Ira Dei (18 page)

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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

BOOK: Ira Dei
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Siguió leyendo en silencio la carta hasta el final.

—El resto no es interesante.

—Parece que la tía Constanza no confiaba mucho en su sobrino mayor —terció Marta. Se la imaginaba como una Madame Pompadour canaria, con un vestido de flores entalladísimo que dejaba ver un generoso escote, con una peluca blanca llena de rizos, y, además, esnifando rapé, ¿por qué no?

—Por aquí hay otras cartas, todas de fuera de la Isla —Hernández volvió a leer los papeles rápidamente—. ¡Bien!, aquí hay otra de doña Constanza, fechada un año y medio después, en noviembre de 1750. Ya se contabilizaban varios asesinatos en esa fecha.

Ariosto asomó su cabeza por la puerta, con cara de ansiedad.

—¿Cómo va eso? Ya casi he terminado, en unos momentos me reúno con ustedes.

Al fondo se oyó la voz chillona de Adela.

—¡Luisito! ¡Vamos a acabar ya de una vez!

Ariosto desapareció.

—Doña Constanza hace relación de lo cansada que le ha resultado la última romería a la Virgen del Pino —resumió Hernández—, el viaje a la iglesia de Teror llevaba todo un día en aquel tiempo. Sigo leyendo:

En cuanto a lo que me contáis de vuestro hijo, no sabéis la aflicción que me invade. Decidme si os puedo servir de alguna ayuda. No pretendo daros consejo, pero creo que pasa demasiado tiempo en la cava. No es un lugar de Dios. Debéis obligarlo, si es preciso, a salir al aire libre, que le dé la luz. Tened ánimo. Os envío mi bendición en estas difíciles horas…

—Ya no hay más —concluyó Pedro.

Marta se dio cuenta de que había aguantado la respiración, y soltó un bufido.

—¡La leche!, da la impresión de que había algo oculto en la galería subterránea.

—El asunto empieza a tomar otro cariz —Hernández estaba absorto estudiando el documento—. Hay algo siniestro en todo esto. La afición del hijo del marqués por el subterráneo tal vez tenga conexión con lo que encontramos en la cripta.

—¿Unas pastitas? —Adela apareció con una bandeja llena de galletas inglesas—. ¿Otro té?, ¿Café tal vez? ¿Un cubata?, no creáis que soy una anticuada.

La entrada de la mujer en el salón sobresaltó a la pareja, pero acabó con la tensión acumulada. Tras ella entró Ariosto, con una botella de
Capitán Kidd
.

—Hay que ver qué cosas tienes arrinconadas en la despensa. ¡Un ron de veinticinco años! Tomaré un Cuba Libre, con tu permiso. Si me vieran mis amigos del club gastronómico mezclando este precioso líquido con
Coca-Cola
me echarían de la cofradía. Les ruego, queridos amigos, que tengan a bien ser discretos.

—Si quieres un cubata vete a buscar la
Coca-Cola
a la nevera —le espetó Adela mientras depositaba la bandeja de galletas en una mesita de camilla cubierta con un mantelito de bordados intrincados.

—A ver, queridos, ¿qué queréis?

—Un vaso de agua, gracias —respondió Marta. Estaba repleta de té.

—Yo prefería un Oporto, si es posible —añadió Pedro, tratando de ser sofisticado.

—Oporto, Oporto… —Adela refunfuñó—, siempre pidiendo cosas extranjeras, mejor un malvasía dulce de Lanzarote.

—Por supuesto —rectificó el archivero—, no estaba seguro de que tuviera. Donde haya un malvasía, que se quiten los demás.

—Me está empezando a caer bien tu amigo, Luisito. Apunta maneras. Tal vez no esté todo perdido y pueda aprender a jugar algún día como es debido.

—¿Qué? ¿Han encontrado algo? —Ariosto volvió de la cocina y se sentó a la mesa con el combinado ya servido, frotando con una rodaja de limón el borde del vaso. Esperó a que la espumilla se disolviese y tomó un sorbo—. ¡Delicioso!

Marta hizo un resumen de lo que habían averiguado a Adela y Ariosto.

—¡Estoy intrigadísima! —Adela se revolvió en su butaca—. Me lo estoy pasando… ¿cómo decís los jóvenes?… ¡Pipa! ¡Eso es! Vamos, sigue leyendo, Pedrito.

—Ya estás adoptado, amigo —dijo Ariosto, sonriendo—, mi más sincero pésame.

