—Doña Manuela y Perico Gutiérrez —repitió la periodista—. Ya tengo algo por lo que empezar —antes de que García pudiera reaccionar, le estampó un beso en la mejilla—, gracias don Claudio, volveré a contarle cómo me ha ido.
—De nada, bonita —se acarició con el dedo donde Sandra lo había besado—. Ten mucho cuidado.
A los ojos de García, Sandra se llevó con ella la luz que había resplandecido durante unos minutos en la hemeroteca. El hombre se sentó a su mesa y encendió el lector de microfilms. Colocó el rollo de 1940 y se dispuso a hacer un largo viaje.
—Antonio, tengo que confesarle que estoy levemente intranquilo —la voz de Ariosto sonaba tensa por el teléfono—, he tratado de localizar a Marta Herrero y no hay rastro de ella. Tiene el móvil desconectado, no ha pasado por la excavación ni por la Facultad y su madre, que vive al lado, me ha dicho que no durmió anoche en casa.
—Yo no la veo desde ayer al mediodía— Galán estaba en la Comisaría, revisando expedientes antiguos—. No sé dónde puede estar. Pero podemos localizarla con el rastreador de móviles de la policía. Un momento, que abro el programa —Galán puso el teléfono en modo manos libres—. Tecleo el número…, ya. ¡Vaya! Teléfono apagado o fuera de cobertura. Tiene razón. Pero es temprano todavía, Luis, no creo que sea para alarmarse. Voy a pedir a la compañía telefónica un informe histórico del último lugar de donde se recibió la señal.
—Perfecto, buena idea —Ariosto parecía más tranquilo—, pero pídalo con los puntos de localización de cinco en cinco minutos dentro de la última hora de conexión. Así sabremos el itinerario que llevaba.
—No me extrañaría que dentro de un rato aparezca de nuevo la señal. Seguro que se ha dejado el teléfono en el coche dentro un parking. Le llamaré cuando tenga alguna noticia.
—Gracias. Llámeme al móvil, ya que estaré en La Laguna. Voy a visitar a una tía. Hasta pronto.
Galán colgó el teléfono y se quedó perplejo. ¿Desde cuándo conocía Ariosto a Marta? No tenía tiempo para darle muchas vueltas a la cabeza, así que desechó la duda y, antes de que se le olvidara, levantó el auricular y marcó el número de la sección de la compañía de móviles que colaboraba con la policía.
Para Doña Manuela la vida pasaba lenta y desenfocada. «Para lo que hay que ver, mejor así», decía. Su negativa tajante a operarse de cataratas era conocida en el vecindario, y ya era una frase célebre la de «más testaruda que doña Manuela». Por eso había dejado la costura, que era su vida. Ahora acompañaba a su hija en la mercería y se dedicaba a dar conversación a la clientela. Conocía tantas historias que no se sabía muy bien si la gente iba a comprar hilo o a escuchar anécdotas laguneras.
Sandra esperaba que, a las nueve de la mañana, no hubiera muchos clientes. El diminuto local, con una sola abertura a la calle, la de la puerta, pasaba casi desapercibido entre una tienda de ropa para niños y una boutique, en un edificio de dos plantas de altos ventanales pintado recientemente de rosa pastel. Al contrario que otras casas laguneras, toda la planta baja de aquélla estaba sembrada de tiendas. La más antigua era la mercería de doña Manuela, que por conocida no necesitaba rótulo en la fachada.
Fiel a su costumbre, la hija de la propietaria ya estaba atendiendo a aquella hora de la mañana, cuando las otras tiendas todavía no habían abierto. Sandra pasó por delante, mirando su interior con disimulo. Atestados anaqueles, con miles de pequeñas cajas, colmaban los veinticinco metros cuadrados que ocupaba el negocio.
Perfecto, sólo una clienta.
Caviló durante un rato.
¿Cuál era la mejor forma de entrarle a la mercera?
Pensó en su abuela y se le ocurrió algo. Esperó dos minutos y entró. Una señora rubia cincuentona, con el pelo corto y diez kilos de más, daba el cambio a una chica delgada y pálida con pinta de haber dormido mal. Al lado de la dependienta, una anciana con un sobrepeso aún mayor permanecía sentada en una silla detrás de un pequeño mostrador, controlando la puerta. Sandra se sintió escrutada y escrutó a su vez a la señora. Pelo blanco, cortado por debajo de las orejas, ojos pequeños, suéter de cuello vuelto y rebequita a juego, sobre la que brillaba una cadenita de oro con una medalla de la Virgen.
—Buenos días —Sandra se dirigió a las dos mujeres—, estoy buscando un botón y no lo encuentro en ningún sitio. Se trata de uno metálico con el dibujo de una flor de lis engastado en otro botón de nácar azul. Me falta uno para un vestido.
Las merceras se miraron. No era una petición normal. La mayor señaló una de las estanterías superiores.
—Mira a ver en la cajita blanca, la segunda de arriba. Esos botones ya no se usan —doña Manuela miró a Sandra sin verla, con las pupilas desenfocadas—, ¿Para qué tipo de vestido es?
—Es un vestido de noche de mi madre —Sandra improvisaba sobre la marcha, como siempre—, de cuando era joven. Me lo probé el otro día y me quedaba bien. Es de un corte antiguo que ahora se vuelve a llevar. Pero le faltaba uno de los botones del cierre de la espalda.
—Creo recordar cómo eran esos vestidos —doña Manuela tomó aire, signo inequívoco de que iba a comenzar con uno de sus relatos—, muy ceñidos al talle y con faldas amplias de vuelo. Eran preciosos. Yo tuve varios, y durante años hicieron furor. Los pusieron de moda las actrices de las películas americanas en los años cincuenta. Por aquel entonces íbamos al cine todos los domingos por la tarde, fuera cual fuera la película. Tomábamos nota mentalmente y luego intentábamos rehacerlos en casa o con las modistas, que antes había muchas.
