Así, la Taberna Española empezó a servir a mediodía unos menús que tuvieron todavía más éxito que las tapas y la virtud de solucionar un problema doméstico común a todas las socias, porque nuestros maridos empezaron a venir a comer también todos los días. A partir de entonces, aprendí a moverme en aquella cocina como un pez en el agua, y por eso, cuando Galán me dijo que le gustaría que nos casáramos antes de marcharse, no consideré siquiera la posibilidad de celebrar la boda en otro sitio.
—Ni hablar —al escucharme, Amparo se llevó las manos a la cabeza—. No puede ser, ¿cómo vas a hacer una cosa así? Ese día, tú tienes que estar…
—Ese día, cuanto más ocupada esté, mejor para mí.
Porque todos los clandestinos que tenían una mujer se casaban antes de marcharse. Porque todos sabíamos que lo hacían para que no hubiera problemas con los contratos de alquiler, los apellidos de los hijos, la titularidad de los negocios. Para que pudieran cobrar una pensión si pasaba lo peor. Para que pudieran volver a España, instalarse en una ciudad determinada, buscar un piso cerca de una cárcel, y conseguir permiso para visitarles, si pasaba lo menos malo, con independencia de que lo peor se perfilara o no en el horizonte. Porque yo tenía una casa alquilada, un embarazo de tres meses, una fecha asignada para casarme con un hombre que iba a cruzar clandestinamente la frontera.
—Lo tengo todo pensado, en serio —continué, para tranquilizar a Amparo, como si ella fuera la novia y yo su cocinera—. He convencido a Galán para que nos casemos por la tarde, así que me puedo venir por la mañana, temprano, y dejarlo todo preparado. Ya tengo pensado el menú. Voy a hacer un consomé, que se puede calentar mientras sacamos los entremeses, un rape «alangostado» con dos salsas, que se puede preparar con mucha antelación, y una aleta de ternera rellena con aceitunas, pimientos, jamón y huevos duros, que se sirve fría y está buenísima. Y así, mientras os coméis el rape, sólo hay que calentar la salsa y montar el puré de patatas en un momento.
—Bueno, pero eso no lo haces tú —se resignó por fin.
—Bueno, pero tú tampoco, que seguro que se te agarra… —y ya no le quedó más remedio que reírse.
El 24 de enero de 1945 no fue el día más feliz de mi vida. Tenía demasiado miedo de perder a Galán, y me costaba demasiado esfuerzo tragármelo, pero todo, y no sólo la comida, salió muy bien, aunque pocas veces en mi vida llegaría a trabajar con menos concentración. Mi cocina se convirtió, sucesivamente, en una peluquería, mientras una vecina de Angelita, que se daba mucha maña, me llenaba la cabeza de rulos, una sastrería, mientras Hélène, que era modista, me arreglaba sobre la marcha un vestido de satén negro que me había comprado en las rebajas pero parecía hecho a la medida cuando terminó de ajustármelo una tienda de ropa, mientras me probaba encima del delantal media docena de chaquetas que me trajeron entre unas y otras, hasta que entre todas decidimos que ninguna me sentaba tan bien como la torera de terciopelo de María Luisa, la mujer del Gitano, una floristería, mientras una prima de Sole me enseñaba varios ramos y prendidos con gardenias, con rosas, con orquídeas, para que escogiera el que más me gustara, y de nuevo en una peluquería, cuando, después de cortar la carne, vestida ya, y maquillada por Montse, la vecina de Angelita me hizo un moño alto, airoso y elegante, sobre el que colocó con mucha gracia un diminuto casquete redondo, rematado con una malla que proyectó sobre mis ojos una sombra sofisticada, muy favorecedora.
—¡Qué guapa!