Pedro no sabía hasta qué punto hablaba en serio Ariosto, pero dibujó a su vez una sonrisa cómplice mientras tomaba la siguiente carta y comenzaba a leer en silencio. Notaba las intensas miradas de los demás, que los radiografiaban a él y al documento.

—Nada en la treinta y cuatro. Ni en la treinta y cinco. Están escritas en francés, de un tal monsieur Savigny.

—Hubo un teórico del Derecho llamado Savigny —informó Ariosto—, pero no creo que sea éste —los demás le miraron fijamente—. Ejem, mejor guardo silencio.

—¡La cuarenta es otra carta de Las Palmas!

—Nunca creí que tuviera tantas ganas de tener noticias de los canariones —bromeó Adela, que en realidad adoraba Gran Canaria.

—Tiene fecha de seis meses después de la que vimos antes, concretamente de mayo de 1751. Tras el saludo, pregunta por la familia, lo de siempre. Sin embargo, lo que viene a continuación es distinto:

Horas tristes vivimos, hermano mío. Con toda probabilidad no podré nunca compartir vuestro sufrimiento, pero creo que hicisteis lo que debíais. Vuestra familia es vuestro honor, también el mío, y por ello os comprendo. Tuve que releer varias veces vuestra misiva del 23 del mes pasado, en la que me relatabais lo que habíais hecho y lo que habíais encontrado allá abajo. Todavía tengo helada la sangre en las venas. Es conveniente ser muy discretos, que no trascienda este asunto debe ser sagrado. Por mi parte, mis labios están sellados. Sólo os pediré dos favores. El primero, que nunca más hablemos de este horrible acontecimiento. El segundo, que nunca, pero nunca, volváis a bajar a ese lugar. Prometédmelo, mi querido Hernando.

—A continuación se despide, no hay más —Hernández levantó la cabeza, desconsolado—. No dice nada explícito, pero deja entrever multitud de cosas.

—He estado echando un vistazo al resto de cartas mientras leías, Pedro —Marta agrupó el resto de papeles—, y no hay ninguna más de doña Constanza. Además, empiezan a estar espaciadas en el tiempo. Parece haber un salto desde 1751 hasta 1770. Tal vez se traspapelaron esas cartas. Lo siento, pero no hay nada más del tercer marqués.

—Recapitulemos —Ariosto hablaba concentrado, intentando absorber los datos y ponerlos en conexión—. Deducimos que el autor de los asesinatos ocurridos en torno a 1751 fue alguien del entorno del Marqués, tal vez el hijo mayor, persona inmadura según su tía. El Marqués lo descubrió y posiblemente también el escondite de los cadáveres, presumiblemente el sótano, y se lo comentó a su hermana. Después, por pura cuestión de honor, tomó una decisión, no sabemos cuál con certeza, pero que resultó efectiva y el problema desapareció. Quedan muchas lagunas. La solución a todas ellas debe estar indefectiblemente en la carta de 23 de abril de 1751. En ella está la clave que nos puede arrojar luz sobre esta secular oscuridad en la que nos movemos.

—¡En el índice del legajo había reseñada una carta con esa fecha! —Marta estaba mirando sus notas—. ¡Debe ser ésa!

—Pero ya sabemos ante qué problema nos encontramos —Pedro hablaba abatido—: esa carta es ilegible.

—Querido Pedro, me encantaría examinar el legajo en cuestión —Ariosto se levantó de su silla y dejó la copa, vacía, en la mesita auxiliar, al lado de las pastas—. ¿Sigue llevando consigo un juego de llaves del Archivo? ¿Cree usted que alguien se sentiría incomodado si hacemos una visita para echar un vistazo a sus fondos?

—Bueno, no es normal —Hernández dudaba—, pero nada nos lo impide. Está cerrado al público, pero los trabajadores pueden quedarse, si quieren. Nunca quieren, pero pueden.

—Bien, en marcha pues. —Ariosto tomó del brazo a Hernández y le hizo levantar.

—¡Un momento! —La voz eléctrica de Adela los inmovilizó en el acto—. ¡Qué modales son esos, Luisito! Antes de salir, dos cosas: una, todos y cada uno de ustedes se van a llevar un paquetito de galletas para el camino. Dos…, ejem… ¿Puedo ir?

25

Pedro disponía de un mando a distancia para abrir la enorme puerta metálica que daba acceso al parking del edificio. Una vez dentro, salieron del coche y el archivero abrió la puerta principal, apresurándose a desconectar la alarma en el panel de control del cubículo de seguridad. A instancias de Ariosto, Sebastián no perdió detalle de los movimientos de Hernández.

El archivero les condujo por un largo pasillo en la planta baja.

