Ira Dei (25 page)

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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

BOOK: Ira Dei
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Marta ya no olía la humedad. Se le habían colmatado las papilas olfativas al cabo de doce horas en la oscuridad. Era una pesadilla que había transcurrido con cierta rapidez.

Recordó que, horas atrás, cuando se cansó de golpear la puerta y de gritar todo lo que podía, intentó serenarse. La certidumbre de que nadie la escuchaba la sacudió en pleno rostro, tenía que valerse por sí misma. Se sentó en el suelo, llorando, presa de la desesperación, hasta que el paso de los minutos la obligó a pensar con más claridad.

Tenía el picaporte a mano. Con un poco de suerte podría engancharlo en su sitio y abrir la puerta. Intentó introducirlo en el hueco que había dejado al salirse.
Con cuidado, despacio
, se dijo. Instantes después, escuchó un fatídico golpe de metal contra el piso de cemento. El manillar de la parte exterior había caído al suelo, empujado involuntariamente desde dentro. Otro golpe a su maltrecho optimismo.
¿Cómo podía estar pasándole aquello?

Cuando la respiración se normalizó de nuevo, encendió la parpadeante linterna. Exploró el recinto con más detenimiento, mirando detrás de las pilas de cajas acumuladas en los rincones. La madera comenzaba a mostrar signos de descomposición y se desmenuzaba al tocarla. Sabía que había algún bicho vivo allí, pero estaba segura de que sus gritos lo habrían espantado.
Debe haber alguna salida
, pensó. Llegó a la puerta de la carbonera. Más ancha que alta, cerrada por un pasador completamente oxidado. Intentó levantarlo. No se movió. Con las dos manos tampoco. Exasperada, le dio una patada. Un agudo y penetrante dolor en el pie, concentrado en su dedo gordo, le avisó de que no debía repetirlo. Miró el pasador. Se había movido unos milímetros, los suficientes para desencajar la posición original. Aplicó toda la fuerza de sus brazos y logró liberar el cierre poco a poco, a empujones. La puerta metálica se abrió lentamente, con un chirriar de goznes propio de una película de terror. Enfocó con la linterna. No encontró el típico zulo dedicado a acumular carbón en otra época. Ante ella se extendía un habitáculo rectangular de techo bajo, vacío, y a su izquierda comenzaba un estrecho pasadizo que se perdía en la oscuridad. Cuidando de dejar la puerta bien abierta, se deslizó agachada por la abertura.

La anchura del pasillo no superaba el medio metro, por uno setenta de altura. Tuvo un repentino ataque de claustrofobia que desapareció rápidamente. No debía dejarse llevar por el pánico. Tenía experiencia en esas situaciones. Había estado reptando, en cuevas más estrechas que aquel lugar, en busca de enterramientos indígenas. Claro que con un equipo de apoyo detrás.

Caminó lo que le pareció una eternidad en una posición incómoda, encorvada, en previsión de algún altibajo en el techo. En realidad, no habrían sido más de treinta metros, calculaba.
Que no haya otra puerta cerrada
, imploró.

Su plegaria fue atendida y el estrecho pasillo desembocó en una amplia galería, de unos tres metros de ancho, que se perdía en las tinieblas a izquierda y a derecha. Estaba excavada en la roca, sin apoyos de madera ni revestimiento de ladrillos. Esto la hacía más peligrosa: la posibilidad de derrumbe se convertía en un elemento a tomar en cuenta. Por el suelo corría un canalillo de barro acuoso que dejó, en cuatro pasos, su calzado deportivo totalmente mimetizado con el entorno.

¿Hacia qué lado ir?
Intentó hacer memoria del plano que había dejado en su casa. A la izquierda, el túnel se volvía hacia dentro de la manzana, en dirección al lugar que ocupaba la cripta del solar. A la derecha, el pasadizo pasaba por debajo de la calle y se perdía su rastro. Optó por la izquierda.

No había avanzado cien pasos cuando notó que el suelo estaba seco. La galería ascendía levemente y daba un giro a la izquierda de cuarenta y cinco grados. Al doblar la esquina se encontró con un derrumbe de piedras y tierra que llegaba a media altura. Tras él varias tablas de encofrado sin retirar dejaban entrever un grueso muro de hormigón levantado al otro lado. Debía ser la pared del garaje del edificio moderno, el de la esquina de la calle Anchieta con Tabares de Cala. El paso hacia la izquierda de la manzana estaba cortado definitivamente.

