El sistema político británico es altamente imperfecto. Por vivos que sean los debates parlamentarios, su incidencia sobre la realidad es poca. El sistema electoral mayoritario, el llamado
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(gana en cada circunscripción el que obtiene más votos y los demás se quedan sin nada), favorece la constitución de mayorías absolutas y de gobiernos fuertes. Aunque los diputados disfrutan teóricamente de libertad de voto, los jefes de los grupos parlamentarios —significativamente llamados
whips
, látigos— se encargan de velar por la disciplina y cuentan con la definitiva amenaza de expulsar a los díscolos: eso significa que nunca serán reelegidos, porque salvo excepciones históricas un candidato no avalado por uno de los grandes partidos carece de posibilidades. Para casos extremos, los
whips
, que acumulan información privada sobre sus pupilos —negocios turbios, aventuras sentimentales, etcétera—, no dudan en recurrir al chantaje.
El poder casi absoluto del gobierno se complementa con la falta de una Constitución escrita, la inexistencia de algún tribunal u organismo dedicado a controlar los excesos gubernamentales y la mezcla de los tres poderes clásicos —ejecutivo, legislativo y judicial— en el Parlamento. El primer ministro, en resumen, puede hacer lo que le venga en gana. Sólo debe velar para que sus diputados no se rebelen y le sustituyan. Mientras les tenga contentos, carecerá de límites. El sistema británico suele calificarse de dictadura electa.
Si una palabra caracteriza el actual sistema británico, esa es la palabra
quango.
Se trata de las siglas de Quasi Autonomous Non Governmental Organization (organización no gubernamental casi autónoma), aunque el nombre real de esos organismos sea el de Non Departmental Public Body (órgano público no departamental). Un
quango
es una comisión nombrada por un ministro, con todos los poderes que quiera cederle el ministro, y responsable de sus acciones solamente ante el susodicho ministro. Hay
quangos
para velar por la pureza del agua, por el contenido de los programas televisivos, por la honradez de los procedimientos de privatización, por la equidad en la financiación de las escuelas y para casi cualquier cosa. A principios de 1997 existían exactamente 5.681
quangos
con poderes ejecutivos en el Reino Unido, y la cifra tiende a aumentar. Cada uno de los miembros de un
quango
(los hay de 10, 20, 30, 50 o más consejeros, más los empleados) cuenta, por supuesto, con un sueldo y unas cuantas prebendas, lo cual garantiza la fidelidad al ministro que le nombra y que puede destituirle.
Con todos estos defectos, el Reino Unido es el único país europeo —Suiza al margen— que no ha padecido un solo segundo de tiranía en el siglo
XX
. Tiene la ventaja de ser una isla y gozar de una cierta protección frente a invasiones indeseables, cierto. Las claves, sin embargo, deben buscarse en un conjunto de factores: en la flexible excentricidad del sistema político; en la competencia y honestidad de sus funcionarios, los
civil servants
caricaturizados en la serie de televisión
Sí, ministro
; y, sobre todo, en la idiosincrasia de los británicos. No son siquiera ciudadanos, son súbditos, pero valoran extremadamente su libertad individual. No creen en las grandes ideas ni en los derechos colectivos, carecen de proyectos globales, son reaccionarios, egoístas, mezquinos. Pero, señores, incluso el
hooligan
que vomita en una calle de Benidorm posee un instinto civil específico, una especie de herencia genética que le hace desconfiar del Estado, del poder, de todo cuanto se sitúe más allá de su por lo general limitado discernimiento. Salvo el puñado de imbéciles que existe en todas partes, incluso los británicos que simpatizan con el fascismo y con las dictaduras —en la filas conservadoras no escasea la admiración por personajes como Augusto Pinochet— las aplauden porque todo eso ocurre en el extranjero,
abroad, overseas,
allí donde convienen esas cosas. Ni siquiera una idea tan poderosa como el marxismo llegó a calar en la izquierda británica, organizada en torno al sindicalismo y el cristianismo.
Políticamente manso, brutal e infatigable cuando se le envía a la guerra, el británico es la pieza maestra de la democracia (limitada) más antigua del planeta. Que ningún militar le prometa poner orden en el país, que ningún revolucionario le prometa justicia: él reclama que le bajen los impuestos y que le dejen tranquilo. Si alguien llama a la puerta a las seis de la mañana, será el lechero o el destripador, pero no unos tipos dispuestos a construir un mundo mejor a base de fusilamientos.
El diputado Milligan había sido periodista y había trabajado en casas tan prestigiosas como
The Economist
o la BBC. Por lo que hablamos durante aquel almuerzo de pollo y durante el recorrido por las dependencias del Parlamento, me pareció que Milligan estaba en el ala menos reaccionaria de su partido, que tenía muchísima ambición y que era razonablemente honesto.
—El sistema británico obliga a trabajarse el escaño y, además, es saludablemente cruel con quienes lo pierden —comentó. Aquí, si no eres diputado, no eres nada.
Recordé las palabras de Milligan años después, en Barcelona. La Generalitat de Cataluña entregaba con gran solemnidad un premio a Jacques Delors, ex presidente de la Comisión Europea y bestia negra de los
toríes
llamados euroescépticos (la denominación apropiada sería antieuropeos), y yo ocupaba uno de los recónditos puestos laterales reservados a la prensa. Alguien se sentó a mi lado, y resultó ser Michael Portillo, ex ministro de Defensa, euroescéptico feroz, quizá futuro líder de los
toríes.
Un hombre que procuraba incluir en todos sus discursos, fuera cual fuera el auditorio, tres estribillos: había que reimplantar la pena de muerte, había que privatizar hasta el aire y había que acabar con Jacques Delors.
—Oiga, ¿no es usted Michael Portillo? —pregunté.
—Me temo que sí —respondió en voz baja.
—¿Y qué hace aquí?
—¿Usted cree que me reconocerán?
Miré a mi alrededor. Nadie parecía especialmente alerta en la penumbra del gran salón gótico. Un violoncelista contribuía con su música al letargo ambiental.
—No, no creo que le reconozcan —aventuré, arriesgándome a herir su amor propio.
Portillo se hundió un poco más en su silla.
—Perdí el escaño en las últimas elecciones y ahora preparo un documental sobre el Partido Conservador para la BBC. Una de las cuestiones que había que abordar era la europea, y hacía falta el testimonio de Jacques Delors. Le llamé por teléfono y me dijo que no tenía tiempo para nosotros, pero que si me acreditaba como periodista en este acto de Barcelona y tenía al cámara a punto, tal vez se dignaría concederme un minuto al terminar la ceremonia.
Delors se cobró venganza. Efectivamente, la política británica es tajante: o cuentas con votos y eres diputado, o no eres nada. Milligan tenía razón.
No volví a ver a Stephen Milligan. En febrero de 1994 le hallaron muerto en la cocina de su casa. Vestía liguero y medias, se cubría la cabeza con una bolsa de plástico, un cable telefónico le ceñía el cuello y una naranja le llenaba la boca. Falleció, probablemente, durante un alambicado ejercicio masturbatorio. Me apenó escribir una crónica sobre aquello. Pensé en sus bocadillos nocturnos y me pareció que, en efecto, debía sentirse muy solo.
No tendría más de 30 años, era un empleado de banca no especialmente brillante, trabajador y ordenado, sin duda, y acababa de cobrar una prima de 200.000 libras esterlinas (unos 50 millones de pesetas). Vestía el uniforme reglamentario —el
pin-striped suit
, el traje a rayas— y lucía una invisible medalla en el pecho: el cheque era un dineral con el que podría comprar una casita en Metroland, la inmensa región residencial que rodeaba Londres y extendía sus tentáculos ferroviarios hacia Essex, Kent, Surrey y Buckinghamshire, o un
cottage
en Gales, pero constituía también una condecoración que reconocía su valor y pericia en el combate diario contra americanos, japoneses y alemanes.
Yo asistía al copetín navideño del banco Barclays, un acto que congregaba a buena parte de la juvenil infantería de la City, y me entretenía escuchando los acentos. Abundaban las vocales espesas de Essex y, en general, la dicción sincopada del sureste inglés. Apenas se escuchaba el
received accent
de Oxford y Cambridge, característico de la alta oficialidad, nacida ya con el fajín de Estado Mayor, las insignias y el asistente. Los presentes en aquella celebración eran soldados con camisa de seda y bolsos de Vuitton, chicos y chicas que podían ganar pequeñas fortunas o quedarse en paro por un golpe de azar o por un movimiento del dedo índice de un gran patrón. Eran las fuerzas de choque de la Milla Cuadrada, descendientes directos de quienes durante siglos, en nombre de sus señores y de la corona, condujeron pelotones uniformados y cargamentos de manufacturas hacia las remotas fronteras del Imperio.
La sólida clase media inglesa, dócil, sensata y conservadora, es un producto imperial. Un patán que combatiera durante años contra los afganos, los zulúes o las tribus sudanesas, y saliera con vida para contarlo, podía regresar al país con unos galones, una pequeña renta y un cierto prestigio social. Lo mismo ocurría con los desheredados que buscaban fortuna como escribientes o administrativos en polvorientos poblados africanos, o en populosas ciudades asiáticas, o en la gigantesca penitenciaría australiana. El proletariado nativo o inmigrante que permanecía en la metrópoli y moría lentamente en fábricas, puertos y minas, no recibía en cambio casi nada del maná ultramarino.
Desaparecido el imperio, algo queda todavía. Como tras una amputación, la City, cerebro de un sistema nervioso que envolvió el planeta con sus terminales, siente aún sus miembros desgajados, percibe en su interior la facultad de mover las piernas y brazos que ya no están. La City londinense es hoy la abstracción del imperio extinto, el territorio en que la aristocracia conduce ejércitos a la victoria o al exterminio, la guerra diaria en que los jóvenes pueden abrirse camino gracias a una heroica acción en el campo de batalla enemigo —el mercado de bonos japoneses sustituye a la ciudadela de Jartum—, la metrópoli virtual donde se cierran miles de millones de transacciones y donde una ingente clase administrativa puede aún enriquecerse, o cuando menos medrar.
«No hay lugar en la ciudad que me guste tanto frecuentar como el Royal Exchange [la Bolsa]. Me proporciona una secreta satisfacción, y hasta cierto punto gratifica mi vanidad de inglés, ver una asamblea tan rica de gente del país y de extranjeros en común consulta sobre el negocio privado de la humanidad, y haciendo de esta metrópoli una suerte de
emporium
para todo el planeta». El párrafo es de Joseph Addison y fue publicado en
The Spectator
en mayo de 1711. Hoy es tan válido como entonces.
Acaso por un abuso de champán, aquella noche, en el Barclays, creí ver una fantasmagórica tropa uniformada que defendía, vaso en mano, la última trinchera del imperio.
Ese año, 1992, no había sido como otros años. A juzgar por los acontecimientos, la City debía estar reclamando ayuda humanitaria internacional: en mayo había suspendido pagos la canadiense Olympia & York, promotora del gigantesco complejo urbanístico de Canary Wharf; en junio estalló la crisis de Lloyd's, la mayor aseguradora del mundo; en septiembre se hundió la libra y el Banco de Inglaterra quedó humillado y casi sin reservas. Mientras tanto, la monarquía atravesaba su peor crisis desde la abdicación de Eduardo VIII en 1936 y el IRA colapsaba las comunicaciones con bombas en las vías del tren y el metro y dejaba vacíos los comercios con artefactos incendiarios. La City era una ciudadela amurallada, la policía registraba uno a uno los automóviles en busca de explosivos norirlandeses y en los rincones se amontonaban aún los cascotes del último atentado.
El Reino Unido boqueaba en plena recesión, miles de familias perdían su casa porque no podían pagar la hipoteca y una legión de mendigos tiritaba por las calles.
Sin embargo, ahí estábamos, vaciando cajas de champán. Y ese treintañero, al que yo llamaba de vez en cuando para que me dictara unas cuantas obviedades con las que trufar una crónica sobre la actualidad financiera, tenía en el bolsillo su condecoración, un cheque por valor de 200.000 libras.
—Las bonificaciones navideñas no están relacionadas con la economía real. Este año, por ejemplo, no ha sido malo para los cambistas: apostaron contra la libra, y ganaron —me explicó alguien.
—¿No hay años malos en la City?
—Si preguntas por un año realmente malo, llevas doce meses andando sobre él —ironizó mi interlocutora, y me señaló a dos o tres personas que acababan de perder su empleo.
Hacia la Navidad siguiente, esa misma persona me telefoneó para despedirse porque dejaba el país. Estaba embarazada, sin empleo y muy deprimida.
En la Europa continental se tiende a pensar que las finanzas son algo plenamente integrado en el conjunto de la actividad económica, más o menos controlable y finalmente positivo para la sociedad. Pese a las tensiones de la mundialización —el Prometeo del capitalismo por fin desencadenado— y la evidencia de que los ricos lo son cada vez más, sobrevive en el continente una cierta fe en el circuito virtuoso: el dinero se invierte y crea una riqueza que revierte a su vez sobre la ciudadanía por la doble vía de los salarios y la redistribución fiscal.