Una de las muertes, la de Mary Ann Nichols, ocurrió justo detrás de la actual estación de metro de Whitechapel, en lo que ahora se llama Durward Street. Enfrente de la estación, como un decorado gótico, se alza la mole del London Hospital, donde se guarda el esqueleto de John Merrick, el
hombre elefante.
Se hacen visitas guiadas para turistas por el
circuito
del Destripador, y al menos una vez al año, la noche del 29 de septiembre, aniversario del supuesto doble crimen, se puede contemplar la peregrinación de grupitos de
ripperólogos
por la zona.
El Cloak and Dagger Club, que agrupa a algunos de los más reputados
ripperólogos,
celebra sus reuniones en un pub de Commercial Street, The City Darts, llamado Princess Alice en 1888. El pub más relacionado con el caso es The Ten Bells, algo más arriba, en la misma Commercial Street; según los diarios de la época, Annie Chapman y Mary Jane Kelly bebieron en el Ten Bells la noche de su muerte, y el local ha cambiado muy poco desde entonces; el pub hace un alarde muy poco elegante de su historial y vende
souvenirs.
Durante unas vacaciones de Navidad acompañé a mis padres y hermanas por el Ripper Circuit y rematé el paseo en el Ten Bells, donde dos señoritas practicaban un rutinario
striptease
ante cuatro o cinco parroquianos de aspecto desapacible. Prefiero no imaginar qué pensó mi madre de todo aquello. La relación familiar, sin embargo, se ha mantenido en excelentes términos después de aquella expedición.
Otro pub con recuerdos del caso es The White Hart, junto a la estación de East Aldgate. En el sótano tenía una barbería Severin Klosowski, alias George Chapman, uno de los sospechosos investigados por Scotland Yard; aunque se desestimara su implicación en los crímenes de Whitechapel, la policía demostró buen ojo: entre 1895 y 1901 envenenó a tres mujeres y fue ahorcado en 1903. El White Hart es, con barbero malvado o sin él, un pub agradable donde se sirven correctamente —con bomba manual— cervezas de calidad como la Pedigree y la Tetley's. Muy cerca hay restaurantes de comida paquistaní (el Lahore Kebab House) o bangladeshí (el Muhib), bares y una exquisita galería de arte, la Whitechapel, que organiza las mejores exposiciones de escultura contemporánea. Más hacia el interior del East End hay tres museos poco conocidos y muy recomendables: el Museo de la Infancia de Bethnal Green (filial del Victoria & Albert), el Geffrye Museum (dedicado al mueble y alojado en un grupo de talleres antiguos que merecen la visita por sí mismos) y el Ragged School Museum (centrado en la educación victoriana: bello e interesante, un punto deprimente).
El epicentro de la actividad del barrio está unas calles al norte de Aldgate, en Brick Lane, donde se alza la gran mezquita (que antes fue iglesia de hugonotes y sinagoga: todo un símbolo de evolución urbana) y donde se celebra el muy conocido y cada año más extenso mercadillo dominical.
Es una zona de callejones, ángulos, luz oblicua y roña venerable que, aunque llana, siempre imagino empinada. Quizá porque se tensa en una tortuosidad muy agarrada al terreno, como si trepara por una ladera. Tiene algo del barrio chino de San Francisco, del gueto judío de Corfú, de las calles portuarias de Lisboa. Huele a ropa húmeda y a cocina oriental. Enough, mi gata, nació allí.
En Brick Lane es casi imposible no comprar algo, no comer curry —casi todos los restaurantes son expertos en tal especia explosiva— y no ver a un grupo de cretinos del National Front —el partido fascista británico— distribuyendo panfletos racistas y buscando bronca.
Siento una querencia especial por Cable Street. Si alguna vez una batalla callejera fue hermosa, fue la ocurrida en esa calle el 4 de octubre de 1936. El fascismo británico atravesaba sus días de gloria, con un nuevo rey, Eduardo VIII —que había de abdicar semanas después—, que simpatizaba abiertamente con los nazis y con una prensa que, en general, apoyaba la rebelión militar en España. Toda Europa parecía encaminarse al «nuevo orden». Edward Mosley, el líder fascista, creyó llegado el momento de realizar una demostración de fuerza en el
territorio enemigo
del East End y se puso al frente de tres mil de sus
camisas negras
para marchar por el barrio. Casi siete mil policías antidisturbios fueron enviados a la zona para «abrir paso» a la manifestación —las tendencias políticas de los mandos policiales quedaron bastante claras ese día— y cargaron violentamente, montados a caballo y con porras, contra los grupos de izquierda que trataban de cerrar el paso a la gente de Mosley. Cuanto más cargaba la policía, sin embargo, más gente salía de todos los rincones del East End para oponerse a los antidisturbios y a los fascistas. Se estima que entre 60.000 y 100.000 vecinos salieron a la calle ese día, gritando una consigna que habían hecho popular los republicanos españoles:
They shall not pass
(No pasarán). En Cable Street se levantaron barricadas de forma instantánea y la manifestación quedó frenada. Mosley y el jefe de policía tuvieron que ordenar la retirada.
