Historias de Londres (13 page)

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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

BOOK: Historias de Londres
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El capitalismo británico no ve las cosas de ese modo. Forjado por las leyes del comercio y del imperio, nunca, ni siquiera durante el tenebroso periodo de gloria manchesteriano, ha creído en la producción, sino en la especulación. O en la apuesta. Los beneficios deben ser rápidos y elevados, y lo más alejados que se pueda de fábricas, talleres, trabajadores y demás engorros. Eso, unido a una incapacidad casi patológica para la redistribución de la renta de modo más o menos equilibrado, conduce a una montaña rusa en la que un
boom
ubérrimo es seguido por una recesión abisal. «La debilidad de la economía británica, particularmente el nivel y el carácter de la inversión, tiene su origen en el sistema financiero. Los objetivos de beneficio son demasiado altos y los horizontes temporales demasiado cortos. Pero las finanzas británicas no han crecido en el vacío. Tras las instituciones financieras figura la historia, las clases, un conjunto de valores y el sistema político. La City de Londres y Whitehall [gobierno] y Westminster [Parlamento] son simbióticos», explica Will Hutton en
The State we're in
, un instructivo ensayo sobre la economía británica contemporánea.

La Milla Cuadrada, cuna de Londres, fue tradicionalmente un contrapoder, un obstáculo para las tentaciones absolutistas. Los grandes financieros y comerciantes de la City utilizaron a fondo el dinero, es decir, la potestad de sufragar o hacer inviables guerras, aventuras coloniales y ampliaciones palaciegas, para erosionar durante siglos los poderes de la monarquía, y puede decirse que fueron ellos quienes más contribuyeron a moldear el sistema político británico. Si hubo firmeza con los reyes —nunca tanta como para que se les negara el acceso a los títulos nobiliarios, hereditarios para los realmente poderosos, vitalicios para las medianías—, con la aristocracia siempre se mantuvo una cooperación rayana en la pleitesía o en el puro embeleso. La aristocracia es el gran patrón social del Reino Unido. Volvamos un momento a Hutton:

El ideal caballeresco viene de muy lejos en la vida británica, e historiadores como Cain y Hopkin argumentan que fue la fuerza motriz en la creación del capitalismo británico. La aristocracia terrateniente utilizó la revolución constitucional del siglo
XVII
para asegurar su control sobre el Parlamento y el Estado, de forma que su prestigio social y su poder económico se combinaran con un creciente músculo político. […] Una renta caballeresca era necesariamente una por la que el receptor no trabajara de forma demasiado evidente. Idealmente procedía de la tierra, pero la siguiente mejor opción era la renta por intereses, dividendos y minutas profesionales, por lo que el dinero hecho en las finanzas era casi tan bueno como disponer de fincas en los condados. La manufactura era menos deseable socialmente, y aunque fabricantes e inventores fueron brevemente celebrados a mediados del siglo
XIX
, los viejos valores se impusieron de nuevo con rapidez.

El historiador Bill Rubinstein demuestra que ni siquiera en el siglo
XIX
, la edad dorada de la industria inglesa, las rentas altas y medias de zonas industriales como Yorkshire o Lancashire llegaron a aproximarse a las rentas altas y medias de Londres.

La City mantiene aún los privilegios concedidos por el normando Guillermo el Conquistador (siglo
XI
), con su Lord Mayor, sus
guilds
(gremios) y su cuerpo de policía propio. El Lord Mayor luce unos collares muy vistosos, se disfraza para los desfiles y ofrece un solemne banquete una vez al año en alguno de los fabulosos salones de los
guilds.
Suele vérsele como una figura pintoresca, pero es en realidad la cabeza visible de la Corporación. Y la Corporación es la dueña de la City, porque un tercio de los solares y fincas urbanas de la Milla Cuadrada es suyo. Sus cargos son hereditarios o cooptados dentro de la sólida red de
old boys
de Eton y Oxbridge. En la Corporación están los escualos; fuera, en autobús o en Mercedes, están los peces, pequeños o grandes.

La City ardió en el gran incendio de 1666 y sufrió una terrible devastación durante los bombardeos alemanes de 1940, el llamado
blitz
—un ataque masivo cada noche, sin fallar ni una, entre el 7 de septiembre y el 2 de noviembre— por lo que su configuración medieval es apenas perceptible. Con la excepción de la Torre de Londres y algunos fragmentos de la muralla romana que rodeaba el Londinium de hace 2.000 años —lo que hoy es la City—, la historia se ha esfumado. Si quedaba algo, la especulación inmobiliaria se cuidó de acabar con ello.

Sólo alrededor del Banco de Inglaterra («la vieja dama de Threadneedle Street») y de Mansion House sobreviven algunas de las callejas oscuras por las que circularon los pañeros lombardos, los relojeros hugonotes, los frailes blancos y negros y las multitudes que asistían a los ahorcamientos.

Lo suyo, hoy, son los «edificios singulares». Y entre ellos, el más singular es el que alberga la aseguradora Lloyd's. Durante un tiempo, me gustó entrar en el gran vestíbulo para observar el trajín matutino y acercarme a la famosa campana. «Cuando un barco se hunde en cualquiera de los siete mares, se hace una anotación en el libro de Lloyd's y repica la vieja campana», dicen las guías turísticas. Lloyd's nació en 1688 en un café de Tower Street en el que se reunían banqueros, navieros y comerciantes para hacer negocios. El dueño, Edward Lloyd, llegó a publicar un periódico con lo que escuchaba a la clientela. El seguro como negocio sistemático se inventó en aquel café. Y no se inventó, como las mutualidades aseguradoras centroeuropeas, para proteger a los pequeños inversores y propietarios, sino como una pura apuesta contra el destino cruzada por dos grandes patronos. Ay, esa augusta elite imperial británica «de áspero paladar y beber seco» de que hablaba Néstor Luján.

La campana de Lloyd's me parece menos hermosa desde que encontré a una secretaria del periódico donde yo tenía mi oficina
—The Independent
— llorando a la puerta del edificio. Acababa de recibir una carta de Lloyd's en la que se le reclamaba el pago de más de 100.000 libras, unos 30 millones de pesetas.

Lloyd's consiste, básicamente, en un grupo de unas 25.000 personas que reaseguran todos los seguros del planeta. Esas personas, llamadas Nombres, se agrupan en cientos de sindicatos especializados por sectores, y depositan la cantidad que desean invertir: un millón, cien millones o mil millones, no hay límite máximo. Normalmente, las aseguradoras de todo el mundo son solventes ante su clientela, y los Nombres obtienen una alta rentabilidad porque se embolsan las primas. Pero cuando las cosas van muy mal, las aseguradoras acuden a Lloyd's para cobrar sus reaseguros. En ese caso, conforme se agotan las reservas que deben amortiguar el golpe, no se pierde sólo lo apostado. La secretaria que lloraba había invertido 10.000 libras, y se le exigían más de 100.000: más de lo que valía su casa. Lloyd's perdió en 1992 unos 371.000 millones de pesetas. Curiosamente, los gestores de los sindicatos —los que conocían realmente cada reaseguro y su evolución, y podían colocar su dinero en el lugar menos arriesgado— obtuvieron grandes beneficios. El presidente de la entidad dijo que el desastre fue causado «por incompetencia, o por la voluntad de Dios, o por ambas cosas a la vez». Al cabo de unos años, Lloyd's salió de la crisis, sin que a nadie se le exigieran responsabilidades por «incompetencia»: finalmente, según parece, sólo Dios fue culpable. Pero la secretaria tuvo que hipotecar su casa y endeudarse hasta las cejas.

Por eso creo que, pese a la audacia y el color de la obra arquitectónica de Richard Rogers, conviene entrar en el Lloyd's Building con la reverencia y el temor con que los siervos penetraban en las catedrales medievales: la suerte o la desgracia, la fortuna o la ruina están en manos de alguien allá en lo alto, en la última planta del rascacielos.

LOS BANCOS Y EL CEMENTERIO

La Milla Cuadrada puede dividirse en dos partes. La oriental tiene un carácter casi exclusivamente financiero. En la occidental, que incluye la catedral de Saint Paul, la banca creció acompañada por otros dos negocios: los bufetes de abogados —de los que aún quedan muchos— y los periódicos —de los que ya no queda ninguno.

La estación de Liverpool Street es la genuina puerta oriental de la City, el umbral que cruza cada mañana la mayor parte de los 300.000 soldados que defienden las fronteras virtuales del imperio: el ejecutivo que reside en un suburbio elegante, la secretaria que alquila un cuchitril muy al sur del río o el mozo que vive con sus padres en una barriada del East End.

Cuando hablo de los soldados de la City, la metáfora es muy leve. Si llega a serlo. Yo los vi en acción el 26 de abril de 1993, un lunes que no fue como los demás. El sábado anterior, el IRA había hecho estallar en el corazón de la ciudadela un camión cargado con una tonelada de explosivos. Decenas de edificios quedaron destrozados y ningún cristal resistió la onda expansiva. Los daños se evaluarían, con el tiempo, en unos 60.000 millones de pesetas. Ese lunes, al amanecer, la City estaba devastada. Pero antes de que saliera el sol se veían ya sombras escalando las montañas de cascotes y chapoteando por inmensos charcos, y a las ocho de la mañana todos los empleados formaban —casi militarmente— ante las ruinas de su empresa. En pocos minutos se crearon grupos, se establecieron cuarteles provisionales en domicilios particulares, se aseguraron los servicios mínimos y se mantuvo la actividad. Nadie faltó a la operación. Aquello era una forma de desafiar al terrorismo, sí, pero traslucía también la íntima consciencia de que eran gente de la City, los guardianes de la última trinchera, y que detener aquel corazón codicioso de Gran Bretaña significaba paralizar el país.

La estación de Liverpool Street dispone de una cubierta moderna, blanca y luminosa, sobre un enorme vestíbulo hecho para la confusión y la prisa. Por debajo, sin embargo, respira en la oscuridad el viejo monstruo del metro londinense. La estación de las líneas Circle y Metropolitan es casi exactamente como era a principios de siglo, cuando el chaqué y el bombín —la vestimenta que caricaturizó el londinense Charles Chaplin— constituían las prendas de rigor en la City.

El nudo de comunicaciones de Liverpool Street es un gran centro de observación hacia las ocho de la mañana, cuando las tropas llegan a sus puestos de combate más o menos frescas —la vida del
commuter
, con sus madrugones, sus viajes en vagones repletos y bamboleantes y su crucigrama garabateado en el periódico, tiene su dureza: se adivina en sus ojos la sombra del leve pero incurable
jet lag
de quien vive en el campo y trabaja en la ciudad. O a partir de las cinco de la tarde, cuando se acumulan por los alrededores con un vaso en la mano. Si se elige la opción vespertina, vale la pena dejarse caer por el Dirty Dick's, contiguo a la estación, en Bishopsgate.

El Dirty Dick's es uno de los mejores pubs de la City. Y tiene una historia sórdida, no del todo inapropiada para la zona. El «sucio Dick» del rótulo era Nathaniel Bentley, un ferretero que vivió en el número 46 de Leadenhall Street. El día de su boda, con el banquete ya dispuesto, la novia murió repentinamente y Bentley, abrumado por el dolor, cerró la sala donde debía celebrarse el festejo para no abrirla nunca más. Los manjares del banquete se pudrieron y Bentley también: no volvió a lavarse o afeitarse y se dejó morir muy lentamente, rodeado de inmundicias y cadáveres de gatos. De ahí el apodo de Dirty Dick. Cuando el ferretero falleció, en 1819, convertido en una auténtica leyenda, el dueño de un pub de Bishopsgate compró la basura amontonada por Bentley y expuso en su establecimiento, rebautizado como Dirty Dick's, los restos del banquete y los cadáveres de los gatos. Charles Dickens vio muchas veces aquella miserable decoración y se inspiró en la tragedia de Dirty Dick para crear el personaje de Miss Haversham en
Grandes esperanzas.
La parafernalia del pobre Dick fue retirada en 1985, pero aún se exhibe en el pub algún gato momificado.

De la estación de Liverpool Street se sale en dirección a poniente. A espaldas de la estación se alza la intangible pero raramente franqueada frontera oriental de la City, y con ella la transición más abrupta de Londres. Con diez o doce pasos, los necesarios para cruzar Bishopsgate, se deja el barrio que atesora la riqueza, y la exhibe hasta donde permite el pudor inglés, y se entra en el East End, un barrio cuyo nombre evoca el potaje rancio de la pobreza, el sudor y la humedad.

La gran arteria de esa zona de la City es Moorgate, una acumulación de bancos, edificios de oficinas, pubs y tiendas de emparedados que pierde densidad conforme uno se aleja de la sede del Banco de Inglaterra, en el extremo sur, y se acerca a Finsbury Square. Ese cuadrado impersonal fue un día, a finales del siglo
XVI
, uno de los prodigios de Londres. Ahí estaba El Templo de las Musas, la librería de James Lackington, la mayor del mundo. El escaparate medía casi 50 metros de un extremo a otro. La gran tienda de libros ardió en 1841, los armónicos edificios del
square
fueron destruidos por las bombas alemanas, y la especulación de los años ochenta se encargó de destruir cualquier vestigio del pasado. La solitaria figurilla de un Mercurio, sobre uno de los edificios, parece velar por las almas angustiadas que transitan por ese páramo desolado de hormigón y cristal. Durante años pasé diariamente por Finsbury Square, y nunca dejé de elevar la vista hacia el Mercurio.

Un poco más allá, ascendiendo City Road, está Bunhill Fields.

Si existen lugares bondadosos —y yo deduzco que sí, porque conozco un lugar realmente malvado: es una plaza de Viena—, Bunhill Fields debe ser uno de ellos. Esos palmos de paz fueron hace siglos un gran cementerio —Bunhill es una deformación de Bone Hill, «la colina de los huesos»—, pero tras los bombardeos alemanes se agruparon las lápidas y los monumentos en un terreno relativamente pequeño. Ahí eran enterrados los «no conformistas» —los cristianos no pertenecientes a la iglesia anglicana— y algún que otro suicida o ateo. En Bunhill, bajo lápidas ennegrecidas y cuarteadas por el tiempo, reposan los restos del autor de
Robinson Crusoe,
Daniel Defoe, del poeta William Blake y de John Bunyan, que con su monumental
The Pilgrim's Progress
(1678) elevó el inglés popular a la máxima categoría literaria. Cuando llega ese día de mayo en que por fin, tras meses de oscuridad y lluvia ininterrumpida, sale el sol, el césped húmedo y brillante de Bunhill Fields acoge a cientos de ciudadanos que comen bocadillos, leen o miran sonrientes al cielo. Y la bondad del lugar impregna los espíritus.

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