—¿Se acuerda de algún detalle del lugar donde desapareció su tío? —Sandra intentaba obtener algún dato más, lo que le había contado aquel hombre le parecía insuficiente—. ¿Alguna calle en concreto?
—La verdad es que no —el pescadero hizo un esfuerzo por recordar—, sólo me acuerdo de mi abuela, que estaba loca como una cabra, que repetía a veces una salmodia, cantada como una polca canaria, que decía algo así como:
Dicen que el marquesito fue
Un cabrón muy pendenciero
Que con jambre se comió
Al tendero y al arriero.
—Como comprenderá, no dejábamos a la abuela que cantara eso delante de extraños. Y no sé si en lo del tendero se refería a mi tío o a qué diablos. Y en lo del marquesito, nunca he sabido qué quería decir. Que yo recuerde, no había marqueses en La Laguna en aquel tiempo.
—Ha dicho marquesito, ¿no? —Sandra no estaba segura de haber oído bien—. Nunca había escuchado esa copla.
—Yo tampoco. La verdad, mi abuela chocheaba desde los sesenta años, la pobre. Ahora lo llamarían Alzheimer. Tal vez yo también lo esté heredando, ya que cada vez me acuerdo menos de las cosas.
Sandra sintió que poco más podía sacar de aquel hombre. Decidió marcharse, tenía un par de cosas que comprobar.
—Le agradezco su tiempo —la periodista se levantó, colocándose bien el bolso—. Le avisaré si sale algo publicado sobre este tema. También daré recuerdos a don Claudio de su parte —mirando la oronda barriga, Sandra no pudo evitar decir lo que pensaba—. Cuídese, esos cigarros son peligrosos.
—Tiene usted razón —Gutiérrez miró con fingida reprobación el paquete de cigarrillos que había vuelto a sacar—. Se acabó esta mierda. A partir de ahora compraré rubios con filtro.
Doña Enriqueta se sentaba siempre sobre el filo de la silla, muy tiesa y digna. Era una mujer de edad indeterminada, pero posterior a los setenta. La capa de maquillaje había logrado que el tiempo no pasara por ella. Siempre estaba igual de vieja. Lograba mantener una silueta delgada gracias a una dieta de tomate picado y jamón de York en las tres comidas diarias. Sólo se permitía una pasta por la tarde, con un café negro sin azúcar. Las arrugas del cuello quedaban difuminadas con un espectacular collar de enormes perlas que siempre llevaba ceñido, como una gargantilla. Ariosto no sabía si siempre llevaba el mismo o tenía una colección de collares iguales en su joyero. Lucía un vestido negro, con un broche de brillantes cerca del hombro izquierdo y un anillo a juego. Enriqueta gustaba de la elegancia discreta. Pocos adornos, pero de calidad.
Esa excentricidad era conocida en la ciudad y contrastaba con el exterior de su casa, situada enfrente del negro campanario de piedra de la iglesia de la Concepción. Cuando peatonalizaron el entorno, Enriqueta decidió pintar la casa de azul turquesa. Al día siguiente de terminar los trabajos, le llegó por correo certificado una notificación de inicio de un expediente sancionador de la Gerencia de Urbanismo, oficina del Casco Histórico. Sacó su agenda y comenzó a hacer llamadas a determinados móviles. Cuando colgó la cuarta llamada, recibió una de la propia Directora del Plan del Casco Histórico, que llamaba desde Singapur —¿Qué diablos hacía aquella mujer en Singapur? ¿No le pagaban lo suficiente en La Laguna?—, en la que le comunicaba que el error de la apertura del expediente quedaba subsanado inmediatamente y que, en el próximo pleno del Ayuntamiento, se incluiría en la gama de colores permitidos en la ciudad el azul turquesa, y que la felicitaba por una elección tan alegre y novedosa.
Realmente, Enriqueta tenía amistades muy influyentes.
—¿Otro terrón, querido? —la mujer hacía equilibrios con los cubitos de azúcar manejando con naturalidad una cucharilla minúscula. Todas las paredes del saloncito de té estaban decoradas con aparadores donde se exhibían miles de figuritas de porcelana, loza de Bohemia, figuritas de
Lladró
y portarretratos de plata repujada. Las alfombras, con motivos chinos, daban empaque a un mobiliario clásico heredado de generación en generación que relucía perfectamente conservado. Tuvo que haber una época en que todo aquello estuviera de moda.