El East End, donde ahora se mezclan inmigrantes pobres y yuppies ricos, siempre ha sido un barrio de izquierdas. Junto a la Whitechapel Art Gallery sobrevive la Freedom Press, una vieja librería libertaria. Y a unos pasos de la estación de metro de Whitechapel, en Fulbourne Street, se celebró en 1907 un mitin con motivo del Quinto Congreso del Partido Socialdemócrata Ruso, con la intervención de los oradores Lenin, Trotski, Gorki y Litvinov.
Robert Payne, en su
The
Life and death of Lenin,
escribe:
A veces se le permitía a Trotski acompañar a Lenin a reuniones socialistas en Londres. Era la época en que el socialismo era reivindicado en Inglaterra con fervor religioso y entusiasmo; las misas dominicales del East End alternaban los sermones sobre la hermandad socialista con los cánticos sacros. Los cánticos revestían ocasionalmente un carácter republicano, y Trotski recordaba haber escuchado cantar: ¡Señor Todopoderoso, que no haya más reyes ni hombres ricos! Lenin estaba intrigado por la propensión inglesa a mezclar los más diversos elementos en su cultura. Al salir de la iglesia, dijo: Hay muchos elementos revolucionarios y socialistas en el proletariado inglés, pero están mezclados con el conservadurismo, la religión y el prejuicio, y por alguna razón los elementos revolucionarios no logran salir a la superficie y crear la unidad.
Hacia el final de su vida, Lenin seguía intrigado por los ingleses, y los desdeñaba: lo que le molestaba especialmente era su falta de unidad socialista. Prefería a los alemanes, que obedecían las reglas y se veían a sí mismos como una masa unificada. En palabras de Trotski, el marxismo británico nunca fue interesante. Carecía de drama, de tensión, de guerras entre personalidades poderosas. Resultaba, de hecho, esencialmente parroquial, y los rusos eran incapaces de pensar en términos parroquiales.
Brixton es una ciudad amplia, pero no lo bastante como para contener su desventurada leyenda. La difícil estructura física del barrio —una trama de avenidas y callejones, casitas victorianas y pasajes comerciales cubiertos, bloques de viviendas poco agradables a la vista y edificios públicos absurdamente aparatosos— está recubierta por una carnalidad abundante, trémula, muy sonora. Es alto en decibelios y humanidad, pero menos fiero de lo que suele suponerse.
Los disturbios de 1981 y 1985 causaron sensación en el país. Íñigo, que por entonces acababa de alejarse de las animadas incidencias callejeras donostiarras y bilbaínas y se había instalado en Brixton, los recuerda como «bastante ordenados». Otra sensación local fue el Atlantic, el pub más bravío de su tiempo: el punk Syd Vicious actuó con alguna frecuencia en aquel pub, y nunca logró ser más estridente que su público. En realidad, Brixton no es tan racial como lo pintan —la mayoría de su población es blanca y mesocrática—, aunque sus mercados ofrezcan productos africanos y caribeños inencontrables en otros pagos, pero su ambiente es eléctrico. Su principal arteria, Electric Avenue —se llama así porque fue pionera en la instalación de farolas con bombillas de filamento—, tiene un nombre de lo más apropiado.
Brixton, geográficamente al sur y espiritualmente al este, combina gente de todo pelaje y procedencia. Antes, cuando el circo era un espectáculo de masas, el barrio contaba con una gran colonia de trapecistas y payasos. El padre del ex primer ministro John Major, equilibrista circense y fabricante de enanos de piedra para jardín —increíble pero cierto—, era vecino de Brixton. Su hijo pensaba seguir en el barrio, pero le suspendieron en el examen de capacitación para conductores de autobús —increíble pero cierto— y tuvo que buscarse la vida en la política.
Brixton es joven, mestizo y fértil en alquimias sociológicas y ritos exóticos. Sirva como muestra la accidentada boda de un chico originario de Costa de Marfil y una chica originaria de Benín, a los que llamaremos, por ejemplo, Smith y Dupont.
El primo del novio Smith es pastelero, aunque durante una época trató de labrarse un futuro como vendedor de seguros médicos. No tuvo éxito, a causa de una pequeña confusión verbal. Decía ofrecer una alternativa ventajosa al National Health Service, la Seguridad Social británica. Pero cuando trataba de alertar a los clientes potenciales sobre el problema de las listas de espera en los hospitales públicos, no pronunciaba
waiting list
, sino
waisting list.
Nadie entendió por qué el NHS tenía una «lista de desperdicios» y, en cambio, el seguro médico que vendía el primo Smith carecía de ella. La cosa no funcionó y el primo Smith dejó los seguros y se dedicó al pastel.
