Inés y la alegría (48 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: Inés y la alegría
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—Ahora lo verás.

Cuando llegamos arriba, le pasé mis prismáticos y no quise anunciarle nada, porque todavía me costaba trabajo creérmelo. Y eso fue lo primero que dijo él, al mirar hacia abajo.

—No me lo puedo creer, ¿comprendes?

Luego me devolvió los prismáticos, se quitó las gafas y, por primera vez en mi vida, le vi limpiarse los cristales con un pico de la camisa.

—Es imposible —repetía mientras tanto, meneando la cabeza como si le hubieran dado cuerda—. No puede ser verdad, no puede ser. Nosotros nunca tenemos tanta suerte, ¿comprendes?, nosotros no, sería la primera vez… No sólo haría falta que Dios existiera, sino que además hubiera decidido cambiar de bando, ¿comprendes? Trae, anda.

Volvió a ajustar las lentes para mirar más despacio, de izquierda a derecha, y reconstruí sin dificultad la secuencia de su mirada, los sectores en los que estaban divididos los trabajadores, el número y la posición de sus guardianes, aquel milagro insólito de un dios desconocido, camarada.

—Es un destacamento penal… —murmuró al fin, y levantó la cabeza, sonrió—. ¡Un destacamento penal! —repitió, en voz alta—. ¿Te das cuenta?

—¡Claro que me doy cuenta! —y me eché a reír.

—Pero es… —volvió a llevarse los prismáticos a la cara—. ¡Es increíble!

Era increíble, inconcebible, una carambola a infinitas bandas, el más sofisticado retruécano del destino. Lo que nos habíamos encontrado por casualidad, de camino a un pueblo al que nunca llegaríamos, no era ni más ni menos que un destacamento penal, una brigada penitenciaria de trabajadores, una compañía de presos dispuestos a redimir su pena trabajando gratis para la España de Franco. Y esos presos sólo podían ser de una condición. Antiguos combatientes del Ejército Popular o, en otras palabras, nuestros, de los nuestros.

—¿Cuántos dirías tú que son? —me preguntó sin soltar los prismáticos.

—Unos cien, ¿no? Los he contado antes, por encima.

—Cien o más, ¿comprendes? —y por fin se los despegó de los ojos, me los devolvió, se puso de pie—. ¡Joder! Ya puedes estar contento.

—Sí —y volví a sonreír—. Aunque no sé cómo nos las vamos a arreglar para armarlos a todos.

—Bueno, que todos los problemas que tengamos sean como ese, ¿comprendes?

Mientras bajaba la cuesta, fui dándole vueltas a la cuestión del armamento, y hasta me entretuve en imaginar mi regreso a Bosost, a la cabeza de una columna de más de trescientos hombres, un empujón que los demás necesitaban tanto como yo. Podía permitírmelo, porque nuestra superioridad numérica era tan abrumadora que habría garantizado el éxito en cualquier circunstancia. En aquella, además, todas las ventajas estaban de nuestra parte.

—Cambio de planes —anuncié a mis suboficiales, mientras dibujaba un croquis en la tierra con un palo—. Vamos a bajar por donde hemos subido, en orden y en silencio, para rodear el monte por la base. El objetivo es liberar a los prisioneros de un destacamento penal que está construyendo una carretera al otro lado del monte.

—¿Qué?

Varios hicieron la misma pregunta a la vez, pero me limité a explicarles la situación por encima y ninguno volvió a interrumpirme, como si hubieran comprendido a la vez que no teníamos tiempo para perderlo en detalles. Decidí dividir mis fuerzas en ocho grupos, atacar los tres sectores de la obra por el norte y por el sur al mismo tiempo, y situar uno en cada extremo para cerrar la explanada, aunque no creía que el enemigo ofreciera resistencia. Las obras estaban bordeadas por montones de tierra y de cascotes que ofrecían parapetos útiles para cubrirse, y esperar a que los grupos destinados a las posiciones más alejadas llegaran hasta ellas. Al comenzar la ascensión, fijé el ataque para una hora más tarde.

—Y no creo que vayamos a tener muchas más oportunidades como esta —advertí a los jefes de cada grupo antes de dividirnos—. Así que vamos a aprovecharla bien.

Sesenta minutos después, salí de detrás de un montón de arena, y vi a Comprendes avanzar hacia mí, y al mismo ritmo, desde el otro lado de la explanada.

—¡Alto! —grité, mientras le ponía a un soldado la pistola en la nuca—. Tira el fusil, levanta las manos y no hagas tonterías, o te vuelo la cabeza.

Me obedeció antes de que tuviera tiempo de terminar de decírselo, y miré a mi alrededor para comprobar que todos mis hombres habían cumplido su parte de la misión. Cuando Machuca inmovilizó al sargento, le hice un gesto con la cabeza al Castañas, para que se ocupara de recoger las armas del enemigo, dejé a mi prisionero a cargo del Bocas, y avancé hasta el centro de la explanada para dirigirme a los prisioneros. Antes de empezar a hablar, les miré y vi que me estaban mirando con los ojos muy abiertos, la boca de par en par, las herramientas de trabajo aún entre las manos. Me sonreí por dentro, y dirigí una sonrisa a los que estaban más cerca de mí, pero no me la devolvieron.

—¡Camaradas! —y durante una fracción de segundo, llegué a darme cuenta de que había previsto acercarme a los más próximos, darles la mano, saludarles, y de que no lo había hecho—. Somos los representantes de la Junta Suprema de la Unión Nacional Española, una plataforma que integra a todas las fuerzas democráticas comprometidas en la lucha contra la tiranía de Franco. ¡Uníos a nosotros!

Hice una pausa y no escuché nada, miré a mi alrededor y nada se movió, me pregunté qué estaba pasando y no fui capaz de responderme.

—El momento de las batallas decisivas se acerca —pero seguí hablando, gritando, deshaciéndome en cada grito, derramando todo cuanto tenía en cada una de las sílabas que pronunciaba—. Mussolini ha caído ya, la derrota de Hitler es inminente, la dictadura de Franco toca a su fin. El mundo entero vuelve a mirar a España. El ejército aliado, del que hemos formado parte en Francia, no va a tolerar esta situación durante mucho más tiempo. Con su ayuda, y la de todo el pueblo español, pronto la Unión Nacional podrá tomar el poder para restablecer la República y las libertades…

A aquellas alturas, ya habían empezado a correr.

Antes de que me diera tiempo a pronunciar la mitad de mi discurso, los que estaban más lejos habían tirado ya el pico, la pala, y habían empezado a huir, monte arriba.

Mientras hablaba, mientras repetía la fórmula de una verdad en la que hasta hacía un instante había creído a ojos cerrados, y que resonaba ahora en mis oídos como la cáscara de una consigna, pura propaganda hueca, los veía saltar como conejos, esconderse entre los matorrales, asomar un instante y desaparecer de nuevo, cada vez más lejos de mí. Mis hombres los miraban, me miraban, volvían a mirarlos, y no sabían qué hacer. Yo tampoco, porque no sabía cómo retener a los que huían, ni ordenar a mis hombres que abrieran fuego contra aquellos fugitivos que eran nuestros, de los nuestros. Hasta que llegó un momento en el que, por no poder, ni siquiera pude seguir hablando. Dejé una frase a medias para asistir en silencio a aquella desbandada, aquella imagen tristísima, una realidad tan dolorosa, tan vergonzosa, tan insoportable de admitir, que intenté refugiarme en un error que no creía haber cometido.

—No lo entiendo… —murmuré, y miré al Bocas, que me devolvió una mirada desamparada mientras mantenía una pistola imperturbable contra la cabeza del hombre al que yo había desarmado—. Parecía un destacamento penal.

—Y es un destacamento penal —me contestó el soldado, tan joven que debía de ser un recluta, con un acento gallego muy marcado y una serenidad que tampoco logré comprender en aquel momento—. Son presos políticos, republicanos.

—Pero no puede ser —y me hubiera gustado estar solo, ser un soldado raso y estar solo, para sentarme encima de una piedra, taparme la cabeza con las manos y echarme a llorar—. No puede ser…

Por no seguir mirando mi propio desconsuelo en los ojos del Bocas, levanté los míos hacia el monte, y vi una ladera repleta de figuras grises que se movían deprisa. Corrían tanto, por una pendiente tan empinada, que tropezaban y se caían cada dos por tres. Pero se levantaban sin perder tiempo y seguían ascendiendo, cubriéndose con los árboles, con las peñas, trepando y trepando, huyendo despavoridos en todas las direcciones, deteniéndose apenas para mirar hacia atrás de vez en cuando, como animales torpes, asustados.

Esos eran los nuestros, de los nuestros. Esos eran los que no nos habían vitoreado, los que no habían dejado escapar ningún suspiro, ningún grito de júbilo, ni una sola palabra de alivio, los que no habían celebrado su libertad antes de escapar a toda prisa de nosotros. Esos eran los nuestros, los que huían de los suyos, nosotros, los hombres que los habían liberado, los que habían cruzado la frontera para derrocar al tirano que los mantenía presos, cautivos condenados a trabajos forzados por haber luchado una vez a nuestro lado. Preferían ese cautiverio a la libertad que les habíamos ofrecido, la libertad de volver a luchar, con las armas en la mano, por su propio futuro, por el futuro de sus hijos. Y yo no podía aceptar eso, no podía. Para mí, en aquel momento, no eran sólo ellos, no eran sólo cien. Para mí, mientras los veía huir, eran todos, lo eran todo. El fracaso de mi vida entera, el final de mi última esperanza, el hundimiento definitivo. Así me sentía, sumergido en un pantano donde apenas podía respirar por la nariz, mi boca llena de barro y el deseo de estar muerto, de caer fulminado por un rayo y estar muerto, de dormir, y morir, y dormir, y no despertar jamás.

Lenin había dicho que la primera obligación de un comunista consistía en comprender la realidad. Ante aquella realidad, la paciencia no era una virtud, ni siquiera un defecto, sólo un chiste que no tenía ninguna gracia. Por eso no me moví, no reaccioné, no dije nada. El Bocas lo hizo por mí.

—¡Venid aquí, gilipollas, que sois gilipollas! —y soltó al soldado, avanzó hasta el centro del claro, abrió los brazos, siguió chillando—. Nosotros somos republicanos, igual que vosotros, hemos venido de Francia para liberaros, imbéciles, ¿me oís? Hemos cruzado la frontera por vosotros, coño. Anda, que a quien se lo cuentes… Esto es para no creerlo, desde luego. Pero ¿adónde vais? Me cago en la leche, ¡volved aquí ahora mismo! Pero ¿qué os habéis creído? ¿Qué íbamos a ser nosotros y qué íbamos a pintar aquí, si no fuéramos rojos? ¡Joder! Pero ¿qué queréis, seguir estando presos? ¿Eso es lo que queréis, pudriros aquí, allanando este monte a golpes de pico? Os hemos dado la oportunidad de volver a ser libres, ¿es que no lo entendéis? Os hemos liberado, ¡hostia!, ¿por qué salís corriendo? ¿Adónde vais, a que os cacen los fascistas como si fuerais conejos? ¡Volved aquí, joder! —al llegar a ese punto, se le quebró la voz y empezó a negar con la cabeza, los puños apretados, impotentes, al borde de sus brazos rígidos—. ¡Qué volváis aquí de una puta vez!

Su desolación me hundía más, y más, hasta que me hundió tanto que consiguió ponerme en marcha. Comprendes llegó antes, y le puso una mano en el hombro mientras la voz más indesmayable del ejército de la Unión Nacional se iba haciendo más gruesa, más ronca, gutural como una inminente contraseña del llanto.

—Lo siento, mi teniente —y cuando se volvió a mirarle, le brillaban los ojos—. Ya sé que hablo demasiado.

—Hoy no, Bocas —Comprendes le pasó el brazo por los hombros y se los apretó un instante—. Hoy has dicho lo que tenías que decir. Ni más ni menos, ¿comprendes?

En ese momento, el soldado gallego con el que había hablado antes, se acercó a mí, haciendo con las manos algo que, en mi aturdimiento, no supe interpretar.

—Yo me paso, me voy ahora mismo con vosotros —y sólo al escucharle me di cuenta de que se estaba arrancando las insignias de la guerrera—. A mí me han obligado a hacer la mili, pero soy de los vuestros, bueno, yo y toda mi familia. Mi padre era socialista, y hasta que lo fusilaron, secretario general de la UGT de mi pueblo, Covelo, en Pontevedra, no sé si…

Le miré como si no entendiera lo que me estaba diciendo, como si nunca hubiera visto a un chico como él, unos veinte años, ni muy alto ni demasiado bajo, el pelo castaño, los ojos marrones, los dientes blancos, todo tan corriente, tan extraño a la vez. Él se dio cuenta y se calló de pronto. Me miró y le seguí mirando, y me ordené a mí mismo hablar con él, darle la bienvenida, interrogarle, aferrarme al menos a sus ojos, tan corrientes, tan limpios, tan extraños, capturar aquella mirada para poder seguir mirando el mundo a través de ella. Pero no fui capaz de moverme. No logré hacer, decir nada, y él se asustó, frunció las cejas, torció la cabeza.

—Puedo quedarme con vosotros, ¿verdad?

—Claro que sí —y al escuchar mi propia voz, sentí que llevaba callado mucho tiempo, días, semanas, meses enteros—. Perdóname, claro que puedes quedarte, bienvenido, es que… —volví a mirarle—. Es que no entiendo nada.

—No me extraña —admitió, dándome la razón con la cabeza—. Yo tampoco lo entiendo. Pero tengo dos compañeros que seguro que se pasan conmigo. Si quiere, voy a buscarlos.

—Muy bien —me habría gustado sonreír, pero ni siquiera me atreví a intentarlo—. Y luego, os vais a hablar con aquel teniente.

Me volví para señalar a Comprendes y le vi mirando al monte en la dirección que el Bocas señalaba con un dedo, un punto por el que parecían bajar algunos de los hombres que habían huido antes.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté después.

—Domingo Porriño Fernández —recitó, con el tono de un alumno que se presenta a su maestro el primer día de clase.

—Gracias, Domingo —le ofrecí la mano y apreté con fuerza la suya entre mis dedos—. Gracias.

El Churrero, porque antes de que terminara aquel día, el Pollito le habría bautizado con ese nombre —de Porriño, porras, de porras, churros, y de churros, Churrero, mi capitán—, echó a andar hacia dos soldados que estaban juntos, esperándole, con las solapas limpias ya de insignias franquistas. Mientras le veía hablar con ellos, calculé el entusiasmo que me habría inspirado aquella escena si las cosas hubieran sido distintas, o si hubieran sucedido en mi país, y no en aquel que había suplantado su nombre, su espacio en todos los mapas, pero que ya no era el mismo, porque en él no ocurrían las mismas cosas. Sólo entonces logré calibrar una amargura tan extensa que había sido capaz de sobrepasar su propia naturaleza incorpórea, moral, para posar un regusto a podrido en mi paladar.

No podía huir de lo que sucedía dentro de mí, pero me puse en marcha para no llegar a ninguna parte. Eché a andar casi sin darme cuenta, tres pasos a la derecha, tres a la izquierda, y a la derecha, y a la izquierda otra vez, como una fiera enjaulada. Mientras tanto, los cuatro arrepentidos a los que el Bocas había distinguido antes que nadie, bajaron del monte de uno en uno, andando despacio y con mucha cautela, como si no hubiéramos visto la prisa que se habían dado en subir. Al llegar a la explanada, se pararon ante un montón de escombros y me miraron. Yo me quedé quieto para devolverles la mirada, pero no debió de gustarles lo que leyeron en mis ojos, porque decidieron dirigirse a Comprendes.

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