—¡Obedece las órdenes! —gritó Muller.
Luego me miró, en la penumbra, y se dirigió hacia mí. En sus ojos hubo un instante de reconocimiento casi humano y ahora me pregunto: ¿habría algo decente en aquel hombre, algo que había quedado sepultado? Después de todo, no era como algunos de la SS un gángster o un vagabundo, un alborotador desarraigado; tenía un oficio, conocía a gente respetable. ¿Qué le habría inducido a convertirse en un bruto? Hoy día, aún no estoy seguro; y tampoco lo estoy de que esto tenga la menor importancia. Un hombre honrado, que se convierte en criminal, y ante todo, que moraliza sobre ello, acaso sea más odioso que un ladrón o asesino vulgares.
Tamar se burla de mis reflexiones filosóficas. —Tuvieron dos mil años para preparar lo que hicieron —afirma—. Y todos ellos tomaron parte, o, al menos, casi todos. Los hombres encargados del funcionamiento de las cámaras de gas y de los hornos iban a la iglesia, amaban a sus hijos y eran cariñosos con los animales.
Muller dijo que creía conocerme, y el abuelo contestó que era su nieto, Rudi Weiss. Por toda respuesta Muller abofeteó al abuelo al mismo tiempo que decía:. —Tú a callar, viejo kike.
—Es un anciano —le dije—. Si quiere pelear con alguien, hágalo conmigo. Solos usted y yo, Muller.
Cinco o seis de ellos nos rodeaban. Anna abrazaba al abuelo, Hans Helms se encontraba entre ellos. Me vio. Naturalmente, ahora ya sabía quién era. Pude ver cómo murmuraba al oído de Muller:
—Weiss… los familiares judíos de Inga…
Muller se frotó la barbilla. Me miró con odio a través de una nube de humo. La gente tosía con fuerza.
—Muy bien, Weiss. Lárgate, Y llévate contigo a esa vieja mierda. ¡Fuera de la calle!
Supongo que debí sentirme agradecido a él y a Hans. Pero algo estaba surgiendo dentro de mí. Y sabía lo que era: venganza. Ansiaba que llegase un día en que pudiera sentir el gozo inefable de aplastarles la cara, de humillarlos y de que supieran que no podían hacernos aquello.
Ayudamos al abuelo a volver a su casa. Vivía con mi abuela, en un apartamento sobre la librería. En una ocasión se detuvo para recoger una primera edición quemada del diccionario Johnson y también de una de las primeras ediciones de
Fausto
. Volvía con tristeza las achicharradas páginas.
—Heinrich, Heinrich —sollozaba mi abuela—. ¿Cómo han podido hacerle esto a un anciano?
El abuelo se limpió la sangre que le caía por la frente.
—Sobreviviré a todo esto. —Luego se quedó mirando de nuevo los libros calcinados—. Pero mis libros…
—Anna y yo los pondremos en orden —ofrecí. Pero me percaté de que todo era en vano. Jamás volvería a vender un libro, una litografía o un mapa.
DIARIO DE ERIK DORF.
Berlín Noviembre de 1938.
Han pasado dos días de lo que ahora llama la Prensa la Kristallnacht… la noche de los cristales rotos.
Me he ocupado personalmente, ahora que ya soy capitán y he ganado en la estima de Heydrich, de recoger todos los datos e información sobre los acontecimientos de aquella noche histórica.
El jefe estaba tranquilo, saboreando su coñac, mientras escuchaba Sigfrido.
—Wagner es un auténtico brujo —declaró—. Un mago. Escuche Dorf. Esto sólo puede crearlo un alma puramente aria.
Escuché un momento, sintiendo tener que interrumpir su ensoñación.
—¡Qué acordes! —exclamó—. ¡Qué acordes más sublimes!
—Los informes sobre la acción, señor. De la Kristallnacht.
