Holocausto (44 page)

Read Holocausto Online

Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Holocausto
8.41Mb size Format: txt, pdf, ePub

Hoess y Pfannenstiel conversaban sobre ciertos extremos técnicos relativos a los problemas de liquidación.

Disertaban sobre los hornos conectados con crematorios más grandes y nuevos, donde los cuerpos se incineraban inmediatamente, al contrario del sistema en el exterior de las unidades antiguas, en que los cuerpos eran arrastrados afuera por los Sonderkommandos —destacamentos especiales formados por prisioneros judíos que eran, a su vez, gaseados ulteriormente— e incinerados al aire libre.

—La grasa humana es un excelente combustible —estaba diciendo Hoess—. Utilizamos cucharas de palas mecánicas para sacarla y prender nuevos fuegos. Claro que en los hornos todo se consume al instante.

Las chimeneas a nuestras espaldas estaban funcionando y tuve que cubrirme la cara. El olor era muy penetrante. Los residentes polacos podían olerlo a kilómetros de distancia. Al parecer, nuestra tecnología no había logrado perfeccionar en forma alguna la supresión del hedor a carne quemada.

En aquel momento vi acercarse la primera fila de judías. Les hacían correr desde la zona de los cuarteles hasta el pequeño bosque. Las mujeres trataban de cubrirse los senos y sus partes pudendas. Vi a una mujer que todavía conservaba puestas las bragas, suplicando a un guardia que no la obligara a quitárselas. El guardia la abofeteó con furia y luego se las arrancó de entre las piernas, rasgándoselas.

Hasta mí llegaban voces.

—No hay que preocuparse —decía un guardia en polaco—. Sólo se trata de una operación de despiojamiento, Una vez que estéis limpias, se os asignará el trabajo que os corresponde.

Durante un largo momento me quedé mirando a una mujer que llevaba a un niño en los brazos. A dos ancianos que se ayudaban mutuamente. A una muchacha muy hermosa de mirada conmovedora. De repente, empezó a gritar a un guardia. ¡Tengo veintidós años! ¡Tengo veintidós años! Él la hizo callar con un golpe de su porra de goma. Me preguntaba cómo es que aquella mujer tan encantadora no había sido destinada al servicio del prostíbulo del campo. No es un secreto que existe semejante lugar… en realidad varios, tanto para oficiales como para soldados rasos y suboficiales, pero las mujeres son, en su mayoría, polacas y rusas.

Himmler es muy estricto respecto a la «corrupción de la raza», y supongo que ése es el motivo de que ni siquiera una Venus judía puede salvarse de la incineración.

Pfannenstiel se alejó para comprobar la puerta y mirar por la mirilla —la cámara no había entrado aún en funcionamiento— y Hoess me llevó a un rincón.

—De manera que Kaltenbrunner se ha librado de usted.

—Eso no es verdad.

—Me han dicho que quiere que conozca esto a fondo. Se dice que su estómago no es demasiado fuerte, un exceso de trabajo burocrático en Berlín.

—Es lo bastante fuerte, Hoess.

—Sí, supongo que lo es. Usted fue quien nos ayudó a obtener el Zyklon B.

Tras haberse reunido de nuevo con nosotros el profesor, Hoess nos condujo a una amplia cámara. Nos mostró las cabezas de ducha, las tuberías, los grifos y las paredes recubiertas de azulejos.

—Aquí acabamos con doce mil diarios cuando todo está funcionando —expuso.

Pfannenstiel estaba impresionado.

—Increíble. Me dijeron que en Treblinka sólo disponían de ochenta mil en medio año.

—El monóxido de carbono era una porquería —afirmó Hoess—. Es un asco. Muy lento. A veces teníamos que hacer frente a levantamientos. Los judíos sospechaban lo que les esperaba y armaban la marimorena.

Aquí acabamos rápidamente y se les engaña hasta el fin.

—O quieren permanecer engañados —apunté.

—¡Qué importa la diferencia siempre que se lleve a cabo el trabajo con rapidez y eficiencia! —exclamó.

Nos mostró el correaje conductor, los hornos con sus llamas de gas en el interior. Imperaba un olor nauseabundo, a chamuscado.

—Tenemos en acción cuarenta y seis hornos como éstos —explicó Hoess—. Además de los pozos crematorios exteriores. Así que, como podrán ver, se trata de una operación de gran envergadura.

—¿Cuántos admite éste? —pregunté.

Hoess reflexionó un segundo.

—A tope, unos dos mil quinientos. Sin contar los niños pequeños. A éstos los metemos con facilidad. Ya lo verá. Es decir si quiere verlo.

—¿De dónde procede esta gente? —pregunté mientras regresábamos a la cámara.

Observé los canalones a lo largo de la pared, destinados, supuse, al drenaje de sangre y otros líquidos y para una limpieza más fácil. Había un inmenso ventilador eléctrico en un extremo que, de acuerdo con las explicaciones de Hoess, se utilizaba para hacer salir todo el gas una vez terminada la operación. Se obligaba a los Sonderkommandos a entrar rápidamente y, con bastones o palos curvados, tenían que arrastrar a los muertos por la barbilla y cargarlos en el transportador.

—Acaban de bajar de los trenes —explicó Hoess—. El transporte de esta mañana. Llegan de toda Europa… Francia, Holanda, Polonia, Alemania. Se está cumpliendo el deseo del Führer.

—¿Y los que se libran? —pregunté.

—Al fin siempre acaban igual. Una vez que se les ha asignado un trabajo en el campo, resultan más difíciles de engañar. Para entonces, ya están enterados, pero, pese a todo, van. La vida en las barracas no es precisamente un paraíso, de manera que para ellos representa una especie de alivio.

Hoess empezó a lamentarse de los problemas que se le planteaba con el almacenamiento del Zyklon B. Se estropea, por lo cual se ha organizado un sistema especial de distribución para que en ningún momento carezca de existencias. He oído hablar de la intrincada compañía que se ha formado para fabricar, vender y embarcar el artículo, y parece, un poco desconfiado. Está enterado de que se están obteniendo pingües beneficios con la venta del Zyklon B y cree que debería recibir su parte. Los grandes jerarcas del Partido, los industriales que hacían dinero, están acumulando beneficios por la venta del gas, mientras que otros, como él, hacían el trabajo que genera la demanda.

—Ya estamos casi preparados —declaró Hoess.

Nos condujo al profesor y a mí hasta un lugar elevado desde el que podíamos ver cómo conducían a los judíos desde el bosquecillo hasta la puerta de acero abierta de la gran cámara. Detrás de nosotros, proseguía sonando la música animada, alegre, como si estuviéramos pasando una mañana primaveral en el parque.

—En realidad, se muestran maravillosamente complacientes —observó Pfannestiel—. Casi como si se tratara de un rito religioso. Verá, no soy en modo alguno un teólogo, pero he discutido esto con eclesiásticos, quienes opinan que, en cierto modo, se sacrifica a los judíos para que Europa se salve del bolchevismo. Quiero decir que ellos deben de sentirse… bueno, semejantes a Cristo, santificados… al procurar este servicio.

Hoess se le quedó mirando furibundo.

—¡Tonterías! Yo soy un cristiano responsable, con mujer e hijos cristianos, y lo que está diciendo son estupideces. Representan una plaga. Lo corrompen todo. Yo recibo órdenes y las obedezco, y la teología nada tiene que ver con ello.

Siguió explicando cómo los Sonderkommandos extraían de los muertos los dientes de oro, los ojos de cristal, los miembros artificiales, rapaban las cabezas de las mujeres, antes de cargar los cuerpos en la correa transmisora. Trabajaban con rapidez, con el fin de ocuparse de la segunda hornada. Doce mil al día es un milagro y este tanto hay que concedérselo a Hoess.

Abajo, un sargento apremiaba, empujándoles, a un grupo de vacilantes ancianos.

—¡Vamos, vamos! Cinco minutos y en seguida habrán terminado. Todo agradable y limpio. Luego, una cama caliente. Moveos.

Ante mi asombro, cuando la cámara parecía totalmente abarrotada, los guardias empezaron a introducir niños pequeños que chillaban, por encima de las cabezas y brazos de la gente que ya se encontraba allí. Era como si hubiera de utilizarse hasta el último metro cúbico de espacio.

—Es muy importante meterlos a todos —explicó Hoess—. No queremos que ninguno de ellos vuelva al campo contando historias que pongan nerviosos a los demás.

Se cerró de golpe la puerta de acceso. Los muros eran muy gruesos y resultaba casi imposible oír cualquier ruido procedente de la cámara. La música subió de tono.

Sobre el tejado de aquella cámara había una especie de extraño hongo artificial, y en aquel momento un sargento de la SS estaba retirando la cabeza. Abajo vi aparcada una ambulancia del Ejército alemán. Ahora, un soldado con un bote en la mano, el bote familiar como el que yo había visto, no hacía mucho en Hamburgo, trepó por un costado de la cámara, y lo lanzó a un hombre que había junto al «hongo».

Hoess hizo un ademán afirmativo al sargento. Luego me enteré que se trataba del famoso sargento Molí.

Molí levantó la tapa de la lata, manteniéndola alejada de su cara. Acto seguido vació los cristales azulados en el «tallo» del hongo al mismo tiempo que decía:

—Ahí va. Ya tienen algo en que ocuparse, Esperamos un momento… Pfannestiel, Hoess y yo.

Luego pareció elevarse de la cámara como una especie de murmullo, el viento que se levanta, un clamor ahogado. Hoess nos permitió observar a través de la mirilla. Es más, nos invitó a hacerlo. Pfannestiel ya había presenciado lo que pasaba allí dentro. Yo alegue no se qué excusa.

—Sí —informó el profesor—. Transcurren unos doce minutos. Arañan, se aferran, intentan llegar hasta la puerta, pero es inútil. A menudo hay grandes cantidades de sangre y heces sobre los cuerpos cuando se abre la puerta. Cuesta algo habituarse.

Poniéndose de rodillas, aplicó el oído al tejado de la cámara y sonrió:

—¡Fantástico, absolutamente fantástico! Parecen los lamentos que suelen escucharse en una sinagoga.

Berlín Mayo de 1943.

En un esfuerzo por ganarme el favor de Kaltenbrunner, organicé para él una exhibición de algunas operaciones que se llevaban a cabo en Auschwitz.

Pareció complacido con las fotografías que proyecté en su oficina donde un día se sentara Heydrich. Le hablé de la excelente administración de Hoess… y tampoco escatimé elogios para «I.G. Farben», «Krupp», y «Siemens», donde se trabajaba hasta el agotamiento para acabar en las cámaras con los inútiles…

En un momento dado, Kaltenbrunner citó unas palabras de Himmler, después de ver una fotografía de los cuerpos amontonados, semejante a una escena del Infierno de Dante, junto a la puerta de la cámara.

—El jefe dice que lo que la gente llama antisemitismo es, en realidad, despiojamiento. Librarse de los piojos no es cuestión de ideología, sino de limpieza.

Son muy diversos los motivos que tenemos para matar judíos. Para Himmler se trata de «despiojamiento»; para Heydrich, era un instrumento político de aplicaciones múltiples, y para el Führer, es el ser todo y acabar con todo de su enfoque del mundo. Allá ellos. Yo obedezco. Mi mente suele atormentarse con el recuerdo de aquellos niños desnudos que se pasan por encima de las cabezas de sus padres para introducirlos en las cámaras. Pero a Kaltenbrunner no le digo nada. ¿Qué podría decirle cuando se ha aceptado la necesidad del programa?

Una vez terminada la exhibición, la odiosa cara de Kaltenbrunner me sonreía realmente.

—Está desempeñando su nuevo cargo con su habitúa] dedicación —me dijo.

—Gracias, mi general.

—Ahora puede marcharse.

Me detuve un momento.

—Quería hablarle de este nuevo trabajo. Estoy continuamente en movimiento… Polonia, Rusia. Confiaba en un destino permanente en Berlín. Para facilitarle su trabajo.

—No, no, Dorf. Quiero que continúe en Polonia. Le necesito cerca de los campos. Llegan informes de que los judíos empiezan a rebelarse, a mostrarse díscolos.

De nuevo vacilé. Me inspiraba auténtico temor.

—Es que tengo el problema de mi mujer, mi general. Aunque me moleste plantearlo.

—¿Qué? ¿Ha jugado al engaño mientras papá estaba ausente?

—En modo alguno, mi general. La señora Dorf está enferma. Hace ya años que padece del corazón. Mis prolongadas ausencias están ejerciendo sobre ella un efecto perjudicial. La escasez de alimentos, los bombardeos…

—Llévela a nuestro hospital. Que se tome unas vacaciones. Nada es bastante bueno para las mujeres de nuestros oficiales de la SS.

—Es muy amable por su parte. Pero me necesita a mí… aquí.

Kaltenbrunner, bajando sus poderosas piernas, se puso en pie. Se inclinó hacia mí dominándome con su estatura.

—Me deja atónito, Dorf. Nuestros Ejércitos se están desangrando en Stalingrado, el frente ruso arde por los cuatro costados. Los Aliados se están abriendo paso en Italia. Y usted viene a lamentarse de que su mujer está enferma.

Una vez más supliqué y de nuevo Kaltenbrunner rechazó mi petición. Se refirió a rumores que corrían sobre mí… mis supuestas relaciones con la izquierda, los enemigos que me había creado. Traté de defenderme, pero él ya no me necesitaba. En resumen, me sentía como Hamlet comparando a su padre muerto con Claudio… como Hyperion con un sátiro. Así era mi jefe desaparecido frente a este animal, este glandular salvaje de cabeza dura.

Por la noche, hubo entre Marta y yo una tensión mayor de la habitual. Desde la muerte de Heydrich (ya casi ha transcurrido un año), ha observado en mí un temor, una incertidumbre, una pérdida de la seguridad que sentía cuando él vivía.

He empezado a beber un poco. No soy un borracho, pero, por la noche, algunas copas de coñac logran hacer que me relaje. Esta noche, Laura dormía y Peter estaba fuera, en un campo de entrenamiento. (Corren rumores de que va a formarse con los muchachos de quince anos batallones de defensa, «cuadrillas de lobos», para el caso de que los rusos llegaran a romper nuestras líneas de defensa de Alemania.

De repente, Marta abrió un expediente y empezó a leer en voz alta. Al punto supe lo que tenía en la mano. Copias de cartas que escribiera a los jefes de los campos. No hice esfuerzo alguno por detenerla, seguí bebiendo mientras escuchaba.

Su tono era burlón con ciertos ribetes de desprecio.

—Todos los cuerpos enterrados en Babi Yar deberán ser sacados e incinerados. No deberá quedar el menor rastro. Su trabajo ha sido muy descuidado, Blobel, y han que dado grandes zonas olvidadas. Esto tiene la más alta prioridad.

—No tienes derecho a husmear en eso.

—Me gusta —prosiguió Marta—. A Hoess: «No me satisface el sistema de trasladar los restos para su molienda a cenizas. ¿Es que no podemos instalar un horno que lo destruya todo? ¿Y por cuánto tiempo podrá absorber el río Sola todas esas toneladas y más toneladas de cenizas?».

Other books

The Crossroads by Niccoló Ammaniti
Unchanged by Crews, Heather
Return to Mandalay by Rosanna Ley
Goddess by Morris, Kelee
Los hombres de Venus by George H. White