—¿Aquí guardan los papeles viejos, Luisito? —Adela no había entrado nunca en un archivo.

—Son documentos antiguos, tía —apuntó Ariosto.

—Esto está un poco desangelado. ¿Por qué no colocan cuadros en las paredes? ¿Y de qué diablos está hecho este suelo? No para de rechinar. Si quieres que te dé mi opinión sobre la decoración de este lugar, no me gustan estas modernidades.

Marta y Hernández se miraron, divertidos con los comentarios de la tía Adela. En alguna ocasión se habían hecho las mismas preguntas.

El archivero abrió una puerta y bajaron dos tramos de escaleras. Marta reconoció el camino. Se dirigían al depósito. Hernández abrió la puerta de seguridad contra incendios y el grupo pasó ante las hileras de estanterías. Doña Adela, con la mano en la boca para no coger frío, estaba extasiada, jamás había estado en un sitio semejante. Poco después Pedro les mostró el legajo del marqués.

—Aquí lo tienen, el libro copiador de cartas de don Hernando Machado, tercer marqués de Fuensanta —Hernández permitió que Ariosto tomara el grueso volumen—. Con cuidado, por favor. Como pueden observar, a causa de la humedad, la mayoría de los papeles están pegados entre sí, formando una gruesa pasta dura que hace imposible separarlos. Sólo se han salvado unos pocos folios del principio.

Ariosto buscó en el índice inserto en la primera hoja. La carta de 23 de abril de 1751 dirigida a su hermana estaba anotada allí, entre otras del 15 y del 29 de dicho mes, enviadas a personas de Málaga y Barcelona. Sacó una lupa de su bolsillo y observó con detenimiento el legajo, acercándose a la luz. Le dio vueltas con delicadeza, examinando los bordes del papel, el forro de cuero y las costuras de la encuadernación. Al cabo de unos minutos, dejó el libro en la mesa.

—Tienes razón, Pedro, no hay nada que hacer —la mirada de decepción de sus compañeros fue terrible—, tendremos que buscar la información en otro lado. Gracias por dejarme comprobar el estado del legajo.

—No hay de qué —el archivero había dudado por un momento del estado real del volumen, dado el interés de Ariosto, pero la última frase le había reafirmado en la seguridad de que no había solución al problema—. Si no desean nada más, creo que es mejor que nos vayamos.

La tía Adela tenía el ceño fruncido. Conocía mucho a Ariosto y no entendía esa pronta asunción de una derrota. Estaba a punto de hablar cuando éste le miró fijamente. Su mirada le decía que se abstuviera de intervenir.

—Vamos, tía Adela, dame tu brazo para subir la escalera.

Adela tomó el brazo que se le ofrecía y le pellizcó la piel. Ariosto le sostuvo una mirada cómplice, con un ligero apretón en la muñeca.

La visita había terminado. El grupo salió del edificio y Sebastián los fue repartiendo en sus domicilios. Marta y Pedro Hernández vivían cerca, en dos de las nuevas urbanizaciones del barrio de San Benito, en las afueras de La Laguna.

Apenas dejaron en su casa a Hernández, Adela refunfuñó:

—Te conozco desde hace mucho tiempo, Luisito —dijo—. Y nunca te había visto claudicar de una manera tan miserable. ¿Qué estás tramando?

—Tal vez haya alguna manera de leer esa carta que nos trae de cabeza —le dijo, con aire misterioso.

—Pues las hojas de ese tomazo son un emplasto seco que me recuerda a las tartas de tu tía Enriqueta.

—¿Te acuerdas de mi amigo Kurt, el alemán? El que vino a cenar con nosotros en Navidad.

—¡Ah, sí! Currito, el que vive en el Puerto de la Cruz. Buen chico, aunque un poco excéntrico, para mi gusto, con esa coleta. Un hombre de su edad debe tener un aspecto más serio. Me acuerdo de su mujer…, aquella rubita tan mona. ¿Cómo se llamaba?

—Grete, tía Adela —apuntó Ariosto.

—Sí, es verdad, Gretel, como la del cuento. ¿Qué pasa con ellos?

—Kurt es un artesano papelero de primer orden. Ha estudiado el proceso de fabricación del papel en todas las culturas y es una de las personas que más saben sobre los métodos de conservación y, lo que es mejor, de recuperación de documentos en mal estado.

—Me imagino que ese tipo de recuperación no me la podrían hacer a mí, ¿verdad?

—A ti no te hace falta, querida —Ariosto sonreía—. Kurt ha desarrollado una técnica propia, manual y muy minuciosa, y le he visto obtener resultados maravillosos con papeles casi completamente destruidos.

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