Se acercó a la puerta de acceso a la parte trasera de la casa. Tenía una contrapuerta de lamas de madera, descolgada de sus goznes con la pintura descascarillada. La abrió despacio y acercó el rostro a una puerta con cuarterones de cristal. El interior estaba oscuro. Sacó la linterna y lo iluminó con cautela. Unos pocos muebles polvorientos abandonados ofrecían un triste espectáculo. Observó el suelo, el polvo que se había escurrido por debajo de la puerta había creado una capa de tierra que evidenciaba que nadie había pisado esa habitación en meses, tal vez años.
Probó el picaporte. La puerta no se abrió.
Estudió con detenimiento la cerradura. No estaba pasada la llave, por lo que debía estar cerrada por dentro con un cerrojo. Marta se planteó dar media vuelta y mirar en la otra casa, pero en ese momento, cuando paseaba la linterna por las paredes de la habitación, detectó en el extremo izquierdo una puerta abierta que daba acceso a una escalera descendente. ¡Daba acceso a un sótano! ¿Estaría allí la entrada a las galerías? La curiosidad, animada por el aspecto abandonado de la casa, animó a Marta a buscar un modo de entrar.
Dio varias vueltas sobre sí misma. No encontró nada que pudiera ayudarla a forzar la cerradura. Tuvo una idea. Se quitó la chaqueta del chándal, envolvió la linterna con ella y golpeó el cristal más cercano a la cerradura. Al tercer intento el vidrio se astilló. A pesar de intentar evitarlo, un fragmentó cayó al suelo en el interior, produciendo un ruido que a ella le pareció escandaloso. Se apartó de la puerta y se apoyó de espaldas contra la pared, con las pulsaciones a doscientos, esperando alguna reacción.
Pasó un minuto. No hubo movimiento alguno.
Más tranquila, volvió a enfrentarse con la puerta. Se enrolló la chaqueta en el brazo para evitar cortarse y metió la mano por el agujero. Palpó el manillar, lleno de polvo. Un poco más abajo estaba el tirador. Consiguió moverlo poco a poco con medios giros de muñeca. Por fin se liberó el pasador y la puerta se separó soltando un crujido, como si se quejara. Marta la abrió, inconscientemente tomó aire, como si fuera a meterse en un lugar falto de oxígeno, y entró.
Olía a cerrado. El suelo de madera crujía a cada paso, a pesar de su calzado deportivo. A medida que caminaba, su linterna iluminó una mesa con una pata rota, dos sillas de estilo modernista con un hueco donde debía estar el asiento, y una mecedora con respaldo de rejilla con los apoyabrazos sueltos. La habitación parecía haber sido en otro tiempo una despensa. Se habían llevado unos grandes armarios que habían dejado su huella en la pintura de la pared. Se acercó a la puerta que daba acceso a un pasillo y se asomó. Varias puertas consecutivas daban paso a las diferentes habitaciones de la casa. Siguió por el corredor, comprobando que todas las estancias estaban vacías, hasta llegar al final, donde se abría una ventana. Daba a un patio interior. En otro tiempo aquello fue un espléndido patio canario con una balconada de madera en el piso superior. Ahora sólo era un recuerdo ruinoso.
La casa no parecía tener más interés para ella, por lo que volvió a la puerta de la escalera descendente. Se asomó al hueco oscuro. La linterna iluminó una serie de escalones que no parecían tener fin. Dudó un par de segundos y se decidió a bajar. Necesitaba saber a dónde llevaba esa escalera. Contó los peldaños, y llegó hasta treinta. Más de cuatro metros de profundidad, calculó. El equivalente a dos sótanos en un edificio moderno. La escalera terminaba en un rellano estrecho, vacío. Aquello no tenía sentido. Una escalera tan larga para nada.
El aire era más denso, olía a tierra húmeda. Repasó con el haz de luz los zócalos, buscando algo. En la pared frontal notó que varias piezas de zócalo rojo cambiaban de tonalidad en un lugar concreto. La diferencia era de un metro de longitud. Miró la pared exhaustivamente. La pintura desvaída no había podido evitar el afloramiento de una grieta mínima, apenas perceptible, pero que evidenciaba que en otro tiempo estuvo allí el vano de una puerta, ahora tapiada, encalada y pintada. Alguien quiso que pasara desapercibida, y se tomó muchas molestias para ello. Marta empujó la pared con la mano, descubriendo que era un muro sólido. Dio otra vuelta y no encontró nada fuera de lo común, salvo su propia sensación de frustración. Para tirar el muro harían falta unos profesionales con un martillo neumático.
