Cuando todavía no se me había pasado el susto, Vivi decidió marcharse detrás de su marido, que abandonó la delegación francesa de Siemens por un puesto equivalente en la española cuando el gallego empezó a entrar y a salir del hospital. Ya estaba haciendo obras en un local de la plaza de Chueca, que acabaría siendo la sucursal madrileña de Casa Inés, el día que todos los demonios quisieron llevárselo al infierno de una bendita vez. Y en febrero de 1976, colocamos un cromo diferente sobre uno de los ventanales del restaurante, al lado de la puerta. Era un cartel bastante grande, con un par de fotos a color, y una exclamación compuesta en mayúsculas, «El mejor restaurante español de Francia conquista Madrid», entre signos de admiración.
—No te puedes imaginar la cantidad de gente de Toulouse que viene a comer, mamá… —Vivi estaba encantada—. Entre eso, y los sindicalistas que trae Miguel, el fin de semana pasado tuve el comedor de bote en bote.
—Me alegro mucho, hija —a mí me daba tanto, tanto miedo—. Estoy muy orgullosa de ti, muy orgullosa de ser tu madre.
—Gracias, mami. Dile a Adela que se ponga, anda…
Porque no era ya que el tiempo tuviera prisa, era que corría que se las pelaba. Unas semanas antes de que Vivi preguntara por su hermana sin explicarme por qué, mi sobrino Ricardo, que había pasado la frontera con lo puesto y el carné de identidad, pidió un pasaporte en el consulado español. No tardaron ni un mes en dárselo, y decidió volver.
—Que me detengan, si tienen cojones —nos anunció, escuetamente, y Adela escogió ese momento para añadir que se iba con él.
Su padre se asustó tanto que cuando a nuestra hija le dio tiempo a aclarar que lo de irse con su primo era un decir, y no un noviazgo, no le quedó más remedio que dejarla marchar. Sólo después, ella condescendió a informarnos que Vivi le había pedido que la ayudara a llevar el restaurante.
En abril de 1976, nos quedamos solos en Toulouse con Fernando, que había ido a España antes que las niñas, aunque siempre había vuelto después de hacer las gestiones que su padre había tenido que delegar en otros camaradas hasta que empezaron a trabajar juntos.
—Y vosotros… —nos preguntó tras uno de aquellos viajes, después de enseñarnos un montón de fotos del restaurante de sus hermanas—, ¿no vais a ir a verlo?
—A mí me encantaría —reconocí—. Podríamos aprovechar las vacaciones, y este verano…
—No —pero al escucharme, Galán había doblado la lengua dentro de la boca, para mordérsela con tanto afán como si pretendiera masticarla a continuación—. Yo volveré sólo para quedarme. A estas alturas, no pienso ir a España de turista.
—Pues, mira… —Fernando asintió con la cabeza y me miró—. Yo también creo que es lo mejor, mamá.
En diciembre de 1976, pusimos otro cartel junto a las fotografías del restaurante de Vivi. Era un anuncio de la cena de Fin de Año y, al mismo tiempo, una despedida. Y sin embargo, yo todavía cociné una vez más en la Casa Inés del Boulevard d'Arcole. La mía. La nuestra, porque aquella noche, la última, en Toulouse volvimos a ser cinco.
—Luego, es mucho más fácil, de verdad… —pero Montse estaba llorando—. Díselo tú, Amparo, ¿a que es verdad? —y la mujer del Lobo, que aquella mañana se había bajado del avión contenta como unas pascuas, tenía los ojos llenos de lágrimas—. ¿A que luego es todo mucho más fácil?
Angelita, que no lloraba nunca, lloró cuando decidimos vender el Picasso. Lola, que era casi igual de dura, lloró cuando propuso que le regaláramos a Vivi la foto del cumpleaños de Dolores. Y yo, que siempre había sido la más llorona de todas, ni siquiera me tomé la molestia de limpiarme la cara de dos manotazos, antes de advertirles que no se equivocaran porque no estaba llorando.
