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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

Historias de Londres (11 page)

BOOK: Historias de Londres
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Era un tipo sonriente y usaba unas gafas que le agrandaban anormalmente los ojos. Supuse que era homosexual, aunque, según supe luego, una periodista londinense decía haber sido novia suya.

Tras la comida, paseamos por el edificio. Las Houses of Parliament son un inmenso hormiguero de pasillos, escaleras y oficinas, en el que uno no deja de sorprenderse por lo reducido del espacio. Miles de políticos, lores, ayudantes, administrativos, conserjes, policías, periodistas y visitantes —el personal acreditado ronda las diez mil personas— deambulan por entre casi mil estancias, salas o despachitos, tres kilómetros de pasillos y una larga serie de servicios que abarca desde lo razonable —quiosco de prensa, peluquería, oficina de Correos gratuita y agencia de viajes— hasta lo excéntrico, como la galería de tiro instalada en el sótano. Se trata de un universo cerrado no muy distinto, en su organización, al interior de un buque de guerra: una jerarquía estricta impide que el roce constante degenere en compadreo, las normas se cumplen a rajatabla —el único juego permitido, por ejemplo, es el ajedrez— y hay un espacio exacto para cada cosa y cada persona en cada momento.

El edificio, por lo demás, es menos antiguo y solemne de lo que generalmente se cree. El palacio original (de 1099) ardió en 1834, y los arquitectos Charles Barry y Augustus Pugin crearon un edificio nuevo con vocación de antiguo: la gran fachada neogótica en tonos ocres —con reflejos de un dorado casi veneciano en días soleados— y la torre del Big Ben son más o menos de la misma época que el Palacio de las Cortes de Madrid. Barry y Pugin hicieron un denodado esfuerzo por recargar espacios y dar a los muros un aspecto medieval que armonizara con la contigua abadía de Westminster, un monumento de estilo gótico pero igualmente truculento, ya que sus torres fueron terminadas en 1745. La carrera de ambos arquitectos culminó y concluyó con aquel trabajo: al poco de rematarlo, Barry murió de agotamiento y Pugin fue internado de por vida en un manicomio.

De la genuina «cuna de la democracia» sólo quedan los cimientos y el impresionante Westminster Hall, un espacio vacío de 1.500 metros cuadrados bajo una fabulosa techumbre de roble instalada en tiempos de Ricardo II. Allí fue ejecutado en 1605 el conspirador católico Guy Fawkes, el hombre al que todos los niños ingleses aprenden a odiar desde pequeños («remember, remember, the Fifth of November») y que arde, como muñeco de paja, cada 5 de noviembre; allí colgó durante décadas la cabeza de Oliver Cromwell, después de restaurada la monarquía; allí se han celebrado justas medievales y han sido velados los cadáveres de los monarcas ingleses.

La Cámara de los Comunes, en cambio, es la sala más moderna. Una bomba alemana destruyó el trabajo de Barry en 1941, y en la reconstrucción, de 1950, se dejaron de lado las filigranas neogóticas: despojado de los tapizados de cuero verde y de las maderas nobles, el recinto podría pasar por un aula universitaria.

El sistema político británico es, al menos en parte, resultado de la disposición de unos muebles. Aunque la concepción original fue ya bipartidista, las cosas serían de otra forma si la Cámara de los Comunes no estuviera organizada como lo está: de un lado, según se entra a mano izquierda, los bancos del partido en el gobierno; enfrente, pero muy cerca —a la distancia de dos espadas: un supuesto e inverosímil vestigio de la época en que los diputados asistían armados a las sesiones— los bancos de la oposición. Dicen que un hemiciclo cuyo arco uniera físicamente a los dos bandos (que no son dos: hay liberal-demócratas, al menos un par de modalidades de unionistas norirlandeses —la dura y la salvaje—, republicanos norirlandeses e independentistas escoceses) sería casi incontrolable por el
speaker
, porque no existe tribuna de oradores: los diputados hablan desde el escaño, salvo el jefe del gobierno y el de la oposición, que se adelantan un paso para apoyarse en el pupitre que separa a los dos bandos. El uso de la palabra sin autorización, la anónima burla de colegio desde los pupitres del fondo, el abucheo y el pateo forman parte del espectáculo. El consenso es, salvo en cuestiones de guerra o terrorismo, un término tan fuera de lugar en los Comunes como en las gradas de los estadios.

