropical, el frío y resplandeciente azote de la velocidad bajo los arcos. Intrincadas masas de industria pesada gravitaban sobre los polucionados bajíos, enormes, peculiares, ambiciosos…, llenos de insistente inmediatez. Laura cerró los ojos. ¡Granada! ¿Qué demonios estaba haciendo ella allí? Se sentía desconcertada, culturalmente impresionada. Un embarullado crujir de palabras procedentes de Eric King. De pronto, la distante Red pareció estar excavando en la cabeza de Laura como si un gusano se le hubiera metido en el oído. Sintió un repentino impulso de quitarse las gafas y arrojarlas al mar.

Loretta se retorció en sus brazos y tiró de su blusa con un apretado puñito. Laura se obligó a abrir los ojos. Loretta era la realidad, pensó, abrazándola. Su incansable pequeña guía. La niña era la auténtica vida.

Carlotta se le acercó sobre el húmedo fondo del bote. Agitó el brazo alrededor de su cabeza.

—Laura, ¿sabe por qué, todo esto?

Laura negó con la cabeza.

—Es práctica, eso es lo que es. Cada una de esas instalaciones…, ¡podría contener todo el Banco de Granada! —Carlotta señaló hacia una extraña estructura a estribor…, un aplastado huevo geodésico rodeado de pontones como las almenas de una fortaleza. Parecía como una pelota de fútbol aplastada sobre patas de araña pintadas de un naranja brillante—. Quizá los ordenadores del Banco estén ahí dentro —insinuó—. ¡Aunque el Hombre descienda sobre Granada, el Banco simplemente puede agacharse a un lado, como en el judo eléctrico! Toda esa tec oceánica…, pueden alcanzar con unas cuantas zancadas las aguas internacionales, donde el Hombre simplemente no puede alcanzarles.

—¿El «Hombre»?— dijo Laura.

—El Hombre, el Monopolio, la Conspiración. Ya sabe. El Patriarcado. La Ley, la Convención de Viena, los Correctos. La Red. Ellos.

—Oh —dijo Laura—. Quiere decir «nosotros».

Carlotta se echó a reír.

Eric King interrumpió, incrédulo:

—[¿Quién es esta extraña mujer? ¿Puede darme otra mirada de esta estación geodésica? Gracias. Hum, David…, ¡sorprendente! ¿Saben a qué se parece? ¡Se parece a su Albergue!]

—¡Eso es precisamente lo que estaba pensando! —dijo David en voz alta, cubriéndose el auricular con una mano. Sus ojos estaban clavados en la estación, medio inclinado sobre la borda—. ¿Podemos acercarnos a ella, Andrei?

Andrei negó con la cabeza.

Las estaciones quedaron a sus espaldas, con sus angulares derricks enmarcados contra el coagulado verde tropical de la costa. El agua se hizo más picada. El bote empezó a bambolearse, con su plana proa chapoteando ante cada ola y rociando a Laura de espuma.

Andrei gritó algo y señaló hacia babor. Laura se volvió para mirar. Estaba indicando un largo dique de color gris negruzco, un rompeolas. Un edificio de oficinas de cuatro plantas se alzaba cerca de uno de sus extremos. La instalación era enorme…, el negro dique tenía al menos quince metros de altura, y quizá medio kilómetro de largo.

Andrei se orientó hacia él y se acercaron. Laura vio pequeñas espiras blancas arañando la línea del horizonte encima del dique…, altas farolas. Los ciclistas rodaban por la carretera como mosquitos sobre ruedas. Y el edificio de oficinas parecía más y más peculiar a medida que se acercaban…, cada piso más pequeño que el anterior, y apilados de forma inclinada, con largas escaleras metálicas en su parte superior. Y, en su techo, una enorme cantidad de elementos tec: discos para satélites, un mástil de radar.

El piso superior era redondo y estaba pintado de blanco náutico. Como una chimenea.

Era
una chimenea.

—[¡Es un TCUG!] —exclamó Eric King.

—¿Un qué, Eric? —dijo Laura.

—[Un Transporte de Crudo Ultra Grande. Un superpetrolero. Los buques más grandes jamás construidos. Utilizados para hacer que el golfo Pérsico siguiera manando constantemente, allá en los viejos días.] —King se echó a reír—. [¡Granada tiene superpetroleros! Me preguntaba dónde habrían terminado.]

—¿Quiere decir que flota? —exclamó Laura—. ¿Ese rompeolas es un barco? ¿Toda la estructura se mueve?

—Puede cargar medio millón de toneladas —dijo Carlotta, regocijándose ante la sorpresa de Laura—. Como un rascacielos lleno de crudo. Es más grande que el Empire State Building. Mucho más grande. —Se echó a reír—. Por supuesto que ahora ya no lleva crudo. Ahora es una honrada ciudad. Una gran fábrica.