—Deberíamos estar contentas, porque esto era lo que queríamos, ¿no? —y al escuchar a Amparo, se me partió el corazón sólo de pensar que nunca más volvería a verla detrás de aquella barra—. Hay que ver… ¡Qué blandas nos hemos vuelto!
Habíamos vivido muchos años cuesta arriba, y aquella pendiente había sido tan dura, que ninguna de nosotras pudo concederse a sí misma el alivio de ablandarse un milímetro hasta que terminó el último.
Entonces sí.
Entonces, cuando nos resignamos a que por fin se hubieran cumplido nuestros deseos, lloramos todas juntas lo que no habíamos llorado en treinta años.
Pamplona, capital de Navarra, España, 13 de marzo de 1959. Y en el mismo acto, pero no a la misma hora, tal vez ni siquiera en la misma fecha, Ciudad de México, capital federal de los Estados Unidos Mexicanos.
En dos ciudades, dos países, dos continentes diferentes con un océano de por medio, un hombre y una mujer se casan por poderes. Hace veinte años que no se ven, pero se conocen muy bien. Hasta ahora nunca han estado casados entre sí, pero antes de unirse a otras personas, viven juntos como si lo estuvieran. Después, la Historia les pasa por encima, los aplasta como las orugas de un tanque machacarían un campo de margaritas, una guerra, un exilio, otra guerra, otro exilio, la gloria para él, luego la cárcel, para ella la pobreza, el olvido, una desgracia inmensa y, al fin, algo de paz, un poco más de bienestar, una prosperidad que termina por cuajar en la otra punta del mundo. Y ahora, al otro lado del tiempo, de la guerra, de la paz, del exilio, de la cárcel, de la clandestinidad, una boda por poderes. La Historia inmortal hace cosas raras cuando se cruza con el amor de los cuerpos mortales.
En 1935 Aurora Gómez Urrutia tiene veinte años y no llama la atención sólo por su belleza. Hija de un profesor republicano, seguidor de Azaña, se ha educado en un ambiente singular, la élite culta, progresista, incrustada en el corazón de plomo del tradicionalismo navarro. En su casa no sobra el dinero, pero hay muchos libros. Así, como muchas otras españolas de provincias de su generación, Aurora consigue completar, a base de lecturas, una formación autodidacta que suple el calvario que representaría para la reputación de su familia que abandonara la casa paterna, para mudarse a la ciudad universitaria más próxima y asistir a unas clases donde lo más probable es que la recibieran a pedradas.
Aurora tiene una hermosa cabeza —los ojos grandes, oscuros pero dulces, la nariz pequeña, la boca carnosa, todo armoniosamente distribuido en un óvalo de perfiles equilibrados, la frente, tal vez, demasiado ancha, pero coronada a cambio por una espesa, brillante cabellera negra— y, además, la tiene llena de muebles. Esta jovencita que también destaca por su inteligencia, posee una cultura política muy sólida, una posición de liderazgo en las juventudes de Izquierda Republicana, y la firme convicción de que es imprescindible limitar, a cualquier precio, el apabullante rebrote del carlismo navarro, que ya se ha definido como un apoyo incondicional para cualquier insurrección contra la República, venga de donde venga. Así, guapa, joven, luminosa, apasionadamente entregada a la causa del antifascismo, y muy seria, es Aurora Gómez Urrutia cuando Jesús Monzón Reparaz la enamora, y se enamora de ella.
En esta época, él todavía es Sito —apócope de Jesusito—, un chico un poco revoltoso, con opiniones peligrosas, amistades un tanto indeseables, y una extravagante inclinación por los ambientes proletarios del barrio de la Rochapea, pero, por encima de todo, un Monzón Reparaz, el cachorro de una de las mejores familias de Pamplona, hijo menor de un distinguido médico burgués y descendiente, por parte de madre, de un antiguo y blasonado linaje de la aristocracia rural de Navarra. Con estos antecedentes, es de esperar que sepa renunciar a tiempo al capricho juvenil que representa la hija de un maestro azañista. Pero lejos de obedecer a la voz de la sangre, Sito va a afianzar su relación con Aurora para demostrar que no encaja en ninguno de los moldes previstos para él, y su terquedad termina de frustrar las esperanzas de sus padres y de quienes, como ellos, confían en que asiente la cabeza en el dorado redil de sus orígenes.
