—¡Cállate! —ordené.
—O esto —continuó mi mujer—: «Habrá de ejercerse un mejor control sobre nuestros programas médicos experimentales. Comprendo lo fascinado que se siente el Reichsführer respecto a la cuestión de los gemelos, pero se me ha dicho que los doctores han utilizado grupos de gemelos no judíos. Es mala política. También agradecería un informe completo sobre los experimentos de la esterilización por inyección, así como del programa para esterilizar judíos con rayos X. ¿A qué viene toda esa alharaca sobre el programa de esterilización cuando ahora ya todos conocen su destino final?». Dejó de golpe las cartas sobre la mesa.
—Todo eso no estaba destinado a que tú lo vieras, cariño —le dije cansado.
—Hace mucho tiempo que vengo sospechándolo. Todo ese parloteo respecto a la ejecución de espías y saboteadores, de controlar enfermedades tras las líneas enemigas.
Me encontraba demasiado agotado, mental y físicamente, para hablar con ella. Al final dije:
—Y ahora estás enfadada conmigo.
—No. Quiero ayudarte.
No tenía la menor idea de lo que quería decir. Recogí las copias de las cartas y volví a meterlas en el expediente, tomando nota mentalmente de no volver a tener documentos semejantes en el apartamento.
—¿Qué te dijo hoy Kaltenbrunner? —preguntó.
—He de volver mañana a Polonia.
—¿Y no te has puesto en tu sitio? ¿Después de todo lo que has hecho por ellos, Erik?
Me serví otro coñac.
—Ya da igual en cualquier sitio… Polonia, Rusia, aquí. Pronto se derrumbarán los muros.
Se sentó junto a mí en el sofá. Gracias a la generosidad de Eichmann, habíamos adquirido en sus almacenes de Praga una maravillosa colección de bello mobiliario. Hacía juego con el viejo «Bechstein».
—Sí que importa —replicó Marta—. Kaltenbrunner ha debido darse cuenta de esa… esa… sensación de derrota que hay en ti, cuando hablas con él. No es de extrañar que tu carrera haya llegado a un punto muerto.
Esas cartas… el tono en que están escritas… parece como si tu trabajo te repugnara, como si estuvieras avergonzado de llevarlo a cabo.
—Quizás a veces sea así.
Alzó la voz, al tiempo que me cogía por la muñeca.
—¡No puedes estarlo! ¡Has de seguir adelante! Si tú… si ahora… nos detenemos, el mundo nos considerará culpables. ¡Pero si proseguimos y explicamos lo que estamos haciendo obtendremos la victoria!
Me puse en pie de un salto, derramando el coñac sobre la alfombra turca.
—¡Santo cielo, Marta, cómo me he equivocado contigo!
¡La dulce Marta! —comencé a reír—. ¡Y yo que creía que estabas furiosa conmigo porque me he hundido hasta el cuello en la sangre de niños judíos!
¡No digas eso! ¡No lo digas!
—¡Y, en definitiva, todo lo que te molesta es que no me muestre más orgulloso, más enérgico en mi trabajo!
Ahora ya Marta me gritaba.
—¡Tienes que serlo! ¡Hacer lo que te dicen hasta el fin!
Eso convencerá a la gente de que lo que hacemos está bien Obedece, obedece, como Hoess, como Eichmann.
Pero cada vez que muestres dudas, que pongas algo en tela de juicio —como, por ejemplo, esos experimentos—, estás ayudando a cavar nuestras tumbas.
Volví a reír dejándome caer en el sofá.
—¡Y no te rías de mí!
—No lo hago. Lo que me divierte es mi propia estupidez. Naturalmente, debo consagrarme a mi trabajo con mayor ardor, de forma más emprendedora.
Se me quedó mirando unos momentos. Luego apagó la luz del techo. La habitación quedó tan sólo iluminada por una hermosa lámpara de esmalte alveolado, una gentileza de Eichmann. Marta, arrodillándose frente a mi, dejó caer su rubia cabeza sobre mi regazo, rodeándome con los brazos la cintura.
Su voz parecía llegar de ultratumba.
A veces tengo miedo, Erik… miedo de que seamos castigados.
—¿Castigados?
—Todos nosotros.
—Tú no has hecho nada en absoluto. Y yo he sido un buen soldado. Un bon soldat, como diría Eichmann.
—Pero esas cartas. Los hornos. Las piras. Los experimentos. Un río rebosante de cenizas. —Me miró. Tenía los ojos secos. De sus labios parecía haberse retirado toda la sangre—. Ése es el motivo de que todos deban morir. Para que nadie lo sepa. Para que no quede nadie que pueda contarlo. Para que nadie pueda decir mentiras contra nosotros". ¿Comprendes?
La miré, abrazándola con más fuerza. Pero nuestros cuerpos estaban helados y no conseguíamos calentarnos mutuamente.
RELATO DE RUDI WEISS.
Durante toda la segunda mitad de 1942, el ghetto empezaba a vaciarse de judíos enviados a Treblinka, Auschwitz y otros campos de exterminio. Y la gente seguía marchándose en silencio, con el mínimo posible de actos de resistencia.