Avanzaron hacia allá a toda velocidad. Laura vio las olas estrellarse contra el casco, golpeándolo como si fuera un acantilado. El superpetrolero no mostró el menor movimiento en respuesta. Era demasiado grande para eso. Era distinto a cualquier otro tipo de barco que hubiera imaginado nunca. Era como si alguien hubiera cortado parte del centro de Houston y lo hubiera soldado al horizonte.

Y en el borde más cercano de la enorme cubierta pudo ver…, ¿qué? Mangos, hileras de aleteante ropa tendida, gente arracimada en la larga, larga barandilla…, centenares de personas. Muchas más de las que alguien pudiera necesitar alguna vez como tripulación. Se dirigió a Carlotta.

—Viven ahí, ¿no?

Carlotta asintió.

—Cabe mucha gente en estos barcos.

—¿Quiere decir que hay más de uno?

Carlotta se encogió de hombros.

—Quizá. —Se golpeó ligeramente los párpados, indicando las videogafas de Laura—. Digamos simplemente que Granada sabe hacer buen uso de todas las conveniencias.

Laura contempló el superpetrolero, escrutando atentamente toda su longitud en beneficio de las cintas de Atlanta.

—Aunque el Banco lo comprara como chatarra…, eso es una gran cantidad de acero. Debió costar millones.

Carlotta rió quedamente.

—No está usted muy versada en el mercado negro, ¿verdad? El problema es siempre el dinero líquido. Qué hacer con él, quiero decir. Granada es rica, Laura. Y se hace más rica cada vez.

—Pero, ¿por qué comprar barcos?

—Ahora está entrando en la ideología —respondió Carlotta—. Eso tiene que preguntárselo a Andrei.

Entonces Laura pudo ver lo viejo que era aquel monstruo. Sus costados estaban salpicados de grandes masas de herrumbre, selladas bajo capas de moderna goma laca de alta tec. La goma laca se pegaba, pero mal; en algunos lugares tenía el aspecto arrugado de una envoltura plástica a punto de caerse. La interminable plancha de hierro del casco del barco se había flexionado en algunos puntos con el calor y el frío y las tensiones de la carga, que ni siquiera la enorme fuerza de los modernos plásticos añadidos había podido aguantar. Laura vio señales de tensión, y llagas de bordes irregulares de «sífilis de los barcos», y zonas dentadas allá donde el plástico se había soltado y colgaba en escamas como lodo seco. Todo aquello cubierto con parches de nuevo pegamento y grandes goterones pizarrosos de mal curada mugre. Un centenar de tonos de negro y gris y óxido. Aquí y allá, equipos de trabajo habían pintado al spray el casco del superpetrolero con intrincados graffiti de colores: «LOS REMIENDAPETROLEROS»; «EQUIPO MANGOSTA: LOS OPTIMISTAS»; «BATALLÓN CHARLIE NOGUÉS».

Amarraron junto a un muelle flotante al nivel del mar. El muelle era como un calamar aplastado de brillante caucho amarillo, con pasarelas que irradiaban de él en todas direcciones y una vejiga flotante en el centro. La jaula de un ascensor se deslizó a lo largo del cable atado al muelle desde una grúa instalada al nivel de la cubierta a veinte metros de altura. Siguieron a Andrei dentro de la jaula, y ésta se elevó a tirones. David, que disfrutaba con las alturas, observaba ávidamente a través de los barrotes mientras el mar se encogía bajo ellos. Sonreía tras sus gafas oscuras como un niño de diez años. Estaba disfrutando realmente de aquello, se dio cuenta Laura, mientras sujetaba el arnés de la niña con los nudillos blancos. Estaba en su elemento.

La grúa los situó sobre cubierta. Laura vio al operador de la grúa cuando pasaron por su lado…, era una vieja negra con el pelo peinado en múltiples trenzas, agitando sus palancas y mascando rítmicamente chicle. Bajo sus pies, la monstruosa cubierta se extendía como la pista de aterrizaje de un aeropuerto, rota con amasijos de cosas de aspecto extrañamente funcional: escotillas, respiraderos, bocas de incendios, tanques de espuma, cables hidráulicos envueltos en aluminio doblados en forma de U invertida delimitando los caminos para las bicicletas. Largas tiendas también, y trozos de jardín: árboles en grandes macetas, invernaderos cubiertos con hojas de plástico sobre hileras de cítricos. Y cuidadosamente apiladas montañas de hinchados sacos de arpillera.

Fueron depositados sobre una X marcada en cubierta con un golpe y una sacudida.

—Todo el mundo fuera —dijo Andrei. Salieron, y el ascensor se elevó inmediatamente. Laura olió el aire. Un aroma familiar bajo el óxido y la sal y el plástico. Un olor dulce a fermentación, como tofu.

