Ira Dei (19 page)

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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

BOOK: Ira Dei
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Adela se revolvió inquieta en el asiento del Mercedes.

—Pero para aplicar esa técnica a los papeles, ¿Qué vas a hacer? ¿Llevar a Currito al Archivo?

—Como comprenderás, eso es imposible —Ariosto exhibió una sonrisa maliciosa—, sus métodos no están plenamente aprobados por los archiveros.

—¿No pretenderás…? —Adela se llevó la mano a la boca—. No me lo puedo creer. Eres malo, un niño muy malo. Si pretendes contar con mi complicidad, deberás invitarme a un chupito en el
Mencey
antes de llevarme a casa.

Sebastián no esperó a que Ariosto contestara.

—La señora manda, al
Mencey
—sentenció, lacónico.

26

—Tenga cuidado, Sebastián —musitó Ariosto, mientras su chófer sacaba con decisión toda su corpulencia del automóvil.

Había echado mano de las dotes de Sebastián, adquiridas cuando todavía era Olegario en los bajos fondos de una ciudad del norte de la Península. A pesar de sus modales exquisitos, algunos detalles de su físico apuntaban a un perfil de boxeador retirado. Ancho de hombros, cuello macizo, y una mirada capaz de desanimar a cualquier inconsciente que se le enfrentara: Sebastián era de aquellos tipos a los que se desea ver en tu equipo y no en el contrario. La capacidad de asombro de Ariosto no tocaba techo en cuanto a las habilidades de su chófer. Sentía curiosidad, pero no hurgaba en el pasado de su fiel servidor. Sólo le preguntaba si podía hacer esto o aquello. En la mayoría de las ocasiones, Sebastián lo hacía sin más, con una naturalidad pasmosa. Por eso no se sorprendió demasiado cuando le inquirió sobre si creía posible entrar en el Archivo de forma discreta. Necesitaba tomar prestado algo.

—Eso está hecho, señor— contestó con aire suficiente.

Sebastián sacó del maletero del coche un juego de pequeñas ganzúas, de las que no se venden en las ferreterías, unos finos guantes de seda —conservaba la sensibilidad en los dedos y no le hacían sudar las manos—, y una linterna. Ariosto se volvió a quedar con las ganas de hacerle un par de preguntas. Habían aparcado el coche en una calle perpendicular al Archivo. Sebastián se acercó al perímetro de la edificación y, con una agilidad espectacular, trepó y saltó por encima de la valla que rodeaba el parking. Volvió cinco minutos después.

—Póngase cómodo, señor. Debemos esperar una hora.

—¿Puedo preguntar qué has hecho?

—Es simple, señor. He desconectado la luz del edificio. El sistema de alarma, cuando falla la corriente, se alimenta con una batería de emergencia
Powerelectric
. La conozco bien, se descarga en una hora —Sebastián tomó el estuche de CDs de música—. ¿Qué le apetece, Brahms o Mendelsohn?

***

Una hora después estaban abriendo la puerta del garaje del Archivo, la más vulnerable, según Sebastián. La cerradura se abrió con un clic apagado. Esperaron dos segundos. Ninguna alarma saltó en la oscuridad. Subieron la puerta medio metro y se deslizaron por debajo. Sebastián la bajó tras de sí y encendió su linterna.

Estaban dentro.

Era increíble que el Archivo Provincial no tuviera seguridad durante la noche. El edificio quedaba vacío cuando caía el sol por falta de presupuesto para pagar un vigilante nocturno. Esa era la realidad, y no les venía mal en aquel momento.

El sistema de aire acondicionado seguía funcionando, debía tener un generador propio al que, por esas cosas extrañas de los ingenieros, no estaba conectada la alarma del edificio. Bajaron al depósito. Dado que Sebastián era quien llevaba guantes, fue él quien abrió la estantería con el volante que la hacía rodar y cogió la caja que les interesaba. Ariosto había memorizado dónde se encontraba. Sacó cuidadosamente el legajo de su interior y lo depositó en una bolsa de plástico nueva, que a su vez metió en una mochila deportiva que llevaba a la espalda.

—Coloca la caja en su sitio, por favor —Ariosto seguía con la mirada los movimientos precisos de Sebastián—. Muy bien. Espero que a nadie se le ocurra pedir estos documentos durante unos días. Al menos hasta que los devolvamos. Salgamos de aquí.

Salir les costó menos que entrar. Procuraron dejar todo como estaba, incluyendo volver a conectar la luz general. Nadie debía sospechar la existencia de aquella excursión nocturna. Una vez en el coche, Sebastián preguntó:

—¿Y ahora, señor?

Ariosto echó un vistazo a su
Audemars Piguet
de oro.

—Las once. ¿Crees que nuestro amigo Kurt estará despierto a esta hora?

—Seguro, le gusta trabajar de noche.

—Entonces vayamos a visitarlo. ¿Habrá algo abierto a esta hora? No me gusta llegar a la casa de un amigo con las manos vacías.

—No se preocupe, señor, me he tomado la libertad de distraer dos botellas de
Eiswein
de su bodega particular.

Ariosto se quedó pasmado.

—Pero, ¿cómo sabes que a Kurt le encanta el
Eiswein
? ¿Y cómo sabías que íbamos a ver a Kurt?

Sebastián respondió con una ligera sonrisa, apenas perceptible por el retrovisor. Ariosto claudicó, relajándose en el sillón. Decididamente, su chófer le sorprendía cada día más.

27

Otra noche sin luna. Las distantes farolas estilo imperio ignoraron una figura oscura que pasaba debajo, entretenidas en contemplar cómo se acumulaba el rocío en sus cristales. Marta Herrero caminaba con paso rápido por las oscuras calles laguneras. Haría una hora que Ariosto la había dejado en casa pero, en vez de descansar, se puso un chándal oscuro; metió en la riñonera el móvil, la cámara
Canon digital Ixus
, tan pequeña como el teléfono, una pequeña linterna halógena, y salió de nuevo a la calle. Decidió ir corriendo hasta el centro. Era una más entre las decenas de corredores que poblaban determinadas zonas de la ciudad al caer la tarde.

Aprovechó para hacer su entrenamiento cotidiano. Diez minutos de calentamiento y estiramientos, y luego otros treinta de carrera continua a ritmo sostenido en el circuito de tierra de la carretera de Las Mercedes. No obstante, ese día sólo hizo veinte, no quería terminar agotada. Como quedaba cerca, iba a darse una vuelta por las casas que había investigado por la mañana, y contaba con que su vestimenta no despertara sospechas. El problema era cómo entrar en las huertas traseras de las edificaciones antiguas.

Llegó al solar de la cripta.

Pasó un par de veces por delante. El vigilante se había marchado y la obra estaba desierta. Se deslizó por debajo de la cinta a rayas y se adentró en la excavación. El agujero de la cripta estaba cercado por vallas de obra ensambladas. Pasó a su lado sin detenerse.

En el extremo oeste del solar se alzaba un muro antiguo de piedra tosca sin enfoscar. Tendría unos cuatro metros de altura. Buscó, a la débil luz indirecta de las farolas de la calle, algo en lo que subirse. Estaba la excavadora, pero no sabía manejarla. Además, no tenía las llaves puestas. Un montículo de escombros llegaba casi hasta los tres metros.
Tal vez eso pueda servir
, pensó. Cogió uno de los varios tablones grandes de obra que descansaban apoyados en una de las paredes. Lo arrastró hasta la cima de la escombrera. Desde allí, con gran esfuerzo consiguió apoyar el extremo en la parte superior del muro. Aseguró la otra parte con dos piedras y tanteó con un pie el precario puente que había montado. Prefirió no dudar. Con decisión, cruzó el vacío en cinco pasos. Al llegar al muro se agarró al borde y se descolgó al otro lado.

El tablón, al liberarse del peso de Marta, dio un leve salto sobre su apoyo y cayó al suelo de la obra. La arqueóloga quedó colgada del muro hacia la parte interior de la huerta vecina. La oscuridad le impedía ver más allá de sus pies y no tenía otra referencia que la altura del muro por el otro lado. A falta de alternativa, saltó con las piernas flexionadas. Cayó sobre un arbusto que amortiguó la caída, aunque le hizo rozaduras en las piernas por debajo de la tela de los pantalones del chándal. Se detuvo unos instantes a escuchar. No oyó nada, sólo un grillo lejano. Tampoco detectó ningún movimiento.

Hizo memoria de lo que había visto por la mañana. Se encontraba en el jardín trasero de la casa de los vecinos del solar por la calle Tabares de Cala. Un enorme aguacatero repleto de frutos amenazaba con lanzarlos a su cabeza en cualquier momento.
¿Cómo es que nadie los recoge?
, se preguntó. Avanzó despacio, asombrada de que no le hubiera salido al paso ningún perro. Llegó enseguida al muro medianero del patio. Una pequeña construcción, una especie de trastero, le dio opción a trepar y alzarse sobre la pared. Tuvo cuidado de no pisar el techo de uralita, que le inspiraba poca seguridad. Una vez sobre el muro, tenía donde elegir: a su izquierda estaba el patio del edificio nuevo de la esquina de la calle Anchieta, cuyas paredes tenían un revestimiento reciente demasiado liso, por lo que se decantó por su derecha, donde se abría el patio trasero del alto edificio donde había estado esa mañana.

El salto era de unos dos metros, pero al menos veía donde caía. Una triste bombilla arrojaba jirones de luz a través del ventanuco del zaguán de la planta baja.

Una vez en el patio, caminó hasta el siguiente muro. Tomó carrerilla y saltó agarrándose al borde. Consiguió subir una rodilla y apoyarse en ella y rodar sobre sí misma, aupándose al muro. Desde allí ya tenía acceso a la zona de huerta de las tres casas antiguas. Se mantuvo acostada sobre el muro. La anchura del mismo, unos cuarenta centímetros, se lo permitía.

Esperó a que su respiración se tranquilizara y observó los ventanales. Sólo se veía luz, aunque mortecina, en la tercera casa, la más nueva. Las otras dos estaban a oscuras. No quiso bajar en el cercado de la casa donde corrieron la cortina esa mañana, por lo que optó por descender en la contigua. La altura del muro al suelo era dos veces la de su cuerpo, por lo que bajó agarrándose a la rama de un almendro pelado ahogado por la maleza.

Aquel huerto no había sido tocado en años. Las plantas que sobrevivían sin riego campaban a sus anchas, junto a los secos esqueletos de las que necesitaban la intervención humana.

Miró de nuevo en derredor. No se veía en las ventanas otra cosa que oscuridad. Ni siquiera los ojos de los gatos que a esa hora debían estar haciendo sus rondas nocturnas por toda la ciudad. Los edificios habitados de la esquina quedaban lejos, y el ruido de los coches en las calles era un leve susurro. No pudo evitar que cada paso produjera chasquidos en la hojarasca seca. Probó de puntillas.
Mejor
, pensó.

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