—Sí, gracias.
Ariosto sabía que la menta poleo de su tía era la más amarga que existía. Se resistía a comprar otra marca, tal vez para que la experiencia obligara a sus invitados a cambiar al té rojo indio, su preferido. Pero Ariosto no quería tomar otro té y se dispuso a pasar por el trance. Estaba sentado en una pequeña butaca con dibujos orientales frente a una mesa de té con la misma decoración, ideada para que la altura resultara lo más incómoda posible a sus usuarios. Ariosto tomó un sorbo con cautela.
—Adela me ha entregado una carta para ti, y me ha encargado que te dé recuerdos.
—¡Ah!, devuélveselos —Enriqueta hizo un leve movimiento en una de sus cejas, depiladas en forma de uve, y Ariosto no supo interpretar si era de aprobación o disgusto—. Cuando la veas, le dices, por favor, que ya la he invitado una docena de veces a tomar un té y sigue sin venir.
Enriqueta era la hermana de Adela, pero nunca se veían. Enriqueta se negaba a bajar a Santa Cruz —un lugar demasiado caluroso, y con esa refinería, ¡qué horror!— decía, y su hermana no subiría a La Laguna hasta que ella la hubiera visitado en su casa —¡A fin de cuentas, yo la invité primero!—, repetía a su vez. Así llevaban veinte años. No obstante, no habían perdido el contacto, ya que se carteaban una vez al mes por correo ordinario —el teléfono es carísimo—, única frase de consenso, por lo menos en público, de ambas hermanas.
—Querida Enriqueta —la mujer se negaba a la que la llamasen «tía», tal vez por llevarle la contraria a su hermana, que adoraba el tratamiento—, he venido a verte así, casi sin avisar, porque estoy ayudando a unos amigos en un asunto delicado, y necesito de tus conocimientos.
—Luis, por mucho que lo intentes —lo miró inflexible—, no me vas a sacar la receta de la tarta de nísperos.
—Sabes que tarde o temprano lo conseguiré —replicó Ariosto, divertido—, pero se trata de otra cosa. Me gustaría que me contaras lo que supieras sobre los marqueses de Fuensanta. Yo no he conocido a ninguno de sus descendientes, pero es posible que tú sepas algo.
—¿Fuensanta? —Enriqueta pareció levemente asombrada—. Hace mucho tiempo que los Fuensanta de verdad desaparecieron de Tenerife.
—¿Los de verdad? Por favor —Ariosto era ahora el asombrado—, explícame eso.
—Verás —Enriqueta se sentó más al borde de la silla, lo que indicaba que iba a decir algo importante—, desde hace lo menos trescientos años, a un comerciante de origen portugués, que consiguió una importante fortuna con el negocio del vino, el rey le concedió el título de Marqués de Fuensanta. Era un título nuevo, sin soporte territorial, y las malas lenguas de la época dijeron que lo había vendido el monarca, como hizo en otras ocasiones, en un momento en que necesitaba dinero para la construcción de sus palacios. Sea como fuere, los tenderos de vino se convirtieron en marqueses. Costó mucho entre la nobleza de Tenerife aceptar a los nuevos aristócratas. Al final, el carácter afable del primer marqués, que se llevaba bien con todos y era conocido por sus frecuentes y caros regalos, además de por prestar dinero a todo el mundo, hicieron que los Fuensanta, como empezaron a llamarlos, entrasen en sociedad, aunque siempre en un nivel secundario. Sin embargo, con el paso de los años, el título no hizo sino traer desgracias a la familia
La mujer dejó la taza en la mesita, y prosiguió su relato.
—El primer marqués prestó tanto dinero a gente que no se sentía obligada a devolvérselo que estuvo a punto de arruinarse. Al segundo marqués le dio por la beatería y acabó majareta perdido, ingresado en un convento por la familia para quitárselo de en medio. El tercero, que fue el más famoso, también tuvo mala suerte, ya que uno de sus hijos estaba también loco de atar. Por lo que se sabe, murió de una enfermedad repentina y la herencia, y con ella el marquesado, pasó al hijo segundo, el más normalito. Este cuarto marqués rompió moldes en Tenerife, ya que se trasladó a vivir a Santa Cruz, levantando un caserón en cuyo solar edificaron hace poco una mole de diez pisos. Según decían, aborrecía La Laguna, —con esa humedad—, ya sabes lo insufribles que se ponen a veces los santacruceros.
