Historias de Londres (16 page)

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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

BOOK: Historias de Londres
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El resultado fue, sin embargo,
Tren nocturno.
La narración de un suicidio artístico que lanzaba, en cierto modo, un escupitajo sobre la vida. Le salieron 174 páginas de entre cuya sordidez emergía una muerte violenta aparentemente espontánea pero en realidad muy trabajada, muy estudiada, llena de significado. Como cualquiera de las bellas artes.

UN PASEO POR LOS TIEMPOS DE JACK

Ningún criminal ha alcanzado jamás la notoriedad de Jack the Ripper. Su impacto en el Londres Victoriano fue tan brutal, y su anónima sombra ha proyectado un mito tan perdurable y a la vez tan borroso, que puede parecer un personaje de ficción. Frente al perfil bien definido y familiar de Sherlock Holmes, las sustancias del detective y del criminal parecen intercambiarse: el detective asume la carnalidad humana y el criminal se transforma en una sombra fugaz encerrada en un viejo relato de horror.

Hay que situarse mentalmente en el Londres de la época para comprender la realidad del Destripador y su condición de fenómeno de la cultura popular. Hay que adentrarse por las callejas de Whitechapel, una de las parroquias más sórdidas del estremecedor East End de finales del siglo
XIX
; hay que trasladarse al cuchitril del Soho donde Karl Marx escribía en ese mismo momento el
Manifiesto comunista
; hay que comprender el miedo cerval del Londres acomodado a las masas miserables, explotadas o simplemente olvidadas, que soñaban con una revolución.

El East End repelía y fascinaba a los Victorianos. En las lindes mismas de la City la ciudad se hundía en un infierno de pobreza, de contaminación, de promiscuidad, de alcohol y de sexo barato; todos los fantasmas del Londres puritano e hipócrita de Victoria se comprimían en el extremo oriental de la urbe, alrededor del puerto, los mataderos y las factorías de los curtidores. Según un estudio realizado en 1883 por el London School Board entre 1.129 niños del East End, 871 de ellos vivían en una sola habitación con toda su familia, y el grupo familiar medio era de siete personas. Había, en el mejor de los casos, un grifo de agua corriente y un retrete por cada inmueble. Casi un millón de personas se hacinaba en el barrio, de las que unas cien mil vivían más allá del umbral de la miseria y luchaban cotidianamente por conseguir algo de comida, según los cálculos del naviero y sociólogo Charles Booth, autor de la ingente obra en 17 volúmenes titulada
Vida y trabajo de las gentes de Londres
(1889-1902). Esas cien mil personas en la miseria, muchas de ellas mujeres y niños, que dormían en los portales, bajo las escaleras o en el calor fétido de los albañales, vivían «la vida de salvajes, con vicisitudes de extrema dureza» y «su único lujo era la bebida», según el mismo Booth.

El desempleo era endémico en el East End. La incesante llegada de inmigrantes judíos que huían de los pogromos europeos, de rusos que escapaban de la represión zarista y, en general, de legiones famélicas de cualquier procedencia en busca de unas migas de la riqueza imperial, reducía regularmente el empleo disponible, los salarios y las condiciones de vida.

El policía y escritor Donald Rumbelow subraya en su
The Complete Jack the Ripper
, uno de los trabajos más solventes acerca de los crímenes de Whitechapel pese a su relativa antigüedad (1975), la alienación del East End:

Es un lugar tan desconocido ahora para nosotros como lo era para el Victoriano medio. […] El East End era un Londres proscrito. Existía el sentimiento de que estaba topográficamente separado del resto de la metrópoli tanto en lo espiritual como en lo económico. Su gente resultaba tan extraña como los pigmeos africanos y los indígenas de Polinesia, con quienes eran frecuentemente comparados por periodistas y sociólogos que trataban de atraer la atención sobre sus problemas.

El invierno de 1885-86 fue gélido, y el frío rompió los diques imaginarios entre Londres y el East End. Una gran masa de estibadores en paro se concentró ese invierno en Trafalgar Square y hubo graves disturbios y saqueos en Pall Mall, Mayfair, Piccadilly y Oxford Street, a los que la policía respondió con una violencia que el propio ministro del Interior consideró excesiva. El comisionado de la Policía Metropolitana fue obligado a dimitir. Al año siguiente, otra manifestación en Trafalgar Square fue disuelta por una fuerza compuesta por 4.000 agentes de policía, 300 policías a caballo, 300 granaderos y 300
life
guards:
fue el Bloody Sunday del 13 de noviembre de 1887, de resultas del cual más de 150 manifestantes resultaron heridos y más de 300 fueron arrestados y condenados a penas de entre uno y seis meses de trabajos forzados.