Decididamente, aquella no era su noche.

Volvió sobre sus pasos, de nuevo al barro. Sólo deseaba no mojarse los calcetines. Realmente, odiaba caminar con los zapatos mojados. Allí abajo la temperatura debía ser de diez o quince grados más baja que en el exterior, y comenzaba a sentir frío en el rostro. El sudor de la carrera hacía tiempo que había desaparecido, pero la camiseta debajo de la chaqueta del chándal todavía estaba húmeda y le producía escalofríos. Regresó al punto de partida y siguió por la vacía galería. Había huellas de pisadas en las zonas en las que el fango aparecía duro, pero ninguna parecía reciente. Eso la tranquilizó.

Caminó unos cinco minutos. Descubrió, a la derecha, que otro pasillo estrecho desembocaba en el túnel. Con seguridad se trataba del acceso desde la casa vecina, la que tenía la entrada tapiada. Decidió seguir adelante. Se le había olvidado mirar el reloj y no supo cuánto tiempo había estado caminado. ¿Cuánto se habría desplazado? ¿Doscientos metros, tal vez? ¿Más? ¿O menos?

Comenzaba a perder la noción de las distancias. Todo estaba terriblemente oscuro.

La linterna se quejó de nuevo, aumentando el parpadeo. Llegó a una bifurcación. Dos galerías idénticas se separaban divergentes en uve. Sabía que ambas estaban ya en la manzana siguiente, una vez cruzada la calle Anchieta por debajo. Lo mismo daba una que otra. Cerró los ojos, esperando que alguna señal le indicara el camino. Le pareció que una leve corriente de aire, impregnada en un ligero olor a cloaca, salía del pasadizo izquierdo.

Siguió por el túnel de la izquierda, idéntico al que la había llevado hasta allí. Varios pasos adelante descubrió otra entrada que desembocaba en él, más pequeña y estrecha que las otras. Dudó si meterse en ella, pero le agobió la visión de verse atrapada en aquel lugar tan angosto y no poder salir. Decidió desecharla y seguir adelante. Unos cincuenta metros después, la galería terminó abruptamente, desembocando en un espacio rectangular más amplio.

La fábrica era de ladrillos de piedra tosca. La débil luz de la linterna alumbró un techo abovedado. Tres negras aberturas en cada lado indicaban tres nuevos caminos por explorar. Estaba comenzado a hartarse de elegir. Se decidió de nuevo por el de la izquierda. A unos cien pasos el revestimiento de las paredes cambió por ladrillos de barro cocido. Notó que el suelo era liso, de similar composición a las paredes y techo, y que la costra de barro era más fina.

Aquella galería debía tener una finalidad. Tal vez finalizara en la casa de otro ricachón del siglo XVIII. Se animó con la idea. Una entrada estrecha a la derecha la tentó. Era la subida a una casa. Se metió por ella. Volvió a las paredes y suelo de roca y tierra viva. Unos pasos más allá se encontró con un muro de grandes piedras de basalto, de las que se usaban para las esquinas de las casas. Alguien había decidido cerrar ese paso definitivamente.

De vuelta a la galería enladrillada, se le apagó la linterna. Sacó las pilas, las agitó y frotó contra el chándal. No sabía si eso serviría de algo. Las colocó de nuevo en su sitio. La luz volvió débil. Apenas iluminaba medio metro. Cinco minutos después se extinguió del todo. Sacó el móvil y lo encendió. Sin cobertura. Lo utilizó como improvisada linterna. Era asombrosa la luz que despedía aquella pequeña pantalla. Siguió adelante.

Varios minutos después se encontró con un obstáculo serio. Fragmentos de la pared y del techo se habían derrumbado, formando una barricada de piedras y tierra que le impedía el paso, salvo por un pequeño espacio triangular en su parte superior izquierda por el que se deslizó arrastrándose. El chándal ya estaba hecho un asco. Se rió de sí misma: ¡Pensando en la limpieza de su indumentaria cuando aquello podía venirse abajo en cualquier momento!

Avanzó rápidamente dejando atrás el derrubio. Una fina película de agua anegaba la galería. Empezó a oír el chapoteo de sus pasos. Miró de nuevo la pantalla del móvil, tal vez allí… Nada, sin cobertura.