La confrontación entre los dos bandos, los que gobiernan y los que no, es un espectáculo casi violento. Una línea trazada en el suelo separa a los
hooligans
de uno y otro lado, para impedir el contacto físico, y cruzar la raya es de las pocas cosas prohibidas en la cámara. El ambiente es especialmente caldeado en los debates que se prolongan más allá del anochecer, porque el alcohol suelta las lenguas. Y si en los comedores del Parlamento británico no se come especialmente bien —dejo el pollo al margen—, en los bares del edificio se bebe estupendamente.

—Algunos diputados, y en ocasiones algún ministro, han soltado aquí largas peroratas de beodo. Pero el auditorio es comprensivo. La situación sólo es desagradable si se ponen agresivos —explicó Milligan en un tono neutro.

En las Houses of Parliament hay 14 bares y restaurantes, uno de ellos, el de los Lores —llamado Bishops Bar—, realmente espléndido. Pero el parlamentario británico también abreva por los alrededores. Los no habituales del Red Lion, un pub estratégicamente situado entre la sede del Parlamento y la del Gobierno en el contiguo Whitehall (el área de Downing Street y los ministerios) pueden extrañarse al escuchar ocasionalmente el sonido de un timbre de tono grave, muy peculiar: se trata de la señal con la que se convoca a los diputados a votar, que resuena mediante altavoces por todo el complejo de las Houses of Parliament y se transmite, por vía telefónica, a hoteles y bares cercanos.

Un gran talento a la hora de mezclar la oratoria con la bebida espirituosa fue, por ejemplo, el del aristócrata y diputado conservador Alan Clark. Cuando un periódico sacó a relucir que Clark había mantenido relaciones sexuales con una conocida dama de la nobleza y casi simultáneamente con la hija de dicha dama, el hombre utilizó un turno de palabra para hacer un penoso alarde de su capacidad amatoria y para regar de insultos la cámara, el país y, en general, ese miserable universo que no se merecía a un machote como él.

EL PATÉ DE BATTERSEA

El Nuevo Laborismo de Tony Blair, y el Nuevo Conservadurismo que algún día conseguirán pergeñar los hoy atribulados
tories
, deben interpretarse como un esfuerzo por volver a la realidad después de un largo extravío. Los años setenta fueron muy duros para el Reino Unido. La decadencia económica, el duradero
shock
de la pérdida del imperio, la incertidumbre sobre el futuro y el malestar social llegaron al climax en el «invierno del descontento» de 1978, en el que, como la derecha se encargó de recordar durante largo tiempo —en la última campaña electoral aún se habló de ello—, las huelgas impidieron (durante unos días) enterrar a los muertos. La caída del frágil gobierno laborista y la irrupción de Margaret Thatcher en Downing Street abrieron un período político extravagante: cuanto más a la derecha viraba la primera ministra, más se alejaba hacia la izquierda el nuevo líder laborista, Michael Foot. Era una situación manicomial en la que la llamada
loony left
—la izquierda loca o lunática— hacía oposición a una derecha no menos
loony.

Surgió un partido centrista, el socialdemócrata de Roy Jenkins y David Owen (ambos lores en la actualidad), precursor de los contemporáneos liberales-demócratas. Pero al SDP le fue imposible romper el tradicional bipartidismo. Aquello era un juego reservado exclusivamente a los orates. Si la izquierda se atrincheraba en sus ayuntamientos y los declaraba territorio revolucionario, la derecha trataba de demostrar en los suyos que se podía funcionar sin funcionarios. Un caso representativo del thatcherismo municipal fue el de Wensworth, distrito que se consideró modelo de la gestión ultraliberal. Los nuevos munícipes descubrieron que había un tipo en nómina como «controlador de patos» en el parque de Battersea. Ajá, se dijeron: típico derroche heredado del laborismo. El controlador de patos fue despedido. Al poco tiempo, el parque de Battersea estaba repleto de palmípedas y literalmente cubierto de excrementos. La factura por limpiar todo aquello y exterminar las aves fue tremenda, pero no tanto como el patetismo del edil
tory
cuando aseguró que los costes quedarían cubiertos gracias a la comercialización de paté de foie criado en los parques municipales.

Mientras Margaret Thatcher afirmaba que la sociedad no existía y que el individuo era el principio y el fin de todas las cosas, Foot prometía a los sindicatos que lo nacionalizaría todo en cuanto llegara al poder. Los mineros permanecían en huelga eterna bajo un implacable acoso policial, la derecha erigía la xenofobia como legítimo estandarte e incluso antiguos primeros ministros conservadores, como Harold McMillan o Edward Heath, se declaraban horrorizados por lo que estaba ocurriendo.