Y en verano de 1888 llegaron los crímenes. Así fueron saludados por el dramaturgo George Bernard Shaw, militante de la izquierda más radical de la época, la socialdemocracia fabiana:

Menos de un año atrás, la prensa del West End clamaba literalmente por la sangre del pueblo, acosando a Sir Charles Warren [el comisionado de la policía metropolitana] para que arrasara a la chusma que osaba quejarse de hambre… comportándose, en breve, como siempre se comporta la aterrorizada clase propietaria cuando los trabajadores se aventuran a mostrar los dientes. Mientras nosotros, los socialdemócratas convencionales, perdíamos el tiempo en educación, agitación y organización, un genio independiente decidió hacerse cargo personalmente del asunto.

El
genio independiente
sería conocido, muy poco tiempo después, por el apodo de Jack the Ripper.

Soy aficionado a las aventuras de Sherlock Holmes y creo que, junto a los relatos de Jack London y los álbumes de Tintín, constituyen la mejor lectura para los estados gripales y en general para cualquier convalecencia prolongada y espesa. Los rasgos de inteligencia, frustración, misoginia y adicción a las drogas combinados en Holmes demuestran que su creador, Arthur Conan Doyle, sabía algo de la condición humana. Lamento añadir que Conan Doyle poseía, pese a su profesión de médico y su afición por el crimen, una vasta ignorancia en lo tocante a la psicología del asesino moderno, el lobo urbano que mata para satisfacer una pulsión. Para él, igual que para el resto de sus conciudadanos, el crimen debía tener sentido, explicación, lógica; es más, incluso la actividad magmática de los
bajos fondos
—el East End— debía estar encuadrada dentro de una organización dirigida por un cerebro supremo, un genio del mal como el profesor Moriarty. En un principio, pensó como otros londinenses —véase el sarcástico texto de George Bernard Shaw citado más arriba— que los crímenes de Whitechapel tenían una intención, o al menos una repercusión, de tipo revolucionario.

Como autor novel de cierto éxito y como
padre
de un detective de sagacidad suprema, el doctor escocés opinó muchas veces sobre los asesinatos de Whitechapel. En 1902, en su calidad de vicepresidente del Crime Club, participó en una visita guiada por la policía a los escenarios de cada muerte y tuvo acceso a la documentación de Scotland Yard. Lo mejor que se le ocurrió acerca del caso fue la hipótesis de que el culpable vestía ropas de mujer para acercarse a las víctimas sin despertar sus sospechas. En 1888, en pleno
otoño del terror,
había opinado que el asesino tenía amplios conocimientos de anatomía —otra creencia muy extendida en la época y respaldada por algunos forenses, aunque rechazada de plano por otros. Luego sugirió a la policía que sus agentes se disfrazaran de prostitutas y actuaran como cebos para atraer al Destripador y detenerle. Agentes con falda y peluca en busca de un malvado travestido: Conan Doyle, al parecer, imaginaba la persecución como un gran baile de
drag queens.

En 1894, Conan Doyle puso por escrito lo que habría hecho Sherlock Holmes para resolver el caso. Consideró que al menos una de las cartas presuntamente remitidas por el asesino, la primera firmada Jack the Ripper, era auténtica, y dedujo que su autor era americano (porque utilizaba el americanismo
boss)
y que su caligrafía era la de alguien habituado a la pluma.

El plan de Holmes habría consistido en reproducir la carta en facsímil y añadir a la plancha una breve indicación sobre las peculiaridades de la caligrafía. Los facsímiles deberían haber sido publicados en los principales periódicos de Gran Bretaña y América, con la oferta de una recompensa a cualquiera que pudiera presentar una carta u otra muestra con la misma letra. Esa iniciativa habría alistado a millones de personas como detectives en el caso.

(En realidad, Scotland Yard había utilizado ya la idea del facsímil y había empapelado con ellos las paredes de medio Londres.) Más tarde, cuando su hijo murió y se aficionó al espiritismo, el creador de Sherlock Holmes se declaró convencido de que un médium podía identificar al asesino. Todos sus talentos para la detección quedaron en eso.

¿Qué se sabe de Jack? Nada. Sólo es posible la especulación. Ni siquiera se conoce el número exacto de crímenes, que pudieron ser cuatro, cinco o seis.

Las víctimas llamadas
escolásticas
—así es como se las califica en el argot de la
ripperología
, por ser las mayoritariamente aceptadas— suman cinco: Mary Ann Nichols, Annie Chapman, Elizabeth Stride, Catharine Eddowes y Mary Jane Kelly. Otra anterior, Martha Tabram, no es descartable. Y Elizabeth Stride no es del todo segura: su muerte pudo ser consecuencia de una riña conyugal.