El doctor Kohn, el miembro del Consejo que había mostrado mayor cooperación, se había suicidado con una cápsula de cianuro. Lo hizo a raíz de que Hoefle, el jefe de la SS, aumentara el cupo diario de seis mil a siete mil.
Aun así, no se podía organizar una resistencia contra los alemanes. No disponíamos de suficientes armas y la munición era virtualmente nula.
Pero mi padre proseguía con su pequeño engaño en la clínica de la estación, salvando, ora una docena de personas, media docena después, convenciendo a las autoridades de que su «sección» del hospital había recibido el visto bueno.
Cierto día, él y mi madre se encontraban mirando a través de las cortinas de la ventana. Los nazis habían recurrido a una nueva estratagema. Se ofrecía a la gente una hogaza de pan y una lata de mermelada para inducirles a subir a los trenes. Permanecían allí embotados, cansados, confusos, esperando subir… aferrados a su precioso pan y confitura, esperanzados hasta el final.
Aquel día se había ordenado a Zalman que subiera al tren. Mi tío Moses lo había sacado con la mayor audacia de entre la muchedumbre, explicando al kapo que aquel hombre se encontraba gravemente enfermo, conduciéndole acto seguido a la clínica.
—Ve al fregadero —le ordenó mi padre—. Vomita. Métete el dedo en la garganta hasta la campanilla.
Zalman parecía preocupado.
Nos estaban mirando. Hoefle está ahí fuera.
—Yo me ocuparé de ellos —ofreció mi padre.
Moses, que sigilaba desde la ventana, vio entonces que se acercaba Hoefle con un hombre llamado Karp, jefe de la Policía del ghetto.
—Vienen hacia aquí —informó Moses.
—Márchate por la puerta de atrás, Berta —ordenó papá—. Ve a la escuela. Más vale que alguien te esconda.
Acompáñala, Zalman.
Los dos se fueron. Casi al instante de salir mi madre y Zalman, entraron Hoefle y Karp. El segundo era un instrumento de los nazis, un judío converso que se había ganado a pulso el odio de todos los habitantes del ghetto.
Karp aulló.
—¡Todo el mundo en pie!
Papá protestó.
—Esta gente está enferma.
—¡Cállate, Weiss! En pie frente al comandante Hoefle.
La media docena de personas que se encontraban en la habitación se pusieron en pie.
—¿Qué diablos sucede aquí? —preguntó Hoefle.
Él y sus oficiales rara vez ponían el pie en el ghetto. Lo gobernaban a través de subordinados… suboficiales, milicia ucraniana, Policía del ghetto.
—Una clínica sectorial del hospital, señor —contestó mi padre.
—A mí no me parece que estén enfermos —replicó Karp—. ¿Dónde está la autorización escrita para todo esto?
—Existe —repuso mi padre, mientras luchaba por dominarse—. Yo no puedo evitar la falta de eficiencia de su oficina.
El jefe de la Policía del ghetto y el oficial de la SS recorrieron la clínica… observando las botellas del diminuto dispensario del tío Moses, mirando debajo de las camas.
—¿Qué treta es ésta, Weiss? —preguntó Karp.
—Soy el doctor Weiss, Karp.
Hoefle sonrió ante aquello. Judíos enfrentados.
Karp se detuvo junto a un camastro en el que yacía una joven. Se trataba de una prima de Eva Lubin, una mujer que había dicho que lucharía en la Resistencia.
—¿Qué te pasa a ti? —preguntó Hoefle.
—Fiebre.
Hoefle, un ruin asesino que anteriormente fuera oficial de un Einsatzgruppen, le puso la mano en la frente con suavidad. Miró a Karp, pero no dijo nada. Luego ambos se marcharon.
Mi padre y el tío Moses les vieron alejarse. Sabían que ahora ya deberían esperar lo peor. Pero estaban decididos a mantener la farsa. Acaso se produjera algún milagro a cuenta de los que habían salvado. Mi padre intentó nuevamente convencer a Karp de que sería un error permitir que gente enferma viajara en los trenes.
Pero Karp no permitió la entrada de mi padre en su oficina.
Hoefle no perdió tiempo en asestar el golpe.
Más adelante se supo, a través de un informador perteneciente a las fuerzas policiales de Karp, que había que prender fuego a la clínica y que todos cuantos estuviesen relacionados de algún modo con ella habrían de formar parte de la próxima expedición.
El primer golpe lo descargaron sobre mi madre.
Se encontraba ensayando con los niños canciones típicas judías, canciones folklóricas que había logrado que cantaran para ella (todo un cambio para la gran dama, tan orgullosa de su Mozart y su Beethoven), cuando Karp y un ayudante entraron en la clase.
La actitud de mí madre era tan digna, tan tranquila, que Karp se mostró sumiso, presentando excusas.
—Lo siento, señora Weiss —le dijo—. Pero tiene que acompañarme.
—¿Podemos ensayar una vez más la canción? Es para el musical de los niños.
—Me temo que no.
—¿Puedo ver al doctor Weiss?