Ariosto estaba maravillado, Enriqueta era una enciclopedia social. La mujer hizo una pausa, se levantó y sirvió más poleo menta a su invitado, para consternación de éste. Se sentó y prosiguió con su relato.
—Este marqués murió joven y sólo tuvo un hijo, que al alcanzar la mayoría de edad vendió unas tierras que tenía la familia en el norte, en Los Realejos, y se marchó a América. A Méjico, según creo. Eso fue a mediados del siglo XIX. Las otras propiedades, la casa de Santa Cruz y la de La Laguna, amén de algunos trozos de terreno en Guamasa, quedaron en manos de un abogado local para que las administrara. La administración pasó del abogado padre al hijo, y de éste al nieto. No trascendió nada de los propietarios hasta hace unos diez años, en que se vendió la casa de Santa Cruz. Poco después llegaron a Tenerife quienes decían ser el nieto y el bisnieto del marqués que se fue a Méjico. Abrieron la casa de La Laguna y allí viven desde entonces, cuando no están de viaje. No se relacionan con nadie y no se han presentado en sociedad. Por ello los ignoramos, por supuesto.
—¿Y qué te hace dudar de que sean los descendientes del marqués?
—Me lo dice mi intuición. Rechazaron nada menos que una invitación formal de María Elena González de Arico. ¿Te imaginas? Nadie, pero nadie que esté en su sano juicio puede rechazar a esa familia. Esos advenedizos le contestaron poco menos que no les molestase más. La vergüenza que pasó, la pobre María Elena. Estuvo un mes sin salir a la calle. Esa no es forma de actuar de unos marqueses, por mucho tiempo que hayan estado en Méjico o en Pernambuco.
Enriqueta estaba realmente indignada, y Ariosto no quiso hurgar en la herida.
—¿Sabes cuál es la casa?
—Sí, claro. Está en la calle Anchieta, un poco más a la derecha de la de los Verdugo. Es fácil de reconocer, la fachada está recién pintada de un horroroso verde pistacho. Pero no te engañes, me han contado que la parte de atrás es una verdadera ruina. Está claro que sus dueños son unos dejados. ¿Qué otra cosa se podría esperar?
—El poleo estaba muy bueno, pero tengo que irme, tengo una reunión dentro de quince minutos.
Ariosto se levantó, tomó la bandeja y la llevó a la cocina.
—¡Siempre con reuniones y con prisas! —Enriqueta refunfuñó, mientras seguía a Ariosto a la cocina con cierta aprensión. La vajilla era francesa y su invitado podía tropezar—. Quiero que vengas un día con tiempo y toques algo en el piano, como hacías cuando eras niño.
—Estoy muy desentrenado, Enriqueta. Te destrozaría los oídos.
—Después de escuchar a los políticos, tengo los oídos a prueba de bomba —Enriqueta quedó aliviada cuando comprobó que la bandeja había quedado bien depositada en la mesa de la cocina—. No puedes vivir con esas prisas. Llevas una vida un tanto desordenada. Me estás preocupando.
—No empecemos otra vez, querida —Ariosto miró a la mujer con recelo.
—¿Cómo que no? —Enriqueta seguía de cerca a Ariosto, que salía de la cocina en franca retirada—. Un hombre no debe estar solo, y tú ya vas teniendo una edad. ¿Qué pasó con aquella chica del trabajo tan mona?
—Era insoportable, te lo he dicho muchas veces. Ya saldrá alguna, ya verás.
—Ya verás, ya verás —Enriqueta detuvo la persecución al comienzo de la escalera del primer piso—. Tú no me hagas caso y el que va a ver vas a ser tú.
—Volveré pronto —Ariosto abrió la puerta principal y se volvió—. Un beso volado.
—No tardes mucho —La mirada de la mujer se suavizó—, las
McVitties
se me están acabando.
Ariosto cerró la puerta y salió al paseo peatonal con un suspiro de desahogo. Avanzó en dirección a la calle de La Carrera.
—¡La hija de los Martínez de Chaves enviudó hace tres meses! —La estridente voz de Enriqueta se oyó desde la ventana superior—. ¡Deberías ir a hacerle una visita!
Ariosto huyó.