La obsesionante música de Wagner —creo que era la travesía del Rin— parecía el acompañamiento adecuado para el informe de indudable gravedad. Se habían producido treinta y seis muertos. En general, siempre que los judíos ofrecían resistencia. La Prensa extranjera carecía de base para protestar sobre ello. Se habían incendiado setenta sinagogas, siendo destruidos alrededor de ochocientos negocios y tiendas de propiedad judía. En lo que nuestra gente parecía haberse excedido era en la cuestión de detenciones. Habían encarcelado a más de treinta mil judíos.
Heydrich levantó la vista.
—¿Treinta mil? ¡Dios mío! Están locos. Buchenwald va a llenarse de la noche a la mañana —detuvo el tocadiscos—. No importa. En definitiva, habremos de llenarlo. Y necesitaremos muchos más Buchenwald.
Nuestros enemigos, todos ellos, judíos, comunistas, socialistas, masones, eslavos, todos ellos habrán de ser contenidos si se resisten.
—Puede que se produzcan protestas, mi general. Boicots. Acciones de represalia.
Heydrich se echó a reír. ¡Qué dominio tiene este hombre de si mismo! Corre el rumor de que una noche, borracho, se enfureció y disparó su «Luger» contra su propia imagen reflejada en el espejo. Pero me niego a creer esa historia.
—¿Represalias? —contestó interrogante—. ¿Porque se ha apaleado a unos cuantos judíos? Para los judíos, siempre está abierta la temporada de caza.
—Me lo imagino. Casi como si dispusiéramos de un precedente moral para castigarlos. Al cabo de dos mil años…
—¡Precedente moral! —Heydrich volvió a reír—. Eso es maravilloso.
—Perdone si he dicho algo estúpido.
—En modo alguno, capitán. Desde luego, existe un precedente moral. Y también religioso. Y racial. Y ante todo, los valores prácticos. ¿Qué otra cosa sería capaz de unir a nuestro pueblo?
Puso otro disco. Dejé mis informes de la Kristallnacht sobre su escritorio y me dispuse a salir.
—¿Sigue mostrándose neutral respecto a los judíos, Dorf?
—No. Comprendo perfectamente la importancia que tienen para nosotros —repuse.
—Y la amenaza que representan. Ya conoce el credo del Führer. Los judíos son infrahumanos, creados por algún otro dios. Su intención, y ahí queda todo revelado, es enfrentar al ario contra el judío hasta que éste sea destruido.
Le escuchaba asintiendo a sus palabras.
—Y si un día el Führer me ha dicho esto personalmente —hubieran de morir millones de alemanes en otra guerra para cumplir nuestro destino—, no vacilará en aniquilar a millones de judíos y otras sabandijas. Producía una extraña sensación escuchar su voz tranquila, oír cómo la música celestial de Wagner se alzaba en la amplia habitación. Hacía que sus palabras parecieran lógicas, inevitables, la realización de un imperativo histórico.
RELATO DE RUDI WEISS.
El 14 de noviembre de 1938, unos días después de la noche de los cristales rotos, detuvieron a mi hermano Karl.
Muchos judíos se habían ocultado, otros trataron en última instancia de irse, sobornando para poder salir de Alemania. Ahora ya casi era imposible.
La detención de Karl fue un tributo a la concienzuda operación de la SS. Vivía con Inga en un barrio cristiano, en un pequeño estudio próximo al apartamento de sus padres. Pero los nazis tenían informadores por todas partes. Inga estaba segura que alguien del edificio había hablado.
Karl era un artista comercial y realmente bueno. Pero ahora apenas era capaz de ganarse la vida. Los editores y los agentes de publicidad cristianos no querían saber nada de él. Durante un tiempo, Inga trató de hacer pasar el trabajo de Karl como suyo; pero la mayoría de ellos lo sabían… De cualquier forma, a Karl no le gustaba la idea. Tenía ideales, la integridad del artista, la verdad inherente al arte (hermosas ideas, pero que de nada serian frente a brutos armados con estacas y pistolas).