Resolvió que no tenía nada que hacer allí y subió las escaleras con gusto. Salió de la casa cerrando la puerta como estaba. Por el cristal roto no podía hacer nada, así que devolvió la contraventana a su posición original, de forma que no se viera la puerta.
Aspiró una bocanada de aire fresco. La excursión por la casa la había armado de valor y estaba mucho más segura de sí misma. Fuera todo estaba igual de tranquilo. Adosada al muro medianero, a su derecha, había una enorme pila de lavar de piedra gris, de las que ya no se veían en las viviendas modernas. Se subió a ella de tal modo que su cabeza sobrepasó la pared que daba al patio de la otra casa antigua. Las ventanas permanecían oscuras. Pasó el rayo de la linterna por ellas, esperando de nuevo algún movimiento súbito en las cortinas.
No lo hubo.
Ya que estaba allí iba a ver aquello más de cerca. Se subió en peso, apoyó su estómago en el borde del muro, y se dejó caer al otro lado. En su vida había saltado tantos muros. Se acordó de Galán y sonrió: si la hubiese visto, probablemente le habría dado un ataque de nervios. Tanta propiedad privada allanada en tan poco tiempo. Tampoco era tan grave, y nadie se había percatado de su presencia hasta ese momento. Esperaba seguir así.
Se acercó sigilosamente a la puerta de entrada a la casa. Las ventanas de la planta baja y las puertas poseían contraventanas de madera lisa, no de lamas como la otra. Estaban en mejor estado, pero sólo un poco. La sensación de decrepitud y abandono era la misma de cerca que de lejos. Probó a mover las contrapuertas. Estaban cerradas.
Buscó el cierre. Era un gancho en garfio insertado en una hembrilla metálica. Si tuviera algo fino, pensó, podría levantar el ganchito y liberar el cierre. Sacó su móvil y separó la delgada tapa que cubría la batería. Podría servir. La separación entre las puertas, apenas unos milímetros, permitía pasar la lámina de plástico del teléfono. Al segundo intento logró elevar el gancho y sacarlo de su alojamiento. La presión de las bisagras de ambas puertas, una vez liberadas, hizo que se abrieran lentamente por sí solas. Detrás de ellas había una puerta sin cristales que se abría hacia dentro. La cerradura era antigua y con un ojo amplio. Intentó enfocar la linterna y mirar al mismo tiempo por el estrecho agujero. Imposible. Optó por bajar el tirador. Sonó un clic y la puerta se abrió. ¡No estaba cerrada con llave!
Asomó la cabeza antes de entrar. La estancia estaba oscura. Paseó el haz de la linterna por la amplia habitación. Se trataba de una cocina antigua, en desuso desde hacía muchos años. No había mesa ni sillas. El fregadero era alto, de obra. A su lado una encimera de mármol encastrada en la pared finalizaba en un fogón antiguo, similar a una chimenea. Los cubría una pátina de mugre y polvo casi convertido en tierra. El suelo era de losetas de cerámica con dibujos geométricos. Mejor, así sus pasos no harían ruido.
Avanzó hacia la puerta que debía dar acceso al resto de la casa. Estaba abierta también. Un distribuidor comunicaba la cocina con cuatro puertas más. Tres abiertas y una cerrada. La más cercana, a la izquierda, era un amplio comedor. Allí dormía una mesa negra enorme, con motivos vegetales esculpidos en las patas. Ocho sillas a juego y un aparador de cristal, vacío, le hacían compañía. Ajadas cortinas ocultaban las ventanas. La siguiente puerta, situada al frente, daba a un pasillo que a su vez finalizaba en una ventana, desde la que se distinguía un patio interior. Las estructuras de las casas canarias eran bastante similares entre sí. A su derecha, la siguiente puerta daba a una habitación pequeña sin ventanas, tan al uso en los siglos anteriores y que tanto horrorizaba a las generaciones actuales. Tras la cuarta puerta, la única cerrada, comenzaba una escalera descendente.
El acceso al sótano de la casa.
Echó una mirada y sólo vio una oscuridad total. Encendió la linterna. La escalera tenía dos tramos y no se veía el final.
De repente, se oyó un portazo a su espalda, proveniente de la cocina. Marta apagó de inmediato la linterna y se quedó petrificada, expectante. Se debía haber formado una corriente de aire y la puerta que iba de la cocina al patio, que había dejado abierta, se había cerrado de golpe. Otro sonido la alertó de nuevo. Una puerta se abría en el piso de arriba. Pasos por el suelo de madera de la planta alta. Los latidos de su corazón golpearon en sus sienes frenéticamente.
Era hora de largarse.
Sin embargo, dudó un instante. La escalera del piso superior desembocaba en el pasillo y desde allí se veía la puerta de la cocina abierta, que antes estaba cerrada. Había perdido varios segundos preciosos en decidirse cuando atisbó dos piernas bajando la escalera en la penumbra. Ya no le daba tiempo a salir por donde había entrado. Se refugió en la oscuridad de la escalera del sótano, bajando unos peldaños. Sin embargo desde allí no podía ver lo que pasaba. Oyó los pasos de una persona entrar en el distribuidor y dirigirse a la cocina. Podía meterse en un problema gordo si la pillaban allí dentro.
Decidió bajar la escalera y ocultarse en el rellano inferior. Descendió hasta el final y se colocó al pie de la escalera. No se atrevía a encender la linterna y pulsó un botón cualquiera del móvil. Con la tenue luz de la pantalla observó que el rellano estaba convertido en un trastero lleno de muebles y cajas viejas. Al fondo distinguió una puerta semiabierta, con una negrura intangible tras ella.
La luz de la única bombilla de la escalera se encendió allí arriba. Marta dio un respingo. El ocupante de la casa debía haber observado algo raro y estaba echando un vistazo a la escalera. Se acordó que la puerta estaba cerrada y ella la había dejado abierta. Se desplazó sigilosamente bajo la sombra de la escalera en dirección a la puerta del fondo mientras oía unos pasos bajar los primeros escalones. Traspasó el umbral y entró en una oquedad oscura.
Olía fuertemente a humedad. Con sumo cuidado, cerró suavemente la puerta. La oscuridad era total.
Escuchó con atención. La persona que bajaba se había detenido en el cambio de orientación de la escalera. Desde allí podía verse su base y debía estar comprobando que no hubiera nadie. Un par de segundos después oyó que los pasos se alejaban. Fuera quien fuera, estaba subiendo, alejándose de ella. La luz de la escalera que se filtraba por debajo de la puerta se apagó, dejándola entre tinieblas. Oyó cómo se cerraba la puerta de arriba.
Intentó tranquilizarse. Contó hasta cien.
Encendió la linterna y echó una ojeada. Se encontraba en un sótano de mediano tamaño, lleno de mohosas cajas de madera vacías y varios paquetes de periódicos viejos, perfectamente apilados y atados con cordeles. Todo estaba cubierto de una capa de tierra. Una puerta baja y pequeña, como de carbonera, aparecía en la pared de enfrente. Marta aguzó el oído. Sólo un goteo proveniente de algún recodo lejano. Algo vivo y pequeño se deslizó tras las cajas. Tal vez un ratón. Sin embargo, ningún sonido provenía de fuera.
Tiró del manillar para abrir la puerta. Horrorizada, se percató de que se había quedado con el picaporte en la mano. No podía abrir la puerta desde dentro.
«Tranquila», se dijo, «llamaré a alguien». Miró la pantalla del móvil y su peor pesadilla comenzaba a hacerse realidad: sin cobertura. Ni siquiera funcionaba el 112. «¡Maldita sea!».
Aquello estaba yendo muy mal
, pensó. Era difícil encontrarse en una situación peor. Como si leyera sus pensamientos, la luz de la linterna comenzó a flaquear. La batería se estaba agotando, y la amenazaba con la negrura más absoluta.
Marta aporreó la puerta y empezó a gritar.
—¿Quieres ponerme a prueba? ¿Es posible que se le hagan estas cosas a un amigo?
La voz de Kurt Bauer resonó en su taller de encuadernación. Así rezaba el rótulo que colgaba en la puerta de aquella casita de una altura del marinero barrio del Peñón, donde también vivía. Desde luego que era un taller, aunque no sólo de encuadernación. Varias mesas con artilugios de un aspecto de lo más variado ocupaban un espacio concebido originalmente para garaje, reconvertido en el laboratorio del
alquimista loco
, como Ariosto denominaba al alemán.