Su marido estará ya en la estación.
Al punto comprendió lo que iba a ocurrir. Con toda calma (así me lo dijo después uno de sus estudiantes), se puso el abrigo, cogió el bolso y se despidió de los niños.
—¿Volverá, profesora? —preguntó Aarón Feldman.
—Naturalmente. Durante mi ausencia tú te harás cargo de la clase, Sarah.
La niña de más edad asintió, dirigiéndose a la parte delantera de la habitación.
—En el caso de que haya de permanecer ausente durante algún tiempo, no debéis abandonar en modo alguno vuestras lecciones —prosiguió mi madre—. Seréis mejores si estáis educados, cuando conozcáis a Shakespeare, y aprendáis el teorema de Pitágoras. Adiós, niños.
Le dijeron adiós. Habían visto miles de veces a la gente irse a la estación; estaban enterados de lo de los transportes.
En la estación se estaba reuniendo a los habituales siete mil, se les inscribía y se los agrupaba. Mi madre dirigió la mirada hacia la pequeña clínica y vio que la habían destruido. Miró furiosa a Karp.
—Cumplo órdenes, señora Weiss.
Lowy y su mujer también formaban parte de la expedición. En una ocasión, mi padre había logrado rescatarlos. Pero ahora el impresor formaba parte de la nueva redada de víctimas. La señora Lowy lloraba a gritos de manera incontrolable.
—¡Cállate ya! —pidió Lowy—. Por malo que sea, estoy satisfecho de abandonar este agujero.
Pronto llegó mi padre llevando dos maletas. Sólo se le había permitido llevar parte de su suministro de medicinas. Vestía el mismo Homburgo, polvoriento y baqueteado, que cuando iba a hacer visitas en Berlín, el mismo gabán oscuro, el y mi madre se abrazaron.
Lowy y su mujer le saludaron.
—Lo siento, doctor. Ya lo intentó. Supongo que estamos destinados siempre a viajar juntos.
—Sí —repuso mi padre—. Otra vez compañeros de viaje, Lowy.
La gente de aquella expedición era una amalgama del ghetto: judíos pobres y hambrientos de la clase media e incluso aristócratas hasta cierto punto, como mis padres.
Mi padre intentó bromear.
—¿Sabes una cosa, Berta? Casi tengo la impresión de que Lowy es un viejo condiscípulo.
El Umschlagplatz era un lugar triste, deprimente… un patio de treinta por cincuenta metros. Estaba rodeado por un alto muro de ladrillo y la parte trasera de un edificio abandonado. Los destinados a la expedición los conducían a través de una alambrada. Una vez dentro, se sentaban sobre sus maletas, hacían trueque de alimentos, trataban de cocinar, hacían unos últimos intentos por recobrar la libertad.
Mis padres permanecieron allí doce horas con los Lowy y centenares de otros muchos, antes de que llegaran los trenes. Fueron unas horas aterradoras. En un momento dado, dos jóvenes intentaron escapar. Lograron introducirse subrepticiamente en el edificio abandonado e intentaron cruzar desde su tejado a la casa contigua. Los guardias de la SS dispararon contra ellos y los mataron. Las personas ancianas comenzaron a quejarse, y los niños a llorar. No había retretes. La gente hacía sus necesidades en los rincones del gran patio.
—Quisiera que se nos llevaran de una vez —dijo Lowy—. Los «campos familiares» tienen que ser mejor que esto.
—Sí —asintió mi madre—. Creo que ya estamos preparados para el cambio. ¿No te parece, Josef?
Y, sin embargo, todos sabían lo que encontrarían al final del viaje, mi tío Moses se lo había dicho; iban hacia la muerte. Aun así, intentaban bromear, quitarle importancia al destino que les aguardaba. Pronto duplicaron la guardia…, policías del ghetto, letones, SS. Aquello significaba que el tren llegaría de un momento a otro.
Mi padre preguntó a Lowy.
—Así que la Resistencia ha perdido a su maestro impresor. ¿Cómo se las arreglarán ahora?
—He enseñado a Eva. Si sigue por ese camino, llegará a ser una buena prensista.
Mi padre asintió. La Resistencia. Ya no formaría parte de ella.
—¿Qué sabe de mi hermano? —preguntó a Lowy.
—Está oculto junto con Zalman. No le va a ser fácil escapar. Los alemanes están barriendo a conciencia todos los bloques. Disparan contra todo aquel que encuentran escondido.
El tren llegó hacia las cinco de la tarde. De nuevo se dieron órdenes vociferantes a través del altavoz. La gente tenía que subir a los vagones de forma ordenada, instalarse, respetar las reglas sanitarias. Para este fin sólo había en cada vagón un cubo.
Así que se dirigieron al tren. Mis padres iban cogidos del brazo. Una madre joven que llevaba en brazos a un niño suplicó a mi padre que le diera alguna medicina. Él contestó que la atendería inmediatamente, tan pronto como hubieran subido.
Karp, una de las personas más odiadas en toda Varsovia, se acercó a mis padres.
—Lo siento, doctor Weiss.