El día en que fueron a buscar a Karl, estaba pintando el retrato de Inga. Bromeaba con ella llamándola su; «Saskia». Inga no tenía idea de lo que quería decir. Karl le explicó que Saskia era la mujer de Rembrandt, y que, como el artista era muy pobre para pagar a modelos, la pintó una y otra vez, habiendo hecho también centenares de autorretratos.
Dejó de pintar y se dirigió al sofá. Vivían de una forma muy sencilla, casi sin muebles, algunas plantas y unos dibujos de Picasso colgados de la pared.
—Eres un artista espléndido —le dijo Inga—. Algún día tendrás tu oportunidad.
—¡Cómo te amo. Dios mío! —exclamó él de súbito, besándola.
—No más de lo que te amo yo.
—Pero no haré más que perjudicarte, Inga. Estoy marcado. Y no quiero que sufras daño alguno por mi causa.
Tienen un nombre para ti. Inga. Eres una deshonra para la raza.
—Maldito lo que me importa lo que me llamen —le cogió por los hombros—. Mírame. Vamos a salir de aquí de alguna forma. Esa correcta, encorsetada y perfumada madre tuya, saliéndose siempre con la suya. Te ha despojado de toda energía. He dicho que me mires.
—Estoy viendo a la muchacha más bella de Berlín.
—Y también muy testaruda. Compraremos documentos de identidad falsos. Iremos a Bremen o a Hamburgo. Jamás sabrán que eres…
—Estás soñando. Inga. Para mí es el fin.
Había dejado de pintar. Aquel día pareció perder todo interés por su trabajo. Leía y releía una y otra vez los relatos aparecidos en la Prensa sobre Kristallnacht. Aún seguían recorriendo las calles ofendidos ciudadanos alemanes, furiosos ante la «dominación judía» sobre los Bancos, la Prensa, los negocios. Inga le arrancó el periódico de las manos e intentó animarle.
—Bésame —le pidió.
—Eso no cambiará el mundo.
—Tal vez ayude.
Se abrazaron fuertemente.
En aquel momento entró sin llamar la madre de Ingrid, secándose nerviosa las manos en el delantal.
Permanecía allí en pie, como si fuera a echarse a llorar y sin embargo, enfadada con su hija.
La Policía —anunció la señora Helms—. Busca a tu marido.
Karl se puso lívido, pero no se movió.
—¿Policía? ¿Buscando a Karl? —Inga se levantó y corrió hacia la puerta—. ¿Quién? ¿Por qué no nos avisaste?
La señora Helms hizo con las manos un gesto de impotencia.
—¡No! —gritó Inga—. ¡El no ha hecho nada! ¡Diles cualquier cosa… diles que se ha Ido!
—De nada serviría. Están por todo el edificio deteniendo a los judíos.
A Inga le centelleaba la mirada.
—Y supongo que tú te alegras. Podías haber mentido por nosotros. Pero, en nombre de Dios, ¿qué eres tú?
Eres mi madre y… Inga, dominada por la ira y la pena, cogió a su madre por los hombros y empezó a zarandearla.
—Soy tu hija. ¡Y has dejado que ocurra esto!
Karl tuvo que separarla de su madre. Ahora, Inga lloraba, pero sus lágrimas eran más de ira que de miedo.
Jamás se le había ocurrido que encontraran a Karl, prácticamente secuestrado en el estudio y olvidado por sus antiguos jefes.
Entraron dos hombres vestidos de paisano. Mostraron sus placas: Gestapo. Se mostraban corteses, indiferentes. Dieron a Karl cinco minutos para preparar una maleta e irse con ellos.
—No —dijo Inga—. Deben tener algún motivo… documentos…
—Interrogatorio de rutina —declaró uno de ellos.
—¿De qué se le acusa? —gritó Inga.