En Pamplona no se habla de otra cosa porque, dejando a un lado esa irrelevante menudencia de los enamoramientos, esta pareja tiene tanto que ver con los tiempos que corren, que no es fácil distinguir cuál es la causa y cuál el efecto. Y no se trata sólo de que ella provenga de una clase social muy inferior, sino también, tal vez sobre todo, de su actitud. Que él juegue al revolucionario, bueno. De entrada, Sito lleva pantalones, y en unos tiempos tan revueltos, la desgracia de tener un hijo moderno le puede sobrevenir hasta a un Grande de España. Pero esta chica resabiada y vociferante, tan poco femenina, que es capaz de subirse a un estrado para que todo el mundo la vea gritando en los mítines, y de exhibirse por las calles, agitando el puño en la cabecera de las manifestaciones al lado de Jesús…
—¿Dónde se ha visto eso, por el amor de Dios? —murmuran entre ellas las excelentes amigas de doña Salomé Reparaz, la pobre señora de Monzón, sin atreverse a ser más explícitas ante la madre de esa calamidad que la está matando a disgustos.
Y sin embargo, quien funda el Partido Comunista de España en Navarra, no es Aurora, sino Sito. Ella siempre anda un paso por detrás de él, subordina su carrera política a la de su hombre, y no vacila en poner todas sus capacidades a su servicio. Le adora. Es la primera de la larga lista de mujeres que adorarán a Jesús Monzón Reparaz.
Él, que mientras pueda elegir, nunca destacará por su constancia, la quiere como no volverá a querer a ninguna otra. Por eso, cuando en Pamplona triunfa el golpe de Estado al que las amigas de su madre llevan años enteros rezándole novenas, y consigue escapar, piensa en Aurora antes que en ninguna otra cosa. Al llegar a Bilbao, contacta casi al mismo tiempo con la dirección del Partido Comunista de Euskadi y con los círculos de fascistas emboscados en la ciudad. Busca a una mujer que canjear por la suya, y la encuentra enseguida en la familia Ibarra, tan célebre por su fortuna como por las insignias de sus buques. Entonces, sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo, al más puro estilo Monzón, se las arregla para que alguien le entregue a Aurora, en Pamplona, un salvoconducto idéntico al que él está dispuesto a firmar en Bilbao para una mujer de edad y aspecto semejantes, que intercambiará su identidad con la de la republicana que va a cruzar las líneas a la vez, pero en dirección contraria.
Ese es el plan y, muy pronto, un desconocido llama al timbre de la casa de los Gómez Urrutia. Su propietario está en la cárcel. Detenido en las horas inmediatas a la sublevación, condenado a muerte sin proceso alguno, sólo la intervención de un viejo amigo carlista ha logrado detener su ejecución en el último momento. Pero el recién llegado no pregunta por el profesor. Viene buscando a Aurora. Su hermana Elvira, que es la única persona de la familia que puede salir a abrir la puerta, la tiene escondida allí mismo, pero lo niega con toda la convicción que puede improvisar, «Aurora no está aquí, ha desaparecido y no sabemos nada de ella, no tengo ni idea de dónde…». El recién llegado sonríe y se limita a entregar a la cuñada de Monzón un papel doblado en cuatro, en el que sólo hay una palabra escrita.
—Ciruelica…
La literatura, el teatro, el cine, los libros de historia y los de memorias, la propaganda fascista, y la antifascista, han reproducido a menudo escenas semejantes, en España y en prácticamente todos los países de la Europa de la época. Una casa en zona enemiga, una persona escondida, un timbre, unos pasos, una visita, muchos sudores, y el recién llegado que se quita el sombrero, o la gorra, y amenaza, o se pone nervioso, y saca una pistola, o titubea, y cuenta una historia más o menos confusa, entrega una carta, algo pequeño, a veces una joya, otras un documento, a menudo un objeto sin valor aparente, y su destinatario miente sobre su identidad, se hace pasar por otra persona, duda, sospecha, intenta ganar tiempo, le pide al mensajero que vuelva otro día, se desploma en un sillón sin saber qué hacer, qué pensar, en quién confiar, y acierta, o se equivoca.
—Ciruelica…
Este desconocido se limita a dejar un papel doblado en cuatro entre las manos de Elvira Gómez Urrutia, añade que es para su hermana, que volverá dentro de un rato, y se va. Ella lo abre, pero no lo entiende, como no lo habría entendido ningún policía, ningún soldado, ningún funcionario que hubiera sometido a un registro a su portador. «Ciruelica. —Elvira lo lee, menea la cabeza, frunce el ceño—. Ciruelica. Y esto ¿qué es?». Pero Aurora sí sabe lo que es. Ella sabe muy bien quién, y cómo, y cuándo, y dónde la llama así. Al leerlo, se le llenarían los ojos de lágrimas, la barbilla de babas, el corazón de un amor tan salvaje que estaría a punto de hacer saltar por los aires todas sus arterias. Ningún policía, ningún funcionario puede entenderlo, pero esa sola palabra hace rebosar su conciencia del privilegio de ser amada por un hombre como él, y sobre todo, de la alegría de poder amarle.
—Ciruelica…
Una sola palabra basta para explicar hasta qué punto debía de ser difícil resistirse a Jesús Monzón. Pero también es fácil imaginar que este episodio, sin dejar de ser muy bonito, muy literario, muy emocionante, resulte, además, muy representativo del tipo de actitudes que generan desconfianza hacia él en el seno del PCE. Sus camaradas de la dirección no aprecian demasiado el romanticismo y, menos aún, el individualismo de los hombres de acción. No pueden negar que el dirigente navarro haga las cosas bien, pero resulta mucho más irritante que esté tan empeñado en hacerlas siempre a su manera. Y ninguno de sus superiores puede objetar nada al resultado de sus gestiones, pero todos preferirían un procedimiento más convencional, menos palabritas y más reuniones, más reuniones, más reuniones, hasta que ellos mismos decidieran cómo y cuándo efectuar un canje como aquel. A aquellas alturas, ni siquiera pueden imaginar la clase de complicaciones que van a crear en su organización las palabritas de Monzón, el desaforado amor que sabrán inspirar en las mujeres que se crucen en su camino.
Pero ahora, lo único importante es la guerra, y la guerra no marcha bien. En junio de 1937, cuando la caída del frente norte les obliga a salir de Bilbao, camino de Valencia, los Monzón ya son tres. Ha nacido su hijo Sergio, un niño que recorrerá con sus padres un país en guerra, que sobrevivirá a dos años de bombardeos nocturnos y diurnos, que sorteará los peligros del frío y la deshidratación a lo largo de viajes agotadores por carreteras cortadas, y que hasta saldrá ileso del trágico caos del puerto de Alicante para morir a destiempo, cuando ya parece a salvo de todo mal. Jesús consigue una plaza para su mujer y para su hijo en uno de los últimos barcos que salen de allí, camino de Oran, el 29 de marzo de 1939, pero el final feliz no dura mucho tiempo. Unos meses más tarde, reunidos los tres en Francia con la guerra mundial en el horizonte, es de nuevo él, asumiendo en solitario cualquier riesgo, quien toma una decisión audaz, radical y fulminante, como las que le caracterizarán de entonces en adelante. Sometido a la presión de su familia biológica, que insiste en criar al niño en la Pamplona franquista y requeté que él odia por encima de todas las cosas, opta por confiarlo a su familia ideológica.