Ellas, muertas por azar, desafortunadas que toparon con el peor tipo en el peor momento y en el peor lugar, constituyen lo único seguro, lo único estudiable. Quien siga
Ripperologist
y
Ripperana,
las dos revistas londinenses dedicadas casi exclusivamente a la publicación de investigaciones y nuevas teorías sobre los crímenes de Whitechapel, comprobará hasta qué punto la vida de las víctimas ha sido rastreada hasta el último detalle. Quisiera subrayar algo: quizá porque son lo único humano en una cadena de crímenes cuyo autor permanece oculto, los
ripperólogos
suelen desarrollar un indisimulado afecto por esas mujeres. Yo he asistido, en una conferencia sobre el asunto, a la expulsión del conferenciante —no de un miembro del público, ojo, sino del invitado a la tribuna de oradores— por haberse permitido llamar
bitch
—literalmente
perra
, en sentido figurado
puta
— a una de ellas. Todas ellas habían recurrido en algún momento a la prostitución, todas —salvo Kelly— carecían de domicilio y llevaban puesta toda la ropa que poseían, todas formaban parte del microcosmos desgraciado y hermético del East End.

La prensa y el público enloquecieron con el caso. Se publicaba de todo, desde lo morboso a lo sensacionalista y lo puramente insensato, pero empezaron a aparecer también reportajes sobre la insostenible realidad social del East End. A partir de entonces, Londres no pudo seguir ignorando la miseria de su flanco oriental.

Nunca nadie fue formalmente acusado de los asesinatos. La policía y la sociedad victoriana, Conan Doyle incluido, eran incapaces de comprender la naturaleza sexual y profundamente
moderna
de aquellos hechos. Londres estaba habituado a los crímenes domésticos, pasionales o con fines puramente económicos, pero no a la alienación, la frustración sexual y la rabia de un asesino en serie. En 1959 fue descubierto un texto de Sir Melville MacNaghten, jefe de la policía entre 1889 y 1890, en el que eran nombradas tres personas consideradas sospechosas por Scotland Yard: Montague John Druitt, un joven abogado que se mató arrojándose al Támesis poco después del último crimen; Aaron Kosminski, un judío polaco; y Michael Ostrog, un inmigrante ruso dedicado a la estafa y de carácter muy violento. Los tres son poco verosímiles, igual que otros sospechosos apuntados por gente cercana al caso en sus memorias. El inspector más directamente implicado en la investigación, Frederick Abberline, reconoció que Scotland Yard anduvo siempre a ciegas y que no llegó a tener ninguna pista fiable. Por supuesto, no merecen consideración siquiera las peregrinas teorías que atribuyen la culpabilidad a un miembro de la familia real, a una conspiración de masones, a una operación zarista para desestabilizar el imperio británico, a un médico que descargaba su ira sobre las prostitutas porque su hijo había muerto de sífilis (una teoría muy en boga poco después del
otoño del terror
), a una comadrona enloquecida, a un conocido acuarelista o, la última, a Lewis Carroll, el autor de
Alicia en el País de las Maravillas.

En los últimos diez años han aparecido más de 50 libros y unos 600 artículos con «nuevos datos» sobre el Destripador, y cada autor ha propuesto su sospechoso. La teoría más elaborada atribuye las muertes a un comerciante de Liverpool, James Maybrick, que habría confesado su culpa en un diario recientemente hallado y publicado. Aunque la aportación es interesante —yo me lo he pasado muy bien con ella—, hay elementos como la falta de páginas en el diario original y la descripción altamente «periodística» de los sucesos que hacen pensar en una falsificación de buena calidad, o acaso en el texto escrito por un hombre, Maybrick, tan interesado en el asunto que quiso erigirse en secreto protagonista. En los papeles personales de Arthur Conan Doyle se cita, curiosamente, la correspondencia que mantuvo con un comerciante de Liverpool que «arde por saber quién es Jack the Ripper».

Los conocimientos actuales del FBI sobre los asesinos en serie fueron utilizados en 1981 por un grupo de especialistas que trazó, como hipótesis, un perfil del Destripador. Ese perfil, cuyos rasgos no deben ser muy distintos a los del auténtico culpable, indican que Jack no fue el monstruo con chistera, capa y maletín de los grabados de la época. Era probablemente un hombre de raza blanca, de entre 28 y 36 años, que vivía o trabajaba en Whitechapel; solitario, tímido, de apariencia inofensiva y cliente de los pubs locales, con un empleo muy modesto u ocasional; seguramente fue interrogado y descartado como sospechoso por no mostrar el aspecto feroz que esperaban los detectives; no se suicidó tras el horror de Miller's Court, como tendía a creer la policía; estaba mentalmente enfermo y convencido de que sus crímenes tenían una plena justificación.

¿Por qué cesaron los crímenes? ¿Murió el asesino? ¿Abandonó Inglaterra? ¿Fue encarcelado por otros delitos? Sólo se puede especular sobre eso. Nadie sabe nada.

Yo, como muchos otros pazguatos, he recorrido varias veces el escenario de los crímenes, aunque las calles y los edificios han cambiado mucho y sólo perduran algunos rincones de la época. Mi oficina estaba en la City, junto al East End, y algunas noches, antes de volver a casa, me daba un paseo por la zona. Algunos tramos, de noche y con cierto esfuerzo de imaginación, pueden resultar evocadores; si no, siempre se encuentran tiendas y lugares curiosos en ese barrio multirracial y desordenado.

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