Ira Dei (26 page)

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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

BOOK: Ira Dei
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—Casualmente ahora mismo iba a comenzar —la voz de Ramos indicaba que todavía no había empezado la ronda. Por una vez, a Galán no le importaba que se hubiera retrasado.

—Espérame en el
Molina
, que te acompaño en la visita de las casas de esa calle.

Galán sacó la pistola reglamentaria de la caja fuerte de su despacho, una
HK USP Compact
, el nuevo modelo del Cuerpo, y la acomodó en la pistolera, bajo su hombro izquierdo. Disimulaba el arma con una cazadora ligera que le producía un calor sofocante en aquellos días de verano.

Bajó la escalera y salió a la calle. Caminó a buen ritmo por la calle Viana hasta San Agustín. Diez minutos después, llegó al bar.
El Molina
fue durante mucho tiempo el único bar de la calle San Agustín. Muchos de sus clientes eran estudiantes de la UNED, que dejaban ocupadas con libros y carpetas las mesas de estudio de la biblioteca, en la acera de enfrente, pero que en realidad pasaban más tiempo en la cafetería. Ramos lo esperaba en el extremo de la barra, controlando la calle. Tomaron un cortado rápido y salieron.

Siguieron por Juan de Vera y doblaron la esquina a la derecha en Anchieta. Dejaron atrás el muro blanco de la curiosa
cancha Anchieta
, un campo de baloncesto escondido en el corazón del casco histórico de la ciudad. Galán señaló las tres casas del centro de la calle.

—Me interesan ésas. Es la zona donde se perdió la señal de Marta Herrero, la arqueóloga.

Ramos ya estaba al tanto de la desaparición de Marta. Asintió sin decir palabra, como de costumbre. Empezaron por la más próxima, la de las ventanas verdes de guillotina. Ramos pulsó el timbre. No se oyó nada. Usó el aldabón de hierro. Reparó en la curiosa costumbre de tocar el timbre una sola vez, mientras que el aldabón necesitaba tres golpes. Esperaron quince segundos. Repitió la llamada. Ya estaban por dejarlo cuando oyeron que una cerradura interior se descorría. La puerta principal se entreabrió lo suficiente para dejar ver los ojos inquisitivos de un hombre mayor, de unos sesenta y cinco años, pelo ralo y piel cetrina, que les miraba con expresión de fastidio.

—¿Qué desean? —Su voz sonaba cascada. O le daba a la bebida o era víctima de una faringitis aguda.

—Inspector Galán, de la Policía —exhibió su placa, que el hombre miró a distancia, como si le hubieran enseñado un objeto extraterrestre—. Estamos buscando a una persona desaparecida. Necesitamos su permiso para pasar al patio trasero.

El hombre entrecerró los ojos, y Galán no acertaba a determinar si era por estar deslumbrado por la luz de sol o por no creerse la historia. Tras unos instantes de duda, abrió la puerta para dejarlos pasar.

—Adelante —su tono era seco y apremiante, como si tomara la presencia de los policías como un mal trago que había que solventar lo más rápido posible—. Síganme, y perdonen el desorden. La limpiadora lleva un tiempo sin venir.

Galán y Ramos atravesaron un zaguán que olía a cemento y pintura fresca para internarse en la penumbra que invadía el interior de la casa. Tardaron un rato en acostumbrarse a la falta de luz. Todas las puertas y ventanas estaban cerradas. Aquel tipo debía ser un maniático que mantenía una cruzada particular contra las corrientes de aire. El ambiente tenía un punto opresivo, polvoriento. Desde luego, hacía tiempo que no se pasaba una aspiradora por el suelo. Olía a mueble viejo y, por debajo, levemente a humedad. Galán observó el mobiliario, en su mayor parte de estilo castellano, bastante deslucido por el paso de los años y por la falta de mantenimiento. El tiempo se había detenido en aquel lugar cuarenta años atrás, y convertía aquellas estancias en un museo de muebles caducos pasados de moda. La última factura en decoración debía datar de los años sesenta, por lo menos. Las ventanas tenían cortinas corridas, por las que apenas entraba algún rayo de luz. Alfombras desgastadas reposaban sobre un suelo de cerámica con dibujos geométricos. Alguna baldosa se movía al pisarla.

El hombre les llevó a la izquierda, por un largo pasillo que atravesaba la parte principal de la casa. A su derecha se sucedían puertas por las que se accedía a varias habitaciones que daban, a su vez, a un gran patio interior. Por la última puerta, de frente, al fondo del pasillo, se llegaba a las estancias traseras de la casa. Estaba claro que esa zona no era usada por sus habitantes. Las habitaciones aparecían desnudas, como si el último inquilino se hubiera mudado un par de años antes. Aquello le recordaba a Galán una visita con un agente inmobiliario a una casa vieja y deshabitada en venta.

La última habitación había sido una cocina. El dueño de la casa soltó una maldición al comprobar que uno de los cristales de la puerta que daba acceso al patio estaba roto. Mientras el hombre la abría, Ramos le hizo una señal a Galán, que dirigió su mirada al suelo. Huellas de calzado deportivo destacaban sobre el polvo. Puso su pie al lado de una. Calculó una talla treinta y nueve, justo la de Marta.

