Historias de Londres (8 page)

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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

BOOK: Historias de Londres
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—Mi padre se había encerrado más y más en sí mismo, se había hecho más intolerante que nunca. Ese es el secreto de una buena muerte: ser un auténtico diablo, un tipo insufrible durante los últimos años. En ese caso, la gente asume más fácilmente tu muerte.

Tardé en encariñarme con el Soho. Me había convencido de que Barnard o Amis eran los últimos vestigios de una era ya pasada, una era que se remontaba a la de John Galsworthy cuando, a finales del XIX, en su novela
La saga de los Forsyte,
describía el barrio de la siguiente forma: «Desaseado, lleno de griegos, ismailíes, gatos, italianos, tomates, restaurantes, órganos, cosas de colores, nombres raros y gente que mira desde las ventanas de los pisos más altos». Daba por supuesto que en el Soho se extinguía inexorablemente la bohemia, que el último aliento de la vida secreta del laberinto había sido el de viejos diablos como Barnard y Amis. Cada vez estoy menos seguro de eso.

Thomas de Quincey se refugió en el Soho en 1802 cuando huyó de la escuela y fue acogido y alimentado por una prostituta, según sus
Confesiones de un comedor de opio.
Wagner, Rimbaud, Verlaine, Marx, todos habían pasado por el Soho en condiciones más o menos catastróficas. El ámbito del desastre doméstico de Karl Marx en aquellas dos «espantosas habitaciones» del 28 de Dean Street, políticamente fracasado tras las fallidas revueltas continentales de 1848, económicamente en las últimas y en una situación personal de mal arreglo —había embarazado casi a la vez a su esposa y a su asistenta—, es aún inspeccionable. Basta almorzar o cenar en el Leonis, un restaurante sin grandes méritos, y pedir al camarero una exhibición privada del miserable cubículo del que surgió la ideología más poderosa del siglo. Las habitaciones se utilizan como almacén, lo cual es muy pertinente: mantienen el ambiente inhóspito de mediados del XIX.

Como ocurre con otros barrios céntricos que en algún momento se han metamorfoseado en gueto o por un motivo u otro han acogido cantidades excesivas de pobladores, el mapa urbano del Soho no refleja la realidad. El paseante descubre que junto a los portales se han abierto puertas, puertecitas, escotillas y escaleras improvisadas hacia ignotos subterráneos, accesos a un espacio paralelo al oficial, censado y fiscalizado. El Soho es denso —sólo hay una teórica zona verde, el diminuto pero bien proporcionado Soho Square—, húmedo y umbrío, y huele a mercado. Conserva alguna fachada noble —fue un coto de caza, de ahí el nombre, derivado del grito
So-ho!
a los caballos, y después, hasta el siglo
XVIII
, una elegante zona residencial—, pero la mayoría de las construcciones son vulgares y muestran las huellas de sucesivas ampliaciones por arriba, hacia el cielo, y por debajo, hacia el empapado subsuelo londinense.

Hay mucha policía y bastantes homicidios en comparación con el resto de Londres, pero las calles del Soho son relativamente seguras. Esa aparente paradoja se explica por el hecho de que la mayoría de los homicidios corresponden a ajustes de cuentas dentro de las mafias chinas, asuntos en los que el resto del mundo, policía incluida, tiene poco que ver. Caso aparte son las peleas, especialmente en fin de semana. La mayoría de los pubs prohiben la entrada a quien luce los colores de un club de fútbol —la bronca con un hincha de un equipo rival está casi asegurada—, pero esa es una precaución conmovedoramente minimalista.

En horas prudentes, el personal acude al Soho por alguna de las razones siguientes: café italiano, comida, espectáculos, instrumentos musicales, libros. En horas más oscuras dominan las copas y el sexo.

En lo tocante al café, dos bandos rivales se disputan la primacía. De un lado, los partidarios del Bar Italia: local moderadamente roñoso que introdujo el
espresso
en Londres (1959), con
calcio
en televisión y/o Domenico Modugno en el tocadiscos, tacitas blancas de reglamento, carteles ajados, unos cuantos parroquianos del género
pan, amor y fantasía
y gran ambiente hasta altas horas. Del otro lado, justo en la esquina, los partidarios del Caffé Nero: establecimiento aséptico, vasitos de papel y aglomeraciones. Lola, que es muy de café, acabó decantándose por el impersonal Nero. En conclusión, si uno está dispuesto a prescindir del entorno y sólo busca un centímetro cúbico de cafeína pastosa y altamente aromática, digamos que es mejor el Caffé Nero, en el Soho o en alguna de sus sucursales. A mí me cae más simpático el Italia.

Una noche, Lola y yo paseábamos por Chinatown y nos cruzamos con un muchacho oriental que transportaba una montaña de masa de cocinar en un carrito. El vehículo volcó y la pasta se derramó sobre el asfalto. El atribulado pinche enderezó el carrito, recogió laboriosamente el mejunje con las manos y siguió su camino. No cuento este nimio incidente para descalificar la higiene de los restaurantes chinos; en realidad, casi todas las cocinas del mundo constituyen un espectáculo que corta el apetito en seco, y ese día ocurrió en la calle lo que ocurre de continuo junto a los fogones. Los establecimientos de Chinatown tienen reputación de dar bien de comer por muy buen precio, y eso se consigue con gran cantidad de personal mal pagado o no pagado en absoluto sudando entre ollas, con una actividad febril que incluye la cooperación entre restaurantes y el trasvase de montones de patos momificados, botes de glutamato y pasta para rollitos de una cocina a otra. Yo, lo reconozco, no soy un fanático de las recetas cantonesas o, en general, de las múltiples y sabias cocinas chinas. Pero los miles de personas que comen diariamente en Chinatown no pueden, supongo, equivocarse.

La autenticidad de los lugares más «auténticos» del Soho es bastante dudosa. No hace mucho fui a cenar con Íñigo Gurruchaga a la French Dining Room, que durante la Segunda Guerra Mundial fue el punto de encuentro de la Resistencia francesa en Inglaterra —Charles De Gaulle pasaba por allí con frecuencia— y que durante décadas ha conservado un aire
froggy
(dícese
froggy
del francés, por
frog eater,
comedor de ranas). Pero el poso
froggy
había desaparecido. El conejo que pidió Íñigo había sido elaborado, con todo el desdén que los ingleses sienten por los roedores, por un equipo de cocineros jamaicanos llamados sin duda a otras misiones en esta vida. Lo único francés era un camarero de Marsella que nos informó de que el local había sido adquirido por ingleses, de que estaba harto de Londres, de los londinenses y del puñetero clima local, y de su intención de largarse a España. Íñigo y yo, convencidos ambos de que Londres es de las pocas cosas solventes que quedan en el mundo, le dijimos a todo que sí. Nuestro cinismo se vio recompensado con una sustancial rebaja en la cuenta.

No sé si he dicho ya que tiendo a la claustrofobia. Procuro evitar los lugares cerrados y oscuros, y eso incluye los cines —cada vez más minúsculos y más subterráneos: una fosa común con pantalla—, hasta cierto punto los teatros y según qué salas de conciertos. Sé que hay establecimientos de ese tipo en el Soho, pero no los he frecuentado. Traté de asistir a un concierto de El Último de la Fila en el celebérrimo Marquee, pero en cuanto se apagaron las luces resistí solamente una canción. Lo siento.

En cambio, he pasado bastante tiempo en las tiendas de instrumentos musicales. Aunque soy una nulidad como guitarrista, me fascinan las buenas guitarras. Una auténtica Stratocaster americana, una Les Paul Custom o una Rickenbaker de 1962 son mecanismos de precisión, objetos bellos como un Ferrari o un encendedor Ronson clásico, y pueden contemplarse en las tiendas de Denmark Street y de la parte baja de Charing Cross. Además, en ninguna ciudad europea —ni siquiera en Estados Unidos cuando el dólar está alto— son tan baratos los instrumentos musicales como en Londres.

El otro gran qué del Soho son las librerías. Las hay de peso mosca —libros de lance y rebajados—, de peso medio —especializadas—, de peso pesado —los florones de cadenas como Waterstones o Books etc.—, y luego está la gran campeona de todos los pesos, medidas y cubicajes, la inmensa, desordenada, polvorienta e imbatible Foyle's. No hay que fiarse del aspecto relativamente pulcro de la planta baja: el caos y los prodigios surgen según se asciende cada piso hasta alcanzar el extravío en el Leviatán del papel impreso y encuadernado.

Uno no va a Foyle's a comprarse un libro. Va de safari. A perderse, por ejemplo, en el departamento de cálculo matemático y encontrar quizá algún raro ejemplar de poesía traspapelado hace décadas. Los empleados son tipos ojerosos y resignados como enfermeros de un hospital de campaña, seguramente abrumados por el tonelaje de papel que les rodea, y resultan de poca ayuda cuando se busca algo concreto: el título en cuestión siempre figura en el listado informático y debería estar en esa estantería de ahí, pero en esa estantería hay otra cosa que debería estar en otra parte.

Yo frecuento dos de las librerías especializadas de Charing Cross: SportsPages y Murder One. Deporte y crimen. Gustos refinados. Pero hay de todo: la librería feminista, la de literatura rusa, la de cuestiones árabes… En todo caso, mi librería favorita no está en el Soho, sino en Gower Street, cerca de la estación de Euston. Si Foyle's es el safari, la librería Dillons de Gower Street es el crucero por las Bahamas: la aventura está bien de vez en cuando, la comodidad se agradece casi siempre.

EL ERROR DE PICCADILLY

Lo de Piccadilly Circus es un fenómeno misterioso. La gente va a verlo cuando visita Londres, envía postales con la estatuilla de Eros y los anuncios luminosos y se hace fotos junto a la fuente. Quizá se trate de una confusión, porque la estatuilla no representa a Eros, la fuente fue durante décadas objeto de burla, los anuncios son el resultado de un pleito y todo el conjunto constituye desde hace un siglo una herida abierta en el corazón de la ciudad. La historia de Piccadilly merece una pausa.

Como casi siempre, hay que remontarse al reinado de Victoria. En 1886 se constató que el pequeño —y bonito, y realmente redondo— círculo de Piccadilly se había convertido, tras la rápida expansión hacia el oeste, en el epicentro de Londres. Había que abrir paso al tráfico, para lo que fueron derribados varios edificios en el lado sur del
circus
y se creó una nueva avenida, lo que hoy es Shaftesbury Avenue, bautizada así en honor del Earl de Shaftesbury, un filántropo Victoriano que había tratado de mejorar las condiciones de vida de las prostitutas y los indigentes del contiguo Haymarket.

Las cosas se complicaron cuando un comité de ciudadanos y el ayuntamiento decidieron ampliar el homenaje a Shaftesbury con un monumento alzado sobre una fuente. Ambas cosas fueron encargadas al escultor Sir Arthur Gilbert. El escultor decidió que la memoria del noble filántropo merecía pasar a la historia con la imagen del Ángel de la Caridad Cristiana y diseñó un querubín desnudo. Según explicó el propio Gilbert, la figura mostraba «al Amor, con los ojos vendados, disparando su proyectil de bondad». Pero, ay, el angelote no apuntaba al cielo, sino a la tierra. Y en su arco no había ya flecha alguna. Al conocerse los primeros bocetos, las malas lenguas —estimuladas al parecer por confidencias del propio escultor— difundieron que la estatua encerraba una broma sobre la impotencia del filántropo, y ya antes de la inauguración el ángel había sido rebautizado como Eros, dios del amor carnal.

Sir Arthur Gilbert se molestó muchísimo. Pero el mayor desastre se produjo en la fuente. El había diseñado un amplio estanque circular destinado a recoger el agua que, disparada hacia el cielo, ocultaría el pedestal del ángel-eros y crearía la sensación de que la figura flotaba sobre una nube líquida. Varios chorritos inferiores permitirían beber a los transeúntes. El comité vecinal y el ayuntamiento consideraron, sin embargo, que tanto estanque constituía un derroche de espacio público y redujeron a menos de la mitad la circunferencia de agua, pese a la oposición de Gilbert y a sus advertencias de que la instalación no funcionaría si se modificaba.

El escultor se negó a asistir a la inauguración, en junio de 1893. Hizo bien. El comité vecinal había constatado ya que con el estanque empequeñecido resultaba imposible acercarse a beber sin quedar empapado, y decidió que en aquella fuente se bebería con vaso. Los vasitos dispuestos a tal efecto fueron robados, todos, el mismo día de la inauguración. Y en los días siguientes se comprobó que era imposible pasar sin mojarse por las inmediaciones de la fuente-monumento. O fuente, o transeúntes: ambas cosas eran incompatibles. En conclusión, se desconectó el chorro de agua.

El público, ignorante de que Gilbert era ajeno a la chapuza, cubrió de insultos al presunto responsable. Gilbert no se atrevía a salir a la calle. Estaba, además, prácticamente arruinado por un error de cálculo: lo que había cobrado por el trabajo no cubría siquiera los costes del bronce utilizado. «El asunto de Piccadilly destrozó mi vida», afirmó Sir Arthur Gilbert poco antes de morir.

Mientras ocurría todo esto, en los edificios de Piccadilly había grandes peleas. La remodelación del
circus
hacía muy visibles desde diversos ángulos las fachadas del lado noroeste, lo cual se conjugó con la difusión de una nueva tecnología —la iluminación eléctrica— y la pujanza de una actividad que empezaba a florecer —la publicidad. Coincidiendo con la inauguración de la fuente sin agua, los vecinos recibieron espléndidas ofertas para instalar anuncios luminosos sobre sus casas. Aceptó la mayoría, ante el disgusto de la minoría, y un gigantesco neón de la firma de bebidas Schweppes se alzó sobre Piccadilly. El ayuntamiento se opuso de inmediato a aquella «exhibición de mal gusto» y ordenó que el anuncio fuera retirado. Pero los publicitarios —respaldados por el dinero y los abogados de Schweppes— desafiaron a la autoridad municipal, que carecía de argumentos legales —y estéticos: bastaba ver lo que habían hecho con el monumento del pobre Gilbert— para obligar a retirar el neón. El ayuntamiento invocó la seguridad de los transeúntes, pero los tribunales dijeron que si el anuncio estaba bien fijado no entrañaba riesgo alguno. En 1910, los anuncios luminosos de los refrescos Schweppes, el concentrado de carne Bovril y la ginebra Gordons se alzaron definitivamente sobre Piccadilly, el angelote sin flecha, la fuente sin agua y el desorden general.

Un detalle: sólo hay anuncios en un lado del
circus.
Porque los edificios del otro lado se alzan sobre terrenos de la Corona, y en los contratos de
leasing
estaba estipulado desde mediados del XIX que ni en las fachadas ni en las azoteas podía colocarse publicidad alguna. Gente previsora, los abogados de la monarquía.

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