Estas circunstancias orientaron a Anthony Blair, un joven estudiante de instintos conservadores, hacia las filas laboristas: «Opté por lo menos malo y lo menos injusto», le escuché decir una vez. Los corresponsales de
Le Monde, France Presse, Frankfurter Algemeine Zeitung
y
El País
habíamos creado un pequeño
pool
de prensa y almorzábamos semanalmente con políticos de rango medio, bajo el compromiso del
off
the record.
Nuestro informador en las filas laboristas era Blair, supuesto
número cuatro
del partido tras Neil Kinnock, John Smith y Gordon Brown. Blair había elegido como lugar de encuentro un lugar muy poco laborista: el restaurante Rules, el más antiguo de la ciudad, cuyos platos de caza ya eran célebres cuando nadie había oído hablar de Napoleón. Almorzamos seis o siete veces con Blair en aquel restaurante de Covent Garden, y a todos nos causó la misma impresión: era un conservador con cierto sentido de la justicia social, detestaba a los sindicatos —la base económica y organizativa de su partido— casi tanto como Margaret Thatcher y disponía de un extraordinario poder de seducción. Negaba más de lo necesario su voluntad de deshancar a Kinnock, Smith y Brown (el primero cayó, el segundo murió y el tercero le cedió paso) para erigirse en líder, lo cual revelaba su ambición, y los cuatro periodistas acabamos haciendo una apuesta sobre si llegaría o no a primer ministro. No recuerdo quién ganó, pero sí que yo aposté por el abogado escocés John Smith, fallecido de infarto en 1994, con el argumento de que el laborismo nunca aceptaría a alguien tan tibio como Tony Blair. Gran visión de la jugada.

El cuero de los bancos, verde para los Comunes, es rojo para los Lores. La cámara donde sestean los aristócratas —ya por poco tiempo: Blair ha decidido echarles— y donde los políticos eméritos añoran glorias pasadas está recargada de ornamentos, el mayor de los cuales es el gran trono dorado —el único que existe en el Reino— desde el que el monarca inaugura el curso parlamentario. (El trono sirve también —ah, el pragmatismo inglés— para guardar, en un armario que se abre tras el respaldo, el aspirador de la limpieza.) El rey, la reina actualmente, puede penetrar en la Cámara de los Lores tras llamar tres veces a la puerta, con el fin de simbolizar la soberanía (que no radica en los ciudadanos, sino en «el monarca en el Parlamento»), pero tiene vedada la Cámara de los Comunes. El último rey que puso los pies en los Comunes fue Carlos I, en 1642, con la intención de detener a cinco diputados que le eran adversos. Carlos I fue decapitado siete años después del incidente.

La tensión de los Comunes se convierte en placidez en la amplia Cámara de los Lores. La asistencia a la cámara carmesí suele ser escasa, aunque los debates, no hay que engañarse, alcanzan a veces un nivel excepcional: entre los
life
peers
(personas ennoblecidas por sus méritos personales, sin derecho a transmitir el título a sus descendientes) hay grandes especialistas en ciencias y humanidades, y la falta de presión política permite emplear el humor, la erudición, la persuasión amable. Las comisiones, además, elaboran de forma periódica informes muy reputados sobre asuntos como la legislación de la Unión Europea. En cuanto al nivel jurídico, es el máximo: los miembros del más alto tribunal del país, los
law lords,
pertenecen de oficio a la cámara.

Bastantes lores pasan con frecuencia por el edificio (no hay en todo el país mejor residencia de día para la tercera edad), pero raramente se dejan caer sobre el banco rojo. El Lord Chancellor, sentado en su almohadón relleno de lana procedente de todos los extremos del antiguo imperio —un símbolo de cuando la exportación textil era la base de la riqueza británica— desgrana con parsimonia el orden de la sesión y distribuye el turno de palabra, que, sin límite de tiempo, consumen los oradores. Algunos hablan con frecuencia —los más influyentes—, otros de forma excepcional —los especialistas— y la mayoría no abre nunca la boca. El ex primer ministro Harold Wilson, por ejemplo, desistió de hablar en cuanto le aparcaron para siempre en la cámara roja: iba, se sentaba y, con la acuosