Inés y la alegría (75 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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—¿Sabes lo que ha pasado? —por eso le pregunté lo que no me había atrevido a preguntarle a mi anfitriona—. ¿Dónde se ha parado?

—¿Dónde se ha parado… —él dejó de examinar mis heridas para mirarme con los ojos muy abiertos— qué?

—La caída.

—¿La caída? —meneó la cabeza y regresó a mi vientre—. No sé nada de eso. Pregúntaselo a Carmen, o a Cipri. Yo no soy comunista.

—¿No? —él sonrió a mi asombro.

—No. Es que, verás… —hizo una pausa, corrigió la posición de sus gafas, me miró—. Aunque parezca mentira, algunos millones de personas en el mundo no somos comunistas, ¿sabes? —me reí, y me dolió—. No te rías. Te he dicho que no te rías. No te conviene hacer movimientos bruscos.

—Pero, entonces, si no eres comunista… ¿Qué haces aquí?

—Bueno… —y se encogió de hombros antes de responder—. Tú tenías el hígado desgarrado, el vientre lleno de cristales, y una hemorragia interna de tres pares de cojones. Yo diría que necesitabas un médico, ¿no? Y yo no soy comunista, pero médico sí que soy.

—¡Joder! —cuando escuché aquel diagnóstico, su ideología dejó de inquietarme—. ¿Me vas a operar?

—No. Te he operado ya —y volvió a sonreír—. Dos veces. La recuperación será muy lenta, pero vas a salir de esta.

Guillermo García Medina, antifascista sin partido, no era comunista, pero sí uno de los mejores camaradas que yo tendría en mi vida. Generoso y constante, valiente, leal como el que más, fue mi principal contacto con el mundo durante los seis meses que tardé en volver a Toulouse. Sin él, nunca lo habría logrado, porque Cipriano y Carmen, los dueños de aquel piso reservado para casos de auténtica emergencia, no sólo no tenían contacto directo con la organización del Partido. También tenían prohibido enlazar con ella.

—Nosotros no sabemos nada —me explicó él cuando le pedí ayuda—. Ese es nuestro trabajo, estar aquí y no saber nada.

Su función se limitaba a esconder a clandestinos en apuros, esperar a que apareciera un hombre como yo, alojarle, alimentarle, curarle, y ayudar a que se recuperara para que dejara libre su casa lo antes posible. Sólo aquel aislamiento absoluto podía preservar la seguridad de aquella casa que contaba con una protección adicional, porque la hermana pequeña de Carmen estaba casada con un guardia civil, héroe de la Cruzada. Eso, y que el teléfono del médico les había llegado muchos años antes, escrito en una tarjeta postal sin remitente, fue todo lo que pudieron contarme. Yo entendí que, a partir de ahí, tendría que buscarme la vida sin la ayuda de nadie. Y no lo tenía fácil.

Aparte de lamentar la pérdida de mi abrigo, que se había quedado en una pensión de la calle Hortaleza con el resto de mi equipaje, no podía ponerme en contacto con ninguna de las personas con quienes había trabajado en los últimos meses. No sabía si, más allá de la luna de la confitería, había habido, o no, una caída, ni hasta dónde había llegado. Ni siquiera estaba seguro de no haber hecho el ridículo una vez más, pero si los hombres de quienes había escapado eran policías, habían tenido tiempo de sobra para retener mi cara y, a aquellas alturas, mi descripción circularía ya por todas las comisarías. Existía una posibilidad de que, incluso así, no hubieran llegado hasta la pensión donde me había registrado como Gregorio Ramírez de la Iglesia, identidad desconocida para el dependiente con gafas, pero aunque mi respetable patrona hubiera preferido quedarse con mis cosas a denunciar mi desaparición, no podía cambiar la foto del pasaporte y salir con él. Por eso, después de meditarlo mucho, confié en que el camino más largo resultara el más corto de los posibles, y cuando volví a ver al médico, le pedí un favor.

—¿Te importa que le escriba una carta a mi mujer, en una clave que no te comprometa, y que ponga en el remite tu nombre y tu dirección? —él frunció el ceño, como si no entendiera el sentido de aquella pregunta—. En este momento no me atrevo a usar ninguna identidad. Es posible que en Correos conozcan mi dirección de Toulouse, y comprueben la del remitente.

—No, no me importa, pero… —entonces asintió con la cabeza—. Ya, es para que sepan que estás aquí, ¿no? Puedo escribirla yo mismo, si quieres.

Abrió su maletín y sacó un papel de cartas con un membrete que me llamó la atención, el dibujo de un camión circulando por una carretera. Tuve la sensación de que ya lo conocía, y al girar la cabeza hacia la mesilla, comprobé que la cuartilla donde Carmen consultaba mi tratamiento era idéntica.

—¿Y ese papel? —volvió a mirarme como si no me entendiera—. Parece…

—De una empresa de transportes —me confirmó—. Yo trabajo allí. Ya te conté que no tengo un título oficial de médico, ¿no?

—Sí, pero eso nos lo pone todo mucho más fácil —me entusiasmé tanto que me incorporé con brusquedad, y mi cicatriz protestó—. Mi mujer trabaja en un restaurante. Puedes escribir allí, como si ella estuviera esperando un envío… Tiene que ser algo asturiano, unas botellas de sidra El Gaitero, por ejemplo, que era el nombre que yo tenía en el monte.

—Muy bien. Puedo decirle que no se preocupe, que ya las he localizado, pero que como son muy frágiles, se las estoy guardando para enviárselas sólo cuando esté seguro de que van a llegar en buen estado.

—Perfecto —con tantos años de clandestinidad a cuestas, yo no lo habría hecho mejor.

—¿Cómo se llama tu mujer?

—Inés Ruiz Maldonado, pero escribe mejor Inés de la Torre Sánchez.

—No sé cómo no os armáis un lío —sonrió—, con tanto nombre falso… ¿Y el restaurante?

—Casa Inés —y por motivos que yo ni siquiera podía imaginar, su sonrisa se ensanchó hasta traspasar la frontera de la risa—. Boulevard d'Arcole…

—Cincuenta y dos, ¿verdad?

—No —respondí, con un hilo de voz—. Cincuenta y cuatro, pero… ¿Cómo lo sabes?

—Porque es clienta mía. No hace ni un mes que le envié noventa litros de aceite de oliva.

Cuando me lo contó, debería haberme cabreado. De hecho, volví a doblar la lengua dentro de la boca para mordérmela con fuerza por primera vez en mucho tiempo. No era para menos. Desde que empezó a cocinar en la taberna hasta que nos despedimos por última vez, Inés no había dejado pasar ni una semana entera sin darme el coñazo con aquel tema. «Pero, vamos a ver, —me decía una vez, y otra, y otra más, machacándome siempre al mismo ritmo, como si mis oídos fueran dos dientes de ajo en un almirez—, ¿es que nosotros no mandamos gente a España continuamente? ¿Y en España no tenemos a nadie que pueda mandarme unos bidoncitos de nada? Yo qué sé, ochenta litros, cien… ¿Qué es eso para un camión?».

Al principio, ni siquiera sabía si enfadarme o sonreír ante aquella extravagancia, aunque ni siquiera se me pasó por la cabeza la posibilidad de complacerla. Yo no podía utilizar la organización del Partido para tener contenta a mi mujer, pero ella, que debería haberlo sabido tan bien como yo, nunca se dio por vencida. Una dictadura nunca sería motivo suficiente para obligarla a abandonar. Por eso, al enterarme de que había aprovechado mi ausencia para montar una red que, a través de un desconocido de Jaén, llegaba hasta el hombre que sonreía al borde de mi cama, pensé que estaba salvado. No pasó mucho tiempo antes de que él mismo me lo confirmara.

—No, si al final, voy a acabar afiliándome a ese partido tuyo, aunque sólo sea porque es lo único que funciona bien en España…

Habíamos calculado que la carta tardaría entre cinco y siete días en llegar a su destino. El octavo, al salir del trabajo, una desconocida le preguntó la hora, y mientras él miraba el reloj, añadió que estaba interesada en unas botellas de sidra. Después le cogió del brazo para andar por la calle, «y no estaba nada mal, —añadió—, no creas», hasta que entraron en un café. La chica escogió una mesa aislada y allí, sin dejar de sonreír, ni de aparentar que pretendía conquistarle, le contó todo lo que yo necesitaba saber.

La caída se había parado casi antes de empezar. El pobre dependiente ignoraba que su amante, la rubia resultona que estaba casada con el dueño, lo alternaba con un repartidor que le gustaba más, quizás porque era un golfo y siempre necesitaba dinero. Él fue quien dio el chivatazo. La rubia le había contado que el chico era comunista sin prever lo que podía pasar. No le gustaba la policía, pero en el momento en que llamó a su puerta, se asustó y se ofreció a colaborar. Nuestro camarada, que se había dejado sonsacar por ella el día y la hora de la cita, aguantó después lo que se le vino encima sin despegar los labios. No había habido ninguna detención más, aunque la red a la que pertenecía se había desactivado por razones de seguridad. A pesar de todo, yo debería permanecer, durante un plazo indefinido, en la absoluta inexistencia en la que había vivido durante el último mes.

—He quedado con ella pasado mañana —y el doctor García sonrió, para sugerirme que su trabajo le daba aquellas alegrías de vez en cuando—. Va a traerme la llave de la carbonera de un edificio de oficinas que tiene cuatro portales, dos a la Gran Vía y dos a Desengaño. Va a estar en obras todo el verano, y el capataz es de los vuestros. Luego, ya veremos…

A finales de noviembre de 1949, cuando faltaban menos de diez días para que se cumpliera un año de mi ausencia, me detuve ante una puerta de cristal serigrafiada con un letrero que había temido no volver a ver jamás, «Casa Inés, la cocinera de Bosost». En ese momento tuve tanto miedo como en mayo, en aquel taxi donde comprobé la consistencia espesa, caliente, de mi propia sangre. Tal vez, incluso más. Había vuelto, pero no me lo creía, y tampoco sabía si querrían creerlo detrás de aquella puerta. Me sentía otro, un hombre lejano, más viejo, distinto de aquel que solía entrar en aquel local como en su casa. Al ponerme de puntillas, para atisbar el interior por encima del visillo de encaje que lo protegía de la curiosidad de los transeúntes, vi a una mujer colocando flores en las mesas. La conocía desde hacía muchos años, no habría podido no reconocerla, y sin embargo, dudé de mis ojos. Estaba allí, y al mismo tiempo muy lejos, tanto como si la estuviera viendo en una película, una estampa antigua de colores deslucidos, apagados, marchitos.

Sólo había pasado un año, pero aquel viaje se había torcido desde el principio y la inquietud que siempre sentía al volver, una desazón que otras veces se había diluido en el aguafuerte del nerviosismo, la tensión del viaje de regreso, se había multiplicado por una cifra mucho mayor que dos. Sólo había pasado un año, pero durante más de la mitad, yo había permanecido rigurosamente fuera del mundo, muerto, como muerto. Para un cadáver, un año es mucho tiempo. Para mí, fue demasiado cuando lo medí con los laureles que me recibieron en aquella puerta.

Inés se había empeñado en ponerlos ahí, flanqueando la entrada en dos macetas enormes de barro rojizo, porque eran bonitos, decía, hasta elegantes, y además, cuando crezcan, me van a venir muy bien… Al marcharme, eran dos matas frágiles, raquíticas, sus ramas casi desnudas, unas pocas hojas tiernas, amarillentas y endebles, apenas más consistentes que los pétalos de las flores. Cuando volví, me los encontré convertidos en dos matorrales no muy altos, pero sí espesos, hojas recias, olorosas, de un definitivo color verde oscuro. Ellos no me habían echado de menos, y tampoco sabía cuántas cosas más habrían crecido o cambiado, cuántas habrían nacido o habrían muerto en mi ausencia. El miedo a descubrirlo me paralizó, llegó a congelar mi mano sobre el picaporte, pero estaba lloviendo, había logrado volver a casa, y mi casa no era una acera de Toulouse. Por eso, y porque un viento helado que ya no podía romperlas, zarandeaba las ramas de aquellos laureles como si tuviera alguna razón para odiarlos, el hombre que era yo, y el que ya no estaba muy seguro de seguir siendo, entramos a la vez en Casa Inés.


Aprés, s'il vous plait
—Angelita, que acababa de colocar el último florero, se limitó a despacharme con el discurso al que recurrían para ahuyentar a los mendigos—.
Maintenant, nous n'avons rien pour vous. La cuisine est encore fermée…

Yo me propuse decir su nombre, pero mi voz no acertó a fabricar ningún sonido, y avancé despacio en su dirección, para escuchar la misma excusa en nuestro propio idioma.

—Que venga luego, cuando cerremos, que ahora no tenemos nada —por fin levantó la vista, dejó de verme, empezó a mirarme—. ¿No ve que la cocina…? ¡Ay, Dios mío! —y en la expresión de su rostro, aprendí que mi aspecto era mucho peor de lo que suponía—. ¡Inés! ¡Inés, sal, corre!

Había llegado hasta allí en un camión de la empresa en la que trabajaba Rafael Cuesta, el seudónimo bajo el que el doctor García ocultaba su identidad por razones que me dejó imaginar. Aquel verano, mientras pasaba los días en una carbonera limpia y fresca, bien ventilada pero sin más compañía que los libros y los periódicos que él mismo me prestaba, llegué a echar de menos a Rubén, que era muy pesado pero jugaba bien al ajedrez. En la carbonera no tuve visitas, ni de día ni de noche. Durante las horas de luz, tampoco me atreví a utilizar nunca la salida de emergencia que comunicaba mi escondite con un callejón. A cambio, cuando caía la noche y el edificio se quedaba vacío, salía para estirar las piernas y procuraba andar todo lo que podía. Escogía siempre calles anchas, transitadas, a veces Alcalá, hasta El Retiro, a veces el paseo del Prado, hasta Atocha, a veces la Castellana, hasta los Altos del Hipódromo, o Gran Vía abajo, hasta el Campo del Moro.

Aquellos paseos me sentaban bien, aunque me obligaban a negociar con mi hambre. El capataz me traía, cada lunes y cada jueves, un paquete de comida con lo justo para que no pasara demasiada. Al atardecer, solía golpear la puerta con los nudillos, me preguntaba si estaba bien, si necesitaba algo, y se marchaba enseguida, después de sacar mis provisiones de la bolsa en la que llevaba sus herramientas. Mi dieta, además de escasa, era monótona, sardinas en lata, arenques ahumados, algo de fruta, queso, galletas, y siempre, siempre, un paquete de carne de membrillo. Nunca le pregunté por qué me traía tanto membrillo, que era barato, pero no más que otras cosas que jamás se le ocurrió echar en la bolsa. Seguramente, a él le gustaba. Yo siempre había creído detestarlo, pero aquel verano lo devoré con auténtico placer. Después, cuando intenté volver a comerlo, comprobé que seguía detestándolo.

La carne de membrillo no daba para muchas alegrías, pero el doctor García, que era quien me había mandado andar, también se ocupó de eso. Nos encontrábamos cada dos o tres noches, cada vez en un lugar distinto, que habíamos acordado en nuestro encuentro anterior, y paseábamos juntos. Después, con el argumento de que no podía consumir calorías sin reponerlas, me invitaba a tomar algo en alguna taberna del centro, oscura y pequeña, discreta y popular, donde yo solía pedir lo más barato que hubiera. Hambriento como estaba, era incapaz de resistirme a la tentación, pero con el estómago lleno, me resentía de aquel abuso que se prolongaba semana tras semana, sin que ni él ni yo alcanzáramos a distinguir su final.

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