Un cuarto de hora más tarde, cuando me reuní con Galán en la puerta del ayuntamiento, escoltada por una legión de mujeres perfectamente vestidas, peinadas y pintadas para la ocasión, sonreí al calcular el asombro que habría congelado el apacible gesto de los hombres que nos contemplaban, si hubieran asistido al caos de guisos, rulos, trajes y zapatos del que veníamos. Veinte minutos después, cuando salí de aquel edificio del brazo del capitán Galán, alias Carlos de la Torre Sánchez pero también Ramiro Quesada González, el nombre que aparecía en el pasaporte con el que había llegado a casa de Carlos de la Torre Sánchez un par de días antes, volví a sonreír con más motivos. Acababa de casarme con Fernando González Muñiz, nacido en Gera, concejo de Tineo, provincia de Oviedo, en 1914, pero hasta que escuché aquel nombre, la verdad era que no las tenía todas conmigo.
El 24 de enero de 1945 no fue el día más feliz de mi vida, pero sí uno de los más emocionantes, aunque esa condición se acrecentaría hora tras hora, como si manara de un pozo inagotable, hasta la madrugada del 2 de febrero, cuando me cansé de fingir que estaba dormida, y me di la vuelta en la cama para descubrir que Galán estaba tan despierto como yo, mirándome.
—No sé si he sido capaz de explicarte alguna vez cuánto te quiero —le dije, y él primero cerró los ojos, luego sonrió, por último volvió a abrirlos—. Pero quiero que sepas que ninguna mujer, en este mundo, puede querer a un hombre más de lo que yo te quiero a ti. Ninguna, nunca. Es así de sencillo, y necesito que lo sepas, que te lo aprendas bien, y si pasa cualquier…
No me dejó seguir y yo se lo agradecí. Ninguno de los dos volvió a hablar hasta que el despertador sonó a la misma hora de todas las mañanas. Después, nos despedimos como él quería.
—Me voy a trabajar —y me siguió hasta el recibidor, me abrazó, me besó como todas las mañanas—. Ten mucho cuidado.
—Sí —y se limitó a sonreír—. Hasta pronto.
Eso fue todo. Quedaba lo peor, y siempre sería menos malo si me pillaba cocinando. Por eso, al llegar a la taberna, me quité el abrigo, me puse el delantal, escurrí los garbanzos y puse un cocido en el fuego. No sabía a qué hora se marchaba, ni por qué medio, ni si iba solo, ni quién lo acompañaba. Él no me lo había dicho y yo no se lo había preguntado. Nunca lo sabría, como tampoco sabría cuándo, qué día, a qué hora, de qué manera volvería.
Aquel día, aparte del cocido, ofrecimos otro menú de dos platos, caldo gallego y bonito con tomate, de postre, fruta, natillas y tocinos de cielo, un dulce que siempre me amargaba el ánimo, aunque aquel día nada me entristeció tanto como la cara de Montse, que revoloteaba a mi alrededor para estudiarme sin despegar los labios. Pretendía calcular cómo se sentiría ella tres días después, pero no se daba cuenta de que cada una de sus miradas, cada uno de sus suspiros, me hundía un poco más en la certeza de que Galán se había marchado ya.
—Montse —Amparo, que lo comprendió enseguida, hizo lo mejor para las dos—. ¿Por qué no te quedas en casa mañana y pasado, y aprovechas…? He hablado con Lola y no le importa venir. Y así… Bueno, ya sabes.
El Zurdo, que no había podido arreglar a tiempo los papeles para casarse con ella, también se marchaba a España. Éramos una cooperativa en todo, también en eso, y a Lola, la chica que nos echaba una mano los fines de semana, cuando la taberna se ponía de bote en bote, ni siquiera se le habría pasado por la cabeza decirnos que no. Aquel día, Montse y yo salimos juntas y nos despedimos en la esquina de siempre con un abrazo estrecho y silencioso. Ella no volvería al trabajo hasta cuatro días después, pero yo volví a las siete de la tarde, cuando decidí que no aguantaba ni un minuto más, sola en aquella casa tan bonita, tan luminosa, con macetas de geranios en todos los balcones.
—Pero ¿qué haces tú aquí? —Amparo se preocupó al verme llegar.
—Nada, que… —pero me daba vergüenza explicárselo a través de la barra—. Que he pensado… He venido por si queréis que os haga la cena.
Así, la Taberna Española empezó a servir también cenas, una carta de tapas elaboradas y platos ligeros que enseguida convocó a nuestros clientes más fieles también por la noche. Entre ellos, estuvieron desde el principio Matías y Andrés, que encontraron un hogar inesperado cuando el Sacristán volvió a Toulouse.
—Es que yo, estando como estoy, ya no creo que vaya a casarme.
Una semana después de su regreso, vino a comer y se sentó en la que nosotras llamábamos «la mesa de la familia», tres o cuatro juntas, en realidad, que todos los días montábamos y reservábamos sin saber cuántos de los hombres de Bosost iban a venir a ocuparla. Aquel día había estado casi completa, pero cuando el Lobo se marchó para llevar a sus hijos de vuelta al colegio, Pepe esperó a que se marcharan Galán y el Zurdo, el Pasiego, el Botafumeiro y los demás, antes de mandar a Montse a buscarme. Nos anunció que tenía que hablar con nosotras de algo muy importante, pero ninguna de las dos adivinamos adonde quería ir a parar después de aquel preámbulo.
—Por eso he pensado que, si a vosotras os parece bien, me voy a llevar a los niños a vivir conmigo. Ellos necesitan a alguien que los cuide, ¿no?, y yo también necesito que cuiden de mí. Además, así, nos hacemos compañía. Conozco a una mujer que puede venir a limpiar un par de veces a la semana. Ellos comen en el colegio, para cenar, podemos venir aquí, y para lo demás, ya nos las arreglaremos…
—No, Pepe —Montse fue más rápida que yo—. Nosotras te lo arreglaremos todo, tú no te preocupes.
Cuando Matías y Andrés se marcharon del hotel, Mercedes ya vivía en casa de Germán el Tranquilo, que era de Almendralejo y había conocido a su padre, anarquista, en el comité de enlace de su comarca. A María la Tranquila le llamó la atención el acento de la niña en la misma fiesta en la que yo encontré trabajo, la invitó a comer al día siguiente, y las dos se entendieron tan bien que Mercedes sólo volvió al hotel a recoger su ropa. Yo me alegré por ella, pero no me alegraba menos cuando el Sacristán entraba por la puerta con sus muletas, y un niño a cada lado, todas las noches.
En febrero de 1945, aquel mes maldito, empecé a vivir en la taberna más que en mi casa, y mis socias, mis clientes, me ayudaron a soportar la ausencia de Galán como una familia adoptiva, flamante y benéfica. Aquella solidaridad, que fluía en todas las direcciones como un río de incontables brazos, me trajo también, de vez en cuando, regalos inesperados.
—¡Inés, sal un momento, que aquí te buscan!
Antes de que empezara marzo, y con él, el tiempo a descontar para que Galán volviera, ya no tanto los días transcurridos desde su partida, Amparo me llamó dos veces desde la barra.
—Estuve con él antes de ayer, ¿comprendes? —aquel fue el primer regalo, pero habría llorado de emoción al volver a verle, al poder abrazarle otra vez, hasta si no me hubiera traído ninguna noticia—. Lo he encontrado un poco más gordo, aunque ya adelgazará, eso seguro, ¿comprendes?, pero por lo demás… Está estupendamente.
Cuando me separé de él, abracé a Angelita con la misma intensidad, y ella me apretó entre sus brazos para demostrarme que entendía muy bien por qué lo hacía. Después, al cerrar la taberna, me quedé en la cocina para hacer unos cuantos kilos de rosquillas y celebrar así el regreso de Comprendes, que volvió muy contento, todavía más cansado, y sobre todo delgadísimo, como todos los que tenían la suerte de volver.
No había pasado ni una semana cuando Amparo volvió a llamarme, «¡Inés, sal un momento, que aquí te buscan!», justo después de haberme reclamado una ración de calamares con la misma prisa, las mismas palabras, la entonación de siempre. Aún no le había dado tiempo a recoger el plato de la ventana y ya parecía otra mujer, tan nerviosa como si estuviera contemplando una escena extraordinaria. Para mí, un mes después de mi boda, sólo había una escena digna de aquel adjetivo, y era imposible, yo lo sabía, pero no pude evitar que se me disparara la cabeza, y me preparé para salir como si le estuviera oyendo hablar al otro lado de la barra. Me lavé las manos, me quité el gorro, me arreglé el pelo delante del espejo, me pellizqué las mejillas y sonreí, pero Galán nunca llegó a contemplar esa sonrisa. En su lugar, Carmen de Pedro, muy arreglada y con un aspecto tan rutilante como si hubiera vuelto a nacer otra vez desde que nos vimos en Bosost, sólo cuatro meses antes, me devolvió una parecida, tan amplia y tan crujiente que cualquiera habría pensado que no nos conocíamos.
—Perdona —me disculpé, como si la curva de mis labios representara una ofensa para ella, quizás porque en aquel momento, y aun sin quererlo, volví a ver al Bocas como si lo tuviera delante—. Creía que eras mi marido.
—No, yo… Bueno, quería saludarte, y… —su aplomo se había desvanecido en un instante— presentarte al mío —dio un paso atrás para dejarme ver al hombre que la acompañaba—. Agustín… —él me tendió la mano derecha y yo se la apreté por un impulso puramente mecánico, desmenuzando todavía su condición, sin acabar de comprenderla del todo—. Esta es Inés, la mujer del capitán Galán.
—La cocinera de Bosost —supuso él, un hombre guapo, joven pese a las entradas que le ventilaban el cráneo, como éramos todos jóvenes en aquella época, y con el aire inequívoco, autoritario y distante, de estirpe soviética, que distinguía a los dirigentes políticos de los militares, al menos de los que vivían en Francia y eran, paradójicamente, mucho menos rígidos.
—Pues sí —y me esforcé por sonreír—. Eso es justo lo que soy.
—Inés y yo somos viejas conocidas, de los tiempos de Madrid —ella hizo el mismo esfuerzo, y sonrió también mientras señalaba mi cuerpo, mi vientre apenas abultado por cuatro meses de embarazo—. Y por cierto, me he enterado de que estás esperando —asentí con la cabeza—. Enhorabuena, porque, además, debe de ser español.
—Bueno, españoles serán todos, pero, por lo que dice el médico, parece que a este nos lo trajimos de Arán, sí…
—¡Carmen!
La aparición de Lola, que salió en aquel momento de la cocina con los brazos abiertos, me permitió apartarme un poco, y pensar en lo que estaba viendo. Porque si me lo hubieran contado, no habría podido creerlo.
En febrero de 1945, en la Taberna Española de Toulouse cocinaba la mujer de un oficial del ejército de la Unión Nacional, que era yo. Había dos camareras fijas en la misma situación y, tras la barra, cogiendo reservas, asignando mesas, poniendo copas y haciendo cafés, la mujer de uno de los jefes de aquel ejército. Entre todos los locales que servían comidas en aquella ciudad, ninguno era menos propicio para que Carmen de Pedro fuera a comer con su flamante marido. Cuando Montse llegó al restaurante y vio a Lola abrazando a Carmen, y a ella tan sonriente, tan feliz, tan recién casada, se hizo evidente que ninguno habría sido tampoco más peligroso.
—Hace falta tener poca vergüenza.
Aunque nadie nos llamaba todavía «el dúo de bombos», Montse también había pasado la frontera embarazada, más o menos de los mismos días que yo. Sin embargo, justo después de la marcha del Zurdo, empezó a pasarlo mal por las dos. La soledad, que no afectó a mi embarazo, empeoró el suyo, y aquel día, cuando vino a trabajar, tenía tan mala cara que la mandamos a casa, a comer y a descansar un rato. Por eso llegó sólo en el segundo turno, y no vio a Carmen sentada en una mesa, mirando a su marido a los ojos, pero le dio lo mismo encontrarla a punto de marcharse, con el abrigo ya puesto.