La hija de doña Manuela había sacado de algún lugar misterioso una banqueta y hacía equilibrios sobre ella, tratando de alcanzar la caja. Le faltaban apenas unos centímetros. Al fin pudo sacarla con la punta de los dedos y dejarla en el mostrador.
—Yo pensaba que las faldas de vuelo eran de los años cuarenta —Sandra intentó desviar la conversación al espacio temporal que le interesaba.
—¡Oh no!, los cuarenta fueron muy austeros —se veía que la señora estaba cómoda recordando aquella época, como si fuera su tema favorito—. Era la posguerra y no se veía bien otra cosa que no fueran faldas rectas y oscuras, a juego con aquellos años.
—¿Por qué dice eso? —Sandra vislumbró en la conversación una puerta por la que entrar.
—Fueron años tristes —el semblante de la mujer se hizo mortecino, de repente—. A pesar de vivir en Canarias, donde no hubo guerra de verdad, faltaba de todo. La gente lo pasó mal. Mi familia también. Mi madre quedó viuda por entonces, y tuvo que trabajar lo suyo para sacar adelante a mis hermanas y a mí.
—¡Oh!, ¿Su padre murió en el frente? —Sandra hizo un esfuerzo para que su tono no delatara el interés por la contestación.
—¡Qué más hubiera querido él! —suspiró, deteniéndose unos segundos, rememorando—, era un flacucho miope de gafas de culo de botella y no lo aceptaron en la milicia, y eso que entraba todo el mundo. No valía ni para limpiarle las botas al sargento. Nada del frente. Mi padre se quedó en la reserva, aquí en Tenerife, pero no pudo disfrutar de la situación. Al acabar la guerra desapareció un mal día y nunca se volvió a saber de él. Fue una tragedia para nosotras.
—¿Y qué cree que pasó? —a Sandra se le escapó la pregunta. Intentó arreglarlo—. Perdone, tal vez me estoy metiendo en la intimidad de su familia. Es que me parece una historia tan interesante…
—No hay cuidado, niña —a Doña Manuela le desapareció la afectación de su semblante—. Yo sé lo que pasó, pero ni entonces ni nunca se hizo nada al respecto. A mi padre lo asesinaron, y no por motivos políticos. No era de un bando ni de otro, sólo del de su familia.
—No me lo puedo creer —Sandra trataba de que la mujer no se detuviera—, ¿y cómo fue eso?
—Fue un tiparraco loco que vivía en la calle Anchieta. Yo nunca lo vi, pero mi madre sí sabía quién era. Según me contaba, la policía tardó bastante tiempo en dar con él. Al cabo de varios años, los guardias entraron en su casa y se lo llevaron. Nunca más volvió. Como era de familia de apellido, jamás se comentó oficialmente nada. Pero nosotras supimos que era un tipo relacionado con la masonería, tan de moda antes de la guerra, y que estaba mal de la cabeza. Por ello, mi madre, mientras vivió, nunca volvió a pasar por el tramo de la calle Anchieta que va desde Juan de Vera hasta la calle de Los Álamos.
—Tabares de Cala se llama hoy, madre. —apostilló la hija.
—Eso, vale —Doña Manuela echó una mirada oscura a su hija. Parecía enfocada en esa ocasión—. Mi madre siempre repetía que en aquella casa seguía viviendo un demonio al que la policía no podría llevarse, —doña Manuela y su hija se persignaron metódicamente, muy serias. Sandra las imitó por simpatía.
—¿Un demonio? —Sandra estaba pensando en cómo iba a colocarle un artículo con ese material a su jefe.
—Sí, algo maligno —Doña Manuela bajó la voz sin darse cuenta, al tiempo que su hija volvía a persignarse—, una presencia que daba repelús. Yo nunca entré en la casa, por supuesto, ya que después de aquello estuvo muchos años cerrada.
—¿Estuvo? —Sandra ya no disimulaba su curiosidad—. ¿Es que vive alguien en ella ahora?
—Pues sí —Doña Manuela disfrutaba haciendo gala de sus conocimientos, ¡como si algo fuera a escapársele en La Laguna!—. Hará unos diez años que un padre y su hijo pasan temporadas en la casa. Son un poco raritos. Pocas veces salen y es difícil verlos por la calle. ¡Fíjate que no han venido nunca a esta tienda!
Debía ser casi un delito vivir en La Laguna y no haber pasado por la mercería, dedujo Sandra.
—¿Y cuál es la casa? —Preguntó. La periodista notó una mirada inquisitiva por parte de doña Manuela, desenfocada, pero inquisitiva. Intentó explicarse—… Es para no pasar nunca por allí.
La mujer suspiró.
—Es la que tiene una aldaba blanca bastante especial, ya que asemeja una mano abierta. No hay otra como esa. —Abrió la caja de botones y rebuscó un instante—. ¿Es éste el botón que buscas?
Sandra se quedó asombrada, era una réplica exacta del botón que guardaba en su memoria de un abrigo de su abuela. Doña Manuela lo sostenía en alto, con una sonrisa de triunfo. La periodista siguió el juego.
—¡Exacto! ¡Perfecto! Es justo lo que buscaba. Me lo llevo.
—Mejor llévate tres, para que tengas recambio —doña Manuela había vuelto a su tono profesional—, que, cuando menos lo esperas, se pierde alguno.
Sandra pagó el importe de los botones y esperó a que se los envolvieran.