—¡Escop! —exclamó David, encantado—. ¡Proteína unicelular!

—Sí —dijo Andrei—. El
Charles Nogués
es un barco alimentario.

—¿Quién es este «Nogués»? —preguntó David.

—Fue un héroe nativo —explicó Andrei, con el rostro solemne.

Carlotta hizo un gesto con la cabeza a David.

—Charles Nogués se arrojó por voluntad propia del acantilado.

—¿Qué? —dijo David—. ¿Era uno de esos indios caribeños?

—No, fue un Hombre Libre de Color. Vinieron más tarde, eran antiesclavitud. Pero el ejército de los Casacas Rojas apareció, y murieron luchando. —Carlotta hizo una pausa—. La historia de Granada es un lío horrible. Supe esto por Sticky.

—La tripulación de este barco es la vanguardia del Movimiento del Nuevo Milenio —declaró Andrei. Los cuatro siguieron a su guía, en dirección al distante rascacielos de la superestructura del barco. Resultaba difícil no verlo como un peculiar complejo de oficinas, porque el barco en sí parecía tan sólido como una ciudad bajo sus pies. El tráfico pasaba por su lado en los caminos para las bicicletas, con los hombres pedaleando y tirando de sus carritos de dos ruedas completamente cargados—. Los cuadros de confianza del partido —dijo el rubio y polaco Andrei—. Nuestra
nomenklatura.

Laura se rezagó unos pasos, alzando a la niña en su arnés, mientras David y Andrei seguían adelante, hombro contra hombro.

—Esto está empezando a adquirir un cierto sentido conceptual —estaba diciendo David—. Esta vez, si son ustedes arrojados de su propia isla como Nogués y los caribeños, tendrán un hermoso lugar en el que refugiarse. ¿Correcto? —Hizo un gesto con la mano hacia el barco a su alrededor.

Andrei asintió sobriamente.

—Granada recuerda sus muchas invasiones. Su gente es muy valiente, y visionaria también, pero somos un país pequeño. Sin embargo, las ideas aquí son grandes hoy, David. Más grandes que cualquier frontera.

David miró a Andrei de pies a cabeza, tomando sus medidas.

—¿Qué demonios hace un tipo de Gdansk aquí, de todos modos?

—La vida es aburrida en el Bloque Socialista —dijo alegremente Andrei—. Todo se reduce a consumir socialismo, nada de valores espirituales. Deseaba estar allá donde estuviera la acción. Y la acción está en el sur hoy en día. El norte, nuestro mundo desarrollado…, es aburrido. Predecible. Éste es el filo que corta.

—Así que no es usted uno de esos tipos «doctores locos», ¿eh?

Andrei se mostró desdeñoso.

—Esa gente sólo es útil. Los compramos, pero no tienen ningún auténtico papel en el Movimiento del Nuevo Milenio. No comprenden la Tec del Pueblo. —Laura pudo oír las mayúsculas en su énfasis. No le gustaba la forma en que estaba yendo todo aquello.

—Suena muy hermoso —dijo en voz alta—. ¿Cómo lo encajan con las fábricas de droga y la piratería de datos?

—Toda información debería ser libre —dijo Andrei, reteniendo un poco el paso—. En cuanto a las drogas… —Rebuscó en un bolsillo lateral de sus tejanos. Sacó un rollo aplanado de brillante papel y se lo tendió.

Laura lo miró. Pequeños rectángulos autoadhesivos de papel sobre un soporte enrollado. Parecía como un conjunto de etiquetas para direcciones.

—¿Y?

—Se pega un rectángulo en la piel —dijo pacientemente Andrei—. El adhesivo lleva un agente que introduce la droga a través de la piel. La droga procede de un laboratorio, es sintética, la THC, la parte activa de la marihuana. Este pequeño rollo de papel es lo mismo, ¿sabe?, que varios kilogramos de hachís. Vale como unos veinte ecus. Muy poco. —Hizo una pausa—. No es emocionante, no es romántico, ¿verdad? Nada por lo que sentirse excitado.

—Cristo —exclamó Laura. Intentó devolvérselo.

—Por favor, quédeselo, significa muy poco.

—No puede quedárselo, Andrei —intervino Carlotta—. Oh, vamos, están online y los jefes están mirando. —Se metió el rollo de papel en su bolso, con una sonrisa a Laura—. ¿Sabe, Laura?, si apunta usted esas gafas hacia estribor, puedo pegar un poco de estos cristales en su nuca, y nadie en Atlanta lo sabrá nunca. Puede navegar por las cataratas del Niágara con eso. ¡Cristales de THC, muchacha! La Diosa estaba en pleno viaje cuando inventó eso.

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