Al abrir el hombre la puerta, la claridad invadió la vacía cocina. La luz, al reflejarse en el suelo, cegó a los policías. Salieron al patio trasero. Las mismas huellas se hallaban impresas en la tierra del suelo.

—Parece que alguien ha estado merodeando por aquí —el tipo de la casa hablaba en un tono bajo. Ramos lo miró, pensando que le hablaba a él. Pero el hombre parecía hablar consigo mismo.

—¿Oyó algún ruido anoche? —Galán interpeló al hombre, que estaba de espaldas. Este se volvió.

—La verdad es que no oí nada —mantenía su hosca seriedad—. Duermo al otro lado de la casa. El dormitorio da a la calle y mi sueño es bastante profundo.

Galán miró a Ramos, que estaba estudiando el itinerario de las huellas del patio. Las pisadas provenían del fondo del jardín, se concentraban frente a la puerta trasera de la casa y se dirigían al alto muro medianero que lindaba con la casa vecina.

—Ramos, haz el favor de echar un vistazo por encima del muro —Galán unió sus manos y el fornido policía las usó como apoyo para aupar sus más de noventa kilos y sobrepasar la cabeza por encima de la pared.

—No se ve nada desde aquí —Ramos atisbó en precario equilibrio, mientras Galán comenzaba a apretar los dientes—. Todas las puertas están cerradas.

Galán avisó de su agotamiento tirando de la pernera y Ramos saltó ágilmente al suelo. A pesar de su edad, en torno a unos cincuenta y pico, se mantenía en forma.

—Me ha parecido ver las mismas huellas —Ramos se sacudió las manos de polvo—. A pesar de que el suelo es de cemento, es posible seguirlas. Sin embargo, sólo se dirigen a la entrada. Si Marta entró en esa casa, no salió después por el mismo lugar. Alguien cerró las contrapuertas con posterioridad.

Galán estaba asombrado de la temeridad de Marta. Su interés por comprobar la existencia de los túneles antiguos la había llevado a meterse en aquellas casas sin autorización de sus propietarios. Estaba seguro de que se hallaba en dificultades. Intentó acallar su creciente preocupación concentrándose en lo que tenía entre manos.

—No me gusta —dijo Galán—. Dejaremos al vecino para después. De momento, sigamos investigando en esta casa. Entremos de nuevo y sigamos el rastro de Marta dentro de la casa.

Los policías entraron de nuevo en la cocina y las huellas los llevaron a la escalera del sótano. Bajaron hasta el final.

—Marta llegó hasta aquí, miró y se volvió —Galán hablaba en voz alta. Ramos asentía—. Estaba buscando las galerías del plano del siglo XVIII. Fíjate en el zócalo, tapiaron un acceso hace mucho tiempo.

Se volvió hacia el viejo, que vigilaba al pie de la escalera.

—¿Había una puerta aquí?

—No se lo puedo asegurar. La diferencia de color en el zócalo siempre ha estado así —respondió el hombre—. Al menos desde que yo vivo aquí, hace más de cincuenta años. Siempre me pareció un sótano inútil, demasiado pequeño.

—No lo dudo —Galán se encaminó a la salida—. Ramos, toma la filiación al señor y vamos a la otra casa —encaró al propietario—. ¿Conoce usted al vecino de al lado?

El hombre lo miró de nuevo de forma extraña. Galán se preguntó si le habría entendido.

—No quiero saber nada de esos tipos —respondió el vecino, su voz aguardentosa adoptó un tono de desdén y desconfianza—. Nunca se han relacionado con nadie de la ciudad. No me gustan un pelo. Si usted toca a su puerta, no creo que le abran.

—¿No abren a nadie?

—Es muy raro que lo hagan. A la última persona que vi entrar en esa casa fue a la empleada de la suministradora de agua. Luego pasó por aquí, una chica simpática. Me contó que hacía más de diez meses que no se leía el contador. Por lo que dijo, no fue una experiencia agradable.

—Sabe por qué?

—Por el olor —el viejo arrugó la nariz.

—¿El olor?

—Sí, dijo que olía a muerto.

37

Al padre Damián no le hacía ninguna gracia pasear por los pasillos de la Catedral con todos aquellos andamios. Pensaba que, en cualquier momento, se le podía caer algo encima. El principal templo de La Laguna llevaba varios años cerrado a los fieles, a causa de unas obras que no se acababan nunca. El dinero para financiar su reparación llegaba a cuentagotas y los meses de paro forzoso superaban con creces a aquellos en los que se avanzaba algo en el proyecto. La indignación de algunas agrupaciones vecinales era sofocada por el enorme peso de la desidia burocrática. Por lo que decían los informes, la cubierta corría riesgo de derrumbe, y el cura avanzaba a toda prisa por un pasillo lateral con esa idea obsesiva en su mente.

Media hora antes había recibido una llamada del mismísimo obispo en persona. Algo inusual, dado que el vicario siempre hablaba por él. «Padre Damián, necesito un favor especial de usted» le había dicho con su voz aterciopelada, y a ver quién ponía reparos al cascarrabias del prelado. Y allí estaba, haciéndole un favor al obispo, que esperaba que le devolviera algún día.

Su figura llamaba la atención por su escasa altura, que compensaba con un rostro de noble porte, siempre serio y grave. Era el último cura que se paseaba por La Laguna vistiendo sotana. Su boina negra había caído en desgracia cinco años atrás, en un arrebato de modernidad.

El tintineo de las llaves se escuchó desde fuera del edificio. Un enorme cerrojo chirrió al dar dos vueltas y una puerta, que no se abría en meses, se quejó al girar sobre sus goznes. Al otro lado, Ariosto y Pedro Hernández sonrieron al cura, tratando de ser agradables.

—Padre Damián —Ariosto adelantó su mano—. Qué alegría verlo tan bien como siempre, parece que el tiempo no pasa por usted.

El cura se hizo un lío con las llaves y tardó en estrecharle la suya. El obispo le había hablado del archivero y de un amigo suyo, pero no había supuesto que fuera aquel hombre. Hizo rápida memoria. Era un buen amigo de la familia de doña Enriqueta, la que apoyaba la preeminencia de la iglesia de la Concepción en detrimento de la Catedral. Ahora que ésta estaba cerrada, la vieja disfrutaba como nunca cuando le veía, levantando su nariz con un mohín de superioridad.

—Gracias, señor… —el cura esperó a ser informado del nombre.

—Luis Ariosto, para servirle —al notar la mirada de incertidumbre del cura,
a éste no le veo por mi iglesia
, Ariosto aclaró—. De la parroquia del Pilar, en Santa Cruz.

Una vez ubicado parroquialmente, Ariosto se volvió hacia Hernández.

—Tengo entendido que ya conoce a don Pedro Hernández.

—Sí, por supuesto —el cura estrechó la mano del archivero—. El obispo me ha pedido que les acompañe en una visita por la Catedral. Esto es algo inusual, ya que saben que está cerrada. Además, conlleva cierto riesgo, por lo que les advierto del peligro antes de entrar.

—Estamos al tanto de las obras, padre —contestó Hernández—, entramos bajo nuestra responsabilidad. Lo hacemos porque se trata de algo importante.

El cura dio media vuelta y entró en el templo. Ariosto y Hernández le siguieron. La penumbra se apoderó de ellos. A lo largo de la nave central, un gigantesco andamio de piezas tubulares se elevaba hasta el techo. Una parte de los bancos habían sido retirados y el resto languidecía amontonado junto a la puerta principal. Amplias telas y plásticos, con irreverentes logotipos de obra, ocultaban las capillas interiores. Una pátina de cal blanca cubría las baldosas, y evidenciaba el riesgo de resbalar sobre ellas.

—Queremos ir a la capilla del Cristo de la Columna —anunció Hernández, que tomó la iniciativa de la marcha. Se giró hacia Ariosto mientras caminaban—. La primitiva iglesia de los Remedios se levantó en el solar que hoy ocupa la Catedral. Comenzada su construcción en torno a 1521, fue reedificada y ampliada en 1619. La fábrica del edificio no era buena, y fue declarada en ruina en 1691, apenas ochenta años después. De nuevo levantada, sufrió a mediados del siglo XVIII una gran reforma. Justo en la época del tercer marqués de Fuensanta, que contribuyó generosamente a su financiación. El crucero se cerró con bóveda en 1749, y se terminó la pintura de los techos en 1757. Durante todos aquellos decenios, se utilizó el subsuelo del edificio como enterramiento de los parroquianos. Las malas lenguas dicen que los días de mucha lluvia era necesaria una dosis extra de incienso, por el tufillo que salía de las juntas de las losas del suelo. Se consideraba un honor ser enterrado en la iglesia, pero más si se tenía una capilla propia. —A Ariosto el discurso de Hernández, si no fuera por lo mucho que le interesaba, le hubiera parecido el de un pedante guía turístico capaz de hablar durante minutos sin tomar aire—. En esta iglesia había nueve capillas fundadas por las principales familias tinerfeñas. En una de ellas se enterraban los Fuensanta, privilegio propiciado por su entronque con otras familias nobles. La aportación de los acaudalados laguneros a las capillas era fastuosa. En aquellos años se estilaba ofrendar la imagen, una talla de alto nivel artístico, muchas veces comprada en el extranjero, a la que se acompañaba de su correspondiente ornato. Este consistía en un retablo y una base, generalmente forrados de chapa de plata, así como candeleros y bujías, cubiertos con un dosel de terciopelo granate con flecos de oro —Hernández se detuvo delante de una pequeña capilla entoldada—. En 1897 la iglesia fue declarada de nuevo en ruina y en la restauración los arquitectos decidieron eliminar las losas sepulcrales, cambiándolas por baldosas con dibujos geométricos. De nuevo en 2001 se cerró el templo, debido al peligro de caída de cascotes. Todo un rosario de obras como ve, y suma y sigue.

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