Unas decenas de metros más allá el pasillo parecía finalizar en otra oquedad mayor. El olor a alcantarilla se hizo más penetrante. Es posible que se estuviera acercando a algún registro de aguas pluviales. Desde allí podría volver a la superficie.

Una entrada a la derecha de la galería prometía. Sus escaleras de piedra la invitaban a subir a un lugar más seco. Los escalones la elevaron a un lugar irreal: un espacio cuadrangular alto y amplio lleno de oscuros agujeros cuadrados separados medio metro entre sí en las paredes. Los había hasta donde se perdía la vista. La luz del móvil no llegaba más allá de los de seis o siete metros. Echó un vistazo al nicho más próximo. Se le encogió el corazón de súbito.

Una, dos, cinco, decenas de calaveras polvorientas la miraban fijamente desde sus vacías órbitas, riéndose de ella en una mueca horrible. Marta se echó atrás horrorizada, no esperaba aquella visión. Se dio la vuelta. En la pared opuesta, el agujero más cercano estaba lleno de huesos a rebosar. Fragmentos de esqueletos colocados sin orden ni concierto en una orgía macabra de huesos, polvo y tierra. Todos los nichos ofrecían igual espectáculo. Había cientos de muertos, tal vez miles, por todas partes. Marta comenzó a sentir un creciente pánico que salía de lo más profundo de su ser, desesperándola.
¿Qué lugar era aquél? ¿En qué horrenda trampa se había metido?
Chilló de miedo y de rabia, se dejó caer aterrada allí mismo, en los dos centímetros de agua y barro, adoptando una posición fetal, buscando una defensa primigenia frente al horror inmensurable que la rodeaba.

No le importó mojarse los calcetines.

36

La reunión en el Cabildo había terminado antes de lo previsto. Había sido una buena idea enviar el dossier, con la información trascendente, el día anterior por la tarde. La importancia del asunto había conseguido por una vez que los asistentes lo hubieran leído antes de empezar. No hubo que explicar las cosas desde el principio, que era lo que temía. Además, se dio la circunstancia de que los concurrentes eran los más preparados dentro de sus campos de actuación. Menos mal, la última vez que había convocado a las autoridades locales en una emergencia de seguridad, algunos ayuntamientos enviaron representantes sindicales que utilizaron la reunión como foro para sus reclamaciones salariales. Aquel día no ocurrió eso. Algunas preguntas inteligentes de coordinación y el acuerdo de creación de un puesto central de proceso de datos con acceso de todos y para todos los intervinientes dieron por finalizado el encuentro.

A las once y media, Galán estaba de vuelta en la comisaría de La Laguna. Miró la página de noticias que tenía abierta en la pantalla del ordenador. Previsión de tormenta para esa tarde. Miró por la ventana, extrañado. Ni una nube y el calor en ascenso. No era la primera vez que se equivocaban los del Meteorológico.

Encima de la mesa descansaba el informe de Ramos sobre los neumáticos. Le echó un vistazo. Un concesionario principal. Diez locales de distribución por toda la Isla que proveían a ochenta tiendas de repuestos de automóvil, incluyendo tres grandes centros comerciales. Miles de ventas al contado. Imposible rastrear por ahí.

Debajo estaba el informe de los interrogatorios del día anterior en la empresa constructora. Nadie vio nada especial en la intervención de ambas víctimas. Sólo dos personas conocían a una de ellas, pero ninguna a las dos. Todos tenían coartadas seguras. Las noticias sobre la gente fuera de lugar, que visitaba al empresario periódicamente, hacían sospechar la existencia de un negocio de apuestas ilegales, pero no de asesinatos. Enviaría la información a la Brigada que se ocupaba de los juegos ilícitos. Ramos indicaba, por último, que ese día pasaría por todos los domicilios visitados por las víctimas. Miró la lista. Una alarma saltó en su cerebro. Ramos iba a tocar en las casas de la manzana donde se había perdido la señal de Marta. Marcó de nuevo el número del móvil de la arqueóloga. Apagado o fuera de cobertura.
Maldita sea
, pensó,
¿dónde esta
ba aquella mujer?
. Cada vez que se acordaba de ella sentía crecer el desasosiego en su interior. Se estaba preocupando demasiado y temía perder la objetividad profesional. Llamó al subinspector.

—Ramos, ¿ya has pasado por la calle Anchieta?

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