El novio ponía la boda y su primo pastelero aportaba la sala de festejos —su propia casa, una pequeña y modestísima vivienda social en Brixton— y la tarta nupcial. Los primos carecían de familia en Londres y, sabedores de que la novia traía desde Francia a su familia numerosa, consideraron necesario evitar un desequilibrio demasiado grave entre los escasos Smith y los presumiblemente abundantes Dupont. La solución fue convocar a un reducido círculo de amigos y conocidos —españoles, italianos, ingleses— para que hicieran bulto en la ceremonia.
El primo pastelero se había ataviado con una hermosa túnica multicolor africana. Pero el batallón de los Dupont, afincados en la ciudad francesa de Reims y, al parecer, algo menos pobres que los Smith, compareció de negro riguroso y de muy mal humor. Más tarde se supo que el novio Smith se había perdido por Brixton y que los Dupont, que no habían puesto jamás los pies en el barrio, habían tenido que guiarle hasta el ayuntamiento para que la boda pudiera celebrarse. El ambiente era espeso y silencioso en casa del primo pastelero cuando hicieron entrada los novios. Él, cariacontecido. Ella, gruesa y ceñuda, con una botella de ginebra bajo un sobaco y una de whisky bajo el otro.
La fiesta no arrancaba. De un lado, los numerosos y prepotentes Dupont de Reims. Del otro, los escasos y acoquinados Smith de Brixton, con sus refuerzos mercenarios. Uno de los hermanos de la novia Dupont decidió romper el hielo con el siguiente discurso, obviamente en francés: «Te has casado con nuestra hermana. Habíamos pensado que se casaría con uno de los nuestros, pero ha querido casarse contigo. Te la entregamos. Os deseamos la felicidad. Pero quiero advertirte que estaremos observándote».
Glups.
El orador del bando de la novia añadió que sería apropiado celebrar otra fiesta en Reims, a la que acudiría «realmente toda la familia Dupont, al completo».
El primo pastelero se sintió obligado a defender el honor del novio e hizo constar que ellos dos tenían también una gran familia, aunque en ese instante se encontraba en Costa de Marfil y excusaba, por tanto, su asistencia.
La fiesta parecía definitivamente congelada bajo el ceño amenazador y los trajes negros de los Dupont. El ominoso «estaremos observándote» sobrevolaba la exigua salita como un murciélago.
Entonces un grito cortó el silencio:
—¡Go-do-yin!
La madre de la novia volvió a gritar:
—¡Go-do-yin!
Sus familiares la secundaron en un rumor coral:
—Go-do-yin, go-do-yin, go-do-yin…
El primo pastelero se acercó a los invitados europeos y les susurró:
—¡Go-do-yin! ¡Debe ser un ritual africano! Ahora conoceréis el África oculta.
Benín, el corazón de África, el misterio, la magia. ¡Godo-yin! ¿Quizá un rito de reconciliación? ¿Se aparecerían los espíritus de los antepasados?
«¡Go-do-yin!». El coro de los Dupont seguía susurrando las palabras mágicas cuando alguien apagó las luces.
La madre Dupont se situó en el centro de la salita y empuñó una botella.
—¡¡Go-do-yin!! —clamaron los Dupont.
La mujer vació parte de la botella en el suelo, llenó un vaso y lo arrastró por encima del alcohol derramado, lanzando lo que parecían conjuros en un idioma africano mientras creaba dibujos con el líquido.
Luego pasó el vaso a la concurrencia y cada uno bebió un sorbo. El vaso se rellenó y volvió a pasar. Y se rellenó otra vez, y repasó por todos los labios.
—¡Go-do-yin!
Y así prosiguió la ceremonia, sin más fenómenos alucinatorios que los que la intoxicación etílica procurara a cada uno. Básicamente, el objetivo final consistía en pillar una trompa de go-do-yin, o, con otra pronunciación, Gordons Gin.
Todos los ritos humanos, es evidente, tienen un sustrato común.
El primero en caer totalmente embriagado fue el novio Smith. Hubo que llevarle a la cama.
Quizá dolidos por la escasa resistencia del novio, los familiares de la novia recogieron lo que quedaba del pastel y de los canapés, lo metieron en una bolsa y se largaron cargados de provisiones.
Boda concluida.
Una tarde, en la barra del Bunch of Grapes, escuché el diálogo que mantenían un hombre indignado y un hombre desolado.
—Tú y yo somos judíos —dijo el hombre indignado.
El hombre desolado asintió levemente, con la mirada clavada en el fondo de la pinta.
—Tú eres judío —insistió el indignado—. Tú eres judío —repitió.
El rostro de la desolación se mantuvo en silencio.
—¿Tú sabes lo que significa ser judío? ¿Tú conoces la historia de los judíos?
El desolado hizo un gesto de impotencia.