—Estará de regreso dentro de unas horas —dijo el otro policía—. Nada de importancia.
Siguiendo las indicaciones, Karl metió algunos artículos de tocador y un poco de ropa en una maleta pequeña.
Sabía lo que le esperaba, pero Inga no estaba dispuesta a aceptarlo.
—Iré con él —afirmó—. Y buscaré un abogado.
—Buena suerte, señora —dijo el hombre de la Gestapo—. Apresúrese, Weiss.
De repente. Inga se interpuso entre los dos hombres y Karl, se abrazó a él y con sus vigorosos brazos intentó evitar que se fuera.
—No. No. Deben de tener un motivo. Tú no has hecho nada. No pueden detenerte —se volvió hacia los otros—. No tiene nada que ver con la política. Es un artista.
—No te preocupes. Inga —la tranquilizó Karl—. Volveré, Los dos sabían que mentía. Habían corrido demasiadas historias durante los últimos seis meses. Detenciones repentinas, gente que se desvanecía en la noche.
A los agentes les costó separarla de él.
—Voy con él —afirmó una vez más.
La madre de Inga temblaba.
—No. No. Será peor para nosotros.
—Déjame en paz —gritó Inga—. Si llego a descubrir quién informó sobre él… —Tu madre tiene razón, Inga.
—Debes quedarte —dijo Karl besándola.
Obstinada, con una voluntad de hierro y firme en la creencia de que ella era el escudo y la protección de Karl, tuvieron que recurrir a la fuerza para apartarla de él.
—No nos siga —advirtió uno de los hombres.
—Ha sido ese amigo de papá, Muller —gritó de repente Inga—. ¡El les ha informado!
—Hace meses que Muller no ha venido por aquí —declaró su madre.
—No, pero va a beber cerveza con papá y con Hans cuando tiene permiso —volvió a abrazar a Karl—
¡Cariño! Haré que te pongan en libertad. No te harán daño, te lo prometo. ¡Dime dónde estás e iré a verte!
De nuevo tuvieron que separarla a la fuerza de mi hermano.
Karl salió escoltado por ellos… para penetrar en el infierno.
El mismo día en que Karl fue detenido, mis abuelos, cuyo apartamento había sido incendiado, se vinieron a vivir a nuestra casa, en Groningstrasse.
Recuerdo que aquel mismo día, un hombre que había sido paciente de mi padre de toda la vida, un impresor llamado Max Lowy, había venido a que le curara.
Mi padre le estaba cambiando los vendajes de las heridas y golpes sufridos por Max Lowy durante la Kristallnacht. Lowy era un tipo alegre, con aspecto de gorrión, que hablaba la jerga callejera de Berlín. Además, era un hábil artesano, aunque carente de toda educación. Un hombre corriente, que sentía una auténtica devoción por mi padre, al igual que la mayoría de sus pacientes.
—Despacio, doc —le advirtió Lowy.
—Le maltrataron a fondo, Lowy.
—Seis fornidos matones. Cadenas, estacas. Además, los malditos destrozaron mi imprenta. Hicieron polvo todos los tipos. ¿Qué diablos les importan las palabras? Sólo para envenenar el aire con ellas.
—Es una cosa ya corriente. También destrozaron la tienda de mi suegro.
Lowy era incorregible. Incluso en los últimos y terribles momentos seguía siendo optimista, un hombre incapaz de darse por vencido.
—He oído decir que lo peor ha terminado, doc —dijo el impresor—, Goering está furioso con Goebbels a causa de los desórdenes. Después de lo de Munich, no quería que el barca naufragara. ¿Cree usted eso, doctor?
—Ya no estoy seguro de lo que creo.
—Quiero decir que lo considere de esta forma. ¿Por qué seguir persiguiendo a los judíos? Eso de la muerte de Cristo ocurrió hace muchísimo tiempo. ¿Por qué seguir persiguiéndonos?