Historias de Londres (15 page)

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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

BOOK: Historias de Londres
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JUECES Y FRAUDES

Donde terminan Fleet Street y la City y comienzan el Strand y Westminster, en la frontera marcada por el dragón alado, se alzan las Royal Courts of Justice. La High Court, como se la llama habitualmente, juzga los grandes casos civiles. Allí van a parar, por tanto, los grandes fraudes de la City cuando la pantomima de los supuestos «mecanismos de autorregulación interna» no basta para dar un elegante carpetazo al asunto. La entrada es libre, y merece la pena: por contemplar la inmensa nave central del edificio, por echar un vistazo al museo de togas y pelucas y, sobre todo, por asistir a una de las vistas.

El caso Maxwell se arrastró durante años por las salas de la High Court. Robert Maxwell, el despótico propietario del
Daily Mirror,
había fallecido en 1991 de forma misteriosa al caer de su yate, el Lady Guislaine, en aguas de las islas Canarias, y con su muerte se descubrió un gran pastel. Maxwell había cometido todo tipo de trapacerías y abusos a lo largo de su vida, pero pocos podían sospechar que hubiera metido la manaza en la caja de pensiones de sus empleados.

Hacia el final de su vida, Robert Maxwell, que en realidad no se llamaba así, se hundía rápidamente en la paranoia. Sólo se refería a sí mismo en tercera persona: «Tiene prisa», le decía, por ejemplo, a su chófer, para que pisara a fondo el acelerador del Rolls-Royce. Había instalado en su cuartel general de Holborn una habitación secreta desde la que grababa las conversaciones de sus empleados, incluidos sus propios hijos. Las secretarias con las que de vez en cuando se acostaba debían ponerse un camisón rosa y zapatos rojos y tratarle de sir en todo momento. Era un monstruo que no respetaba a nadie y que sobrevivía a todo: a un cáncer de pulmón en 1955, a una deuda de 200.000 millones de pesetas, a múltiples denuncias periodísticas y querellas judiciales, a un escándalo financiero que en 1971 le hizo perder su escaño laborista en la Cámara de los Comunes… Pesaba 140 kilos y podía trasegar 10 litros de champán diarios, había espiado para Israel y probablemente para la República Democrática Alemana, y había sido un muy condecorado —el propio mariscal Montgomery prendió en su pecho la Medalla al Valor— capitán en el ejército británico. Tres veces capitán, porque utilizó sucesivamente los nombres de Leslie Jones, Leslie du Maurier y finalmente Robert Maxwell. Hablaba, además del inglés aprendido en el ejército, el húngaro, el alemán, el checo, el rumano, el hebreo y su lengua materna, el yidish. Aquel tipo capaz de todas las maldades y todas las proezas era, sin embargo, prácticamente ágrafo. Apenas era capaz de firmar. Había nacido en Slatinske Doly, un villorrio fronterizo de los Cárpatos, en una familia abrumadoramente pobre. Cuando fue inscrito en el registro, tras los nombres Abraham y Lajbi el funcionario escribió Hoch (Alto): era el apodo de su padre, un tipo tan desposeído que no tenía siquiera apellido.

Pese a lo odioso del personaje, me fascinaba la energía interna que le había permitido vivir una vida tan asombrosa y desmesurada.

El caso es que, pese a un montón de sospechas y un puñado de pruebas sólidas y pese a que el tipo era detestado por lo más influyente del
establishment
inglés, los jueces nunca fueron capaces de frenar la carrera de Maxwell-Hoch. Lo cual dice bastante sobre la capacidad de los magistrados de la High Court para enfrentarse al gran delito financiero, aunque su capacidad para dirimir conflictos comerciales sea reconocida en todo el mundo.

Asistí a algunas de las sesiones del caso Maxwell, en el proceso contra dos de sus hijos, y a unas cuantas del caso Guinness, un asunto de detalles extremadamente complejos pero de fondo aparentemente claro: los ejecutivos de la compañía —una gran
holding
, al margen de fabricar la célebre
stout
irlandesa— utilizaban información privilegiada, oculta a otros inversores, para realizar operaciones bursátiles. En ambos casos, era casi enternecedor ver a aquellos pobres carcamales, cuyos conocimientos financieros permanecían anclados en el patrón oro, rascándose atónitos la peluca ante las explicaciones de abogados y técnicos que iban inventando términos especializados conforme hablaban. El tribunal nunca sacó nada en claro. La City venció, como siempre.

Para ver de cerca a los auténticos plutócratas de la City, hay que alejarse unos pasos de ella e ir a comer —no a cenar: a esa hora ya sólo quedan turistas adinerados— a Simpson's. La decoración del restaurante, de formas macizas, pobremente iluminadas, y los destellos de las cubiertas de los platos bastan para evocar las viejas fortunas británicas. Chaqueta y corbata obligatorias, grandes asados, caza mayor, camareros almidonados, caudalosas corrientes de ácido úrico y, en alguna mesa, la bebida de los caballeros que siguen evitando el
claret
(el vino de Burdeos) para acompañar las colaciones: whisky con agua, mitad y mitad. Personalmente, opto por un local semisubterráneo casi contiguo a Simpson's, decorado por un esquizofrénico o un estadounidense —acaso ambas cosas— y con un público perfectamente vulgar. Se llama Smollensky's y sirve las mejores hamburguesas a este lado del Atlántico.

EL CRIMEN Y LAS BELLAS ARTES

El detective más brillante y el asesino más atroz de todos los tiempos coincidieron en Londres en 1888. El detective se llamaba Sherlock Holmes y de él lo sabemos casi todo: era un personaje de ficción. Al asesino se le llama Jack the Ripper, Jack el Destripador, aunque ese apodo fue quizá ideado por un periodista, y de él sabemos que existió y poco más. El detective y el asesino parecen fundirse en una misma irrealidad en la niebla de las noches victorianas.

El doctor Arthur Conan Doyle, creador del infalible detective Holmes, era un aficionado al crimen. Por decirlo de otra forma, era un
armchair detective
, un detective de salón. Nació en Edimburgo en 1859 y en 1874 visitó por primera vez a sus tíos londinenses, los Doyle de Finborough Road. De esa estancia en Londres, con apenas 15 años, guardó un recuerdo imborrable de la Cámara de los Horrores de Madame Tussaud, en la que se exhibían, además de figuras de cera, objetos como una hoja de la guillotina de la Revolución Francesa o el cuchillo con el que James Greenacre descuartizó el cuerpo de Hannah Brown en la Nochebuena de 1836. El museo de Madame Tussaud estaba ubicado entonces en Baker Street, y esa fue la calle que Conan Doyle eligió doce años después para situar el domicilio de su
consultant detective,
el hombre que resolvía los casos en los que Scotland Yard había encallado. En la hoja de papel donde el médico-escritor-criminólogo bosquejó la idea y los personajes para
Un estudio en escarlata,
misterio inaugural de la serie, el detective se llamaba Sherinford Holmes y compartía habitaciones con el doctor Ormond Sacker, pero la dirección era ya el 221 B de Baker Street.

Conan Doyle sentía una pasión morbosa por el crimen. Ese es un
hobby
muy inglés: no hay librería que no disponga de un estante dedicado al True Crime, el género dedicado a bucear en lo más escabroso de la actualidad criminal. Un servidor de ustedes se envició profundamente, por supuesto, con ese subgénero literario, que tiene en Thomas de Quincey y en su inmortal colección de ensayos
Del asesinato como una de las bellas artes
(1827 y 1829, con un
post scriptum
de 1854) su más brillante antecedente y su más sólida excusa estética. El mismísimo De Quincey se vio obligado a disfrazar, con su talento para el humor, la finalidad última de la obra. Algunos de los pasajes de su incursión en el True Crime son muy celebrados:

Si uno empieza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo ya no sabe dónde podrá detenerse. La ruina de muchos comenzó con un pequeño asesinato al que no dieron importancia en su momento.

El texto, que arranca con una comicidad hilarante, se adentra poco a poco en la teorización estética del crimen («la finalidad última del asesinato considerado como una de las bellas artes es precisamente la misma que Aristóteles asigna a la tragedia, o sea, purificar el corazón mediante la compasión y el terror») y llega al fin allí donde De Quincey quiere llegar: la descripción brutal, gozosa y descarada, sin el menor atisbo de ironía, de los crímenes de Williams y los hermanos M'Kean, muy célebres en Inglaterra en la segunda década del XIX.

Dejémonos pues de rodeos y vayamos al grano: Londres es la capital mundial del crimen «como una de las bellas artes», tanto en su versión más timorata y victoriana, la que enfoca el asunto desde el punto de vista de la ley, el orden y la detección del culpable (el propio Arthur Conan Doyle, Agatha Christie, etcétera), como en la versión más
gore
y sangrienta. En esta segunda categoría, ningún autor es capaz de rivalizar con la realidad. Apelo a la introducción a
Del asesinato como una de las bellas artes
, escrita por el traductor de la obra al español, Luis Loayza, para reflejar el punto de vista de De Quincey y suscribirlo sin reservas:

El lector puede creer que en
Del asesinato…
encontrará esos pulcros crímenes de las viejas novelas policíacas en que se escamotea el dolor y la angustia de la muerte para convertirla en cifra de un tranquilo problema intelectual. Nada de eso. A De Quincey no le interesa el asesinato por su abstracción sino por su tremenda materialidad; censura expresamente el envenenamiento —novedad lamentable traída sin duda de Italia— y elige como modelo del género las violencias de Williams, que fulminaba a sus víctimas de un mazazo antes de degollarlas.

Como prueba del vigor criminal de Londres aporto un dato: ninguna otra ciudad del mundo, hasta donde yo sé, ha tenido en este siglo que demoler dos casas para evitar que se convirtieran en lugares de peregrinaje de los amantes del género.

La primera de las
casas malditas
era el número 10 de Rillington Place, un modesto bloque de apartamentos en cuya planta baja vivió John Reginald Christie, un psicópata sexual que estranguló al menos a seis mujeres y a una niña. Lo macabro del caso —un inocente fue ahorcado previamente por uno de los crímenes de Christie, que guardaba los cadáveres en armarios y bajo las tablas del suelo— hizo célebres tanto al asesino como al inmueble. Cuando Christie fue ejecutado, en 1953, Rillington Place empezó a sufrir diarias aglomeraciones de curiosos, y las autoridades locales, a petición de los vecinos, ordenaron la demolición del número 10.

La segunda casa era el 195 de Melrose Avenue. Allí había residido Dennis Nilsen, un antiguo cocinero militar, funcionario de historial intachable, afiliado al Partido Laborista y de gran actividad sindical, con numerosos antecedentes familiares de locura y obsesionado con la muerte, al que un fracaso amoroso —su compañero de piso y amante le dejó en 1975— sumió en una pavorosa soledad y en un delirio psicótico. Nilsen se acostumbró a trabar conocimiento con jóvenes vagabundos, invitarlos a su casa y estrangularlos. El horror del caso radica en que Nilsen les mataba
para que no se fueran.
Aunque siempre acababa descuartizando los cadáveres y enterrándolos bajo la cocina o en el patio (ninguna relación, ay, es eterna), los guardaba completos durante mucho tiempo, sentados frente al televisor o tumbados en la cama, charlaba con ellos, los dibujaba y les escribía pequeños poemas: «Tranquila, pálida carne en una cama, real y hermosa, y muerta». Eran su única compañía. Dennis Nilsen asesinó a unos 15 jóvenes, 12 de los cuales en Melrose Avenue. Cuando la policía concluyó la tarea de recuperar los restos, el edificio estaba tan agujereado y había adquirido una fama tan lúgubre que se optó por la demolición. Por el contrario, el último domicilio de Nilsen, en el 23 de Cranley Gardens, donde ocurrieron al menos tres de los crímenes, sobrevive en el olvido: concitó una gran curiosidad durante unos meses, pero en 1984 se puso en venta y fue adjudicado por muy poco dinero.

Dennis Nilsen permanece en prisión, condenado de por vida con la tradicional fórmula inglesa:
At her Majesty's pleasure.
En el caso de Nilsen, a Su Majestad le placerá, según consta en la sentencia, que el recluso siga encerrado hasta el fin de sus días. El libro
Killing for company,
del criminólogo Brian Masters, ofrece una desasosegante visión de la mente dislocada de Nilsen y resulta muy recomendable para los interesados en asomarse a los límites del ser humano.

Más recientemente, y fuera de Londres, en el 25 de Cromwell Street, Gloucester, también ha sido demolida la
casa de los horrores
de Fred y Rose West. Una de las víctimas de la pareja se llamaba Lucy Partington. Era prima hermana del escritor Martin Amis, dos años menor que él, y de niños jugaban juntos. Desapareció sin dejar rastro el 27 de diciembre de 1973. Veintiún años después, en 1994, se supo que mientras esperaba un autobús había sido raptada por Fred y Rose y trasladada a la casa de Gloucester. Fue violada y torturada durante más de una semana y murió en pleno suplicio. Sus restos descuartizados permanecieron más de veinte años ocultos en el sótano de los West.

En 1996 hablé con Amis sobre lo sucedido con su prima. Amis había jugado literariamente con la muerte en su novela
Campos de Londres
—una de sus protagonistas, Nicola Six, protagonizaba un largo, cruel y alambicado suicidio— e incluso había tratado de enfrentarse al horror de los campos de exterminio del nazismo en
La flecha del tiempo.
Pero averiguar lo que había sucedido con Lucy, tras 20 años de incertidumbre, coincidiendo con la muerte de su padre, Kingsley Amis, y con su propio acceso a la cuarentena, abrió ante sí una nueva perspectiva de la muerte y el asesinato. El primer resultado fue
La información
, una novela dedicada a la memoria de Lucy que arranca así: «Siento que de noche las ciudades contienen hombres que lloran en sueños y dicen Nada. No es nada. Sólo sueños tristes». Son hombres que reciben
la información:
la consciencia adulta de que morirán. Cuando hablamos, Amis trabajaba en el argumento de una novela policíaca en la que deseaba volcar sus sentimientos sobre la tortura y asesinato de su prima. Quería evitar a cualquier precio, me dijo, el embellecimiento del crimen. Quería mostrar la muerte como lo que es: una porquería.

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