Ira Dei (21 page)

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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

BOOK: Ira Dei
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Frascos y botellas con sustancias químicas llenaban varias estanterías adosadas a una de las paredes. Enfrente se ubicaban dos fregaderos y una vitrocerámica que calentaba varias probetas que escupían humo de diversos colores. A su lado, en una cacerola pequeña, bullía agua hirviendo generando una densa capa de espuma blanca. Un olor indescriptible, caliente y dulzón, impregnaba el ambiente.

—Se trata de un desafío —Ariosto paseaba por el laboratorio, curioseando—. Si no fuera así, no me habría molestado en venir.

—¿Pretendes que separe las hojas de ese ladrillo de celulosa vieja que no quieres decirme de dónde lo has sacado?

Kurt se encontraba sentado en una butaca enorme de mimbre. Con aquella camisola y la eterna coleta cenicienta parecía un hippie trasnochado, de los que se resistían a enterarse de que el movimiento había terminado varias décadas atrás. Tal vez tuviera razón la tía Adela.

El alemán tenía el legajo en sus manos y lo examinaba desde varios ángulos

—Hay que intentar recuperar sólo las primeras hojas —Ariosto se acercó a la cocina—. Es fundamental para una importante investigación que tengo entre manos.

—¿Qué esperas encontrar en esos folios, amigo?

—La explicación de unos crímenes ocurridos hace doscientos cincuenta años.

Bauer soltó una carcajada. Su amigo se estaba volviendo chiflado.

—¿Vienes casi a las doce de la noche, con una prisa mal disimulada, para que me meta a trabajar con este mamotreto, y sólo para aclarar un crimen de hace dos siglos? —los ojos del teutón disfrutaban burlándose de Ariosto—. Debes pensar que soy un ingenuo. Un pobre
guiri
que no se entera de lo que se cuece a su alrededor.

—Pues es cierto, querido amigo. No lo del
guiri
, ni lo de lo que se cuece aquí, a nuestro alrededor, sino lo del crimen. Si damos con el asesino de hace dos siglos, tal vez consigamos una pista para aclarar los asesinatos de los últimos días en La Laguna.

—Pero tú te dedicabas a los impuestos, ¿no? —Bauer estaba perplejo—. ¿Qué haces detrás de unos asesinatos?

—Colaboro con la policía en este caso, de ahí la importancia que tiene ese legajo. —Ariosto miró fijamente a los ojos del alemán—. ¿Crees que podrás hacer algo?

—La verdad es que está complicado —Bauer levantó el legajo, como para sopesarlo—. Sería una tarea de chinos intentar despegar todas las hojas, pero con un poco de paciencia, tal vez podamos separar las primeras, que son las que te interesan.

—¿Cómo lo vas a hacer?

Bauer lanzó una mirada cargada de significado a Ariosto. ¿Cómo se le ocurría preguntar por los secretos de su arte? Ariosto la captó de inmediato.

—No me des los detalles, sólo a grandes rasgos.

—En este caso tan difícil, y dado el pésimo estado de conservación del papel, hay que actuar centímetro a centímetro cuadrado de cada folio. Primero hidratar con vapor a una temperatura determinada, controlando el riego a través de una espita muy estrecha. Luego congelar ese espacio con nitrógeno líquido y secar, acto seguido, con aire caliente. Ese es el sistema para despegar estos papeles. Cada folio me llevará más de una hora, calculando con optimismo.

Bauer se levantó y colocó ceremoniosamente el legajo sobre la mesa de trabajo. Pasó las hojas sueltas y se concentró en la primera de las que estaban pegadas entre sí.

—Posiblemente las hojas no conserven la tinta, pero con el espectrómetro podremos reconstruir los trazos de la escritura. Es cuestión de tiempo y confianza. Tu encargo me llevará unos cuantos días.

—De acuerdo, tiempo y confianza —repitió Ariosto—. Así será. Me interesa, sobre todas las demás, una carta fechada el 23 de abril de 1751. La encontrarás en el índice —Ariosto dio por concluido el tema profesional—. ¿Crees que ya se habrán enfriado las botellas?

—Llevan quince minutos en el congelador, podemos probar con la primera.

Mientras Bauer volvía de la cocina con una botella en la mano, Ariosto se acercó una vez más a las bullentes cubetas. Al llegar su anfitrión señaló la burbujeante vasija metálica.

—Mira que he estado veces en tu casa y he visto docenas de mezclas químicas, pero ésta de la espuma blanca en la superficie es la más extraña de todas. Tiene un olor peculiar ¿Es un cóctel de azufre y antimonio, por casualidad?

—¡Oh, no! Sólo estoy cociendo un huevo. Es mi cena.

29

Todavía no había amanecido cuando Sandra Clavijo estaba tomándose un café de máquina en el descansillo del ascensor de la segunda planta de
El Diario de Tenerife
. Su cara era la viva expresión del disgusto.
Vaya porquería me meto en el cuerpo
, pensó. Estuvo a punto de acercarse al baño, tirar la taza de cartón y bajar al bar de la esquina para pedir un cortado como Dios manda. Se lo pensó mejor, tenía cosas que hacer y no quería perder el tiempo saliendo a la calle.

Miró por última vez su artículo sobre los avances de la investigación policial impreso en la edición de aquel día, apuró el brebaje oscuro y se acordó del consejo que le dio un compañero de la redacción, Expósito, el que la miraba demasiado, para su gusto. «Busca antecedentes, vete a ver a don Claudio. De lo que él no se acuerde, no existió. Es la historia viva del periódico».

Pasó por su mesa, recogió un paquete y subió un piso por las escaleras, encaminándose a la hemeroteca. Claudio García, don Claudio, el encargado del archivo de un periódico centenario, le abrió la puerta nada más tocar. Sandra exhibió su mejor sonrisa y una cajita transparente de bombones Ferrero Roché, adornada con un lazo rojo.

—¡Hola Sandra! ¡Qué temprano estás hoy aquí!, ¿Es para mí? ¡Muchas gracias! No tenías que haberte molestado —la mirada del septuagenario era una mezcla de asombro y diversión, sobre todo al ver la cara de sueño de la periodista. Poca gente subía a su guarida, como gustaba llamarla, durante la jornada, pero a aquella hora tan temprana no subía nunca nadie.

—Buenos días, don Claudio. Le veo bien.

—Claro que me ves bien, no usas gafas. A mí me pasa todo lo contrario, ya que con gafas o sin gafas veo igual de mal. El motor de esta vieja máquina empieza a fallar, y se detendría si no fuera porque de vez de en cuando algún compañero sube y te devuelve la ilusión por este oficio.

A Sandra le caía bien el viejo. Calvo, siempre fue calvo y delgado, ya había cumplido con creces la edad de jubilación, pero se negaba a retirarse. «Eso es para cuando sea abuelo», decía una y otra vez. Los compañeros habían dejado de preguntarle por el tema. Estaba tan integrado en el paisaje, que parecía que vivía en aquel cubículo. Nadie sabía a ciencia cierta cuándo entraba o salía del
Diario
. De hecho, Sandra nunca lo había visto en la calle. Las brujas de la recepción cuchicheaban que se aseaba en el lavabo del Director y dormía en su sillón, cuando éste no estaba. Sin embargo, esas víboras no eran fuente fiable…, ¿o sí?

—Venía a verlo a usted, si tiene un minuto.

Sandra entró en la sala y al instante le invadió una sensación de claustrofobia. Todas las ventanas estaban cerradas y las persianas bajadas. Siempre estaba encendida una luz artificial amarilla, que en otro lugar hubiera parecido amable. La estanqueidad de la hemeroteca pedía a gritos airearse un poco

—Como sabe, estoy investigando los crímenes de La Laguna, y me preguntaba, ya que es de las personas más… —Sandra iba a decir «viejas», pero decidió ser más sensible—, con más experiencia del periódico, si habría en la hemeroteca noticias sobre algún acontecimiento similar en el pasado.

—Te puedo asegurar que en la hemeroteca no hay nada, lo siento —la respuesta de García sonó brusca, pero era un subterfugio para captar su atención. Cuando Sandra lo miró, sonrió a la joven—, pero ocurrir, sí que ocurrió algo.

—¿Cómo es eso? —Sandra no necesitó aparentar confusión—. ¿Puede explicármelo?

—Es muy sencillo —García hizo una pausa teatral. Le gustaba ser objeto de atención de la periodista. Llevaba tiempo sin llamar la atención de nadie, y se proponía disfrutar al máximo—, lo que pasó en La Laguna nunca fue publicado. Fue hace muchos años, cuando yo era un niño —Sandra arrugó la nariz, con una expresión incrédula—. Bueeeno, casi un chaval. Acababa de terminar la Guerra Civil y los periódicos, incluido éste, se dedicaban sólo a publicar propaganda política y religiosa. Te asombrarías de las pocas noticias de verdad que contenían. La censura del nuevo régimen no dejaba pasar casi nada, y menos si eran cuestiones negativas.

—¿Pero qué fue lo que pasó? —el viejo había logrado picar su curiosidad.

—En aquellos años desaparecía gente y sobre todo en La Laguna, que durante la República fue un nido de anarquistas de la CNT —García cerró los ojos, como transportándose en el tiempo, para ver lo que relataba—. Algunos eran víctimas de los paseíllos represivos. Unos cuantos, por miedo, se fugaban al monte o se embarcaban de polizones en algún carguero camino de cualquier parte. Y otros acababan en la cárcel y no se volvía a saber de ellos en mucho tiempo. Era terrible, pero la población terminó acostumbrándose a dejar de ver al vecino de al lado de un día para otro. El verano de 1940 un número anómalo de
rojos
se fugó a los montes, según decían los guardias de asalto, la policía del régimen por entonces.

García abrió los ojos, regresando de donde hubiera estado durante un minuto.

—Se presionó duramente a la población rural —prosiguió—, ya que se pensaba que estaban manteniendo a los fugados. Se organizaron auténticas cacerías de hombres por las montañas. Al final, los guardias civiles cogieron a muy pocos. Se pensó que el resto había logrado escapar. Pero no, era muy difícil huir de la Isla en aquellos años. Casi todos, incluso muchos de los antiguos
rojos
de pro, intentaron congraciarse con el régimen y no dudaron en delatar a sus hermanos si con ello conseguían alguna ventaja en su vida personal o profesional. La mayoría de los que desaparecieron ese verano escaparon del régimen franquista, pero de otra manera.

—Se pone usted muy misterioso, don Claudio, ¿No querrá gastarme una novatada? —Sandra le seguía mirando como si le estuviera contando un cuento chino.

—¡Oh, no! —García se puso serio, parecía sincero—. No pienso engañarte nunca. Lo que quiero decir es que en La Laguna comenzó a correr el rumor de que a los desaparecidos los habían matado, pero los autores de estas muertes no fueron los ansiosos sicarios fascistas, sino uno, o tal vez varios asesinos.

—A ver, por favor, cuénteme eso más despacio.

—A las autoridades se les planteó un problema. Los vecinos de La Laguna que desaparecían no siempre pertenecían a alguno de los bandos políticos confrontados en la guerra. Tenerife tampoco era un lugar tan beligerante como para que existiera un escuadrón de la muerte, o algo similar. Si no se metían contigo, te quedabas quieto, tratando de pasar desapercibido. Por eso, cuando el número de desaparecidos comenzó a ser apreciable, el gobernador militar de la época dio orden a sus subordinados para que hicieran pesquisas discretas. Esto tampoco lo vas a encontrar en ningún papel. Se supo entre la población de boca a boca, sin más. Las investigaciones tuvieron que dar algún fruto, o asustar a los asesinos, pues al año siguiente las misteriosas desapariciones cesaron por completo. Nadie está seguro de lo que pasó, y los protagonistas murieron hace ya tiempo.

Sandra no replicó. Se quedó dándole vueltas a lo que acababa de escuchar. Habían pasado setenta años desde aquello y se volvía a repetir la historia. ¿Habría alguna conexión entre los asesinatos actuales y los de los años cuarenta? Era una línea de investigación sugerente, pero difícil de investigar. García tenía que darle más pistas.

—Hablamos de 1940, tampoco hace tanto tiempo, seguro que todavía deben vivir muchas personas que pasaron por aquel drama —Sandra tocó el hombro de don Claudio intentando lograr un gesto de complicidad—. Usted no es tan mayor como presume.

—A ver, déjame pensar —García cerró los ojos de nuevo, y Sandra se dio cuenta de que tenía el gesto muy ensayado—. De los protagonistas no recuerdo a nadie que siga vivo. Pero sí a algún familiar cercano. Me acuerdo de Manolita, que vivía en la calle San Agustín. Era un poco mayor que yo y su padre fue uno de los que desaparecieron en aquel verano. No tenía filiación política alguna y la policía no pudo explicarlo. Puedes preguntar por doña Manuela en la mercería de la calle Núñez de la Peña, es la única que hay —el hombre calló durante unos segundos—. También está Perico Gutiérrez, el pescadero. Su tío fue otro de los que desaparecieron. Perico tenía un puesto en el mercado de La Laguna, pero ya está jubilado. Encontrarás allí a su hija, que lleva el negocio familiar ahora. Dile que vas de mi parte y te pondrá en contacto con su padre. Creo que eso es todo. Si me acuerdo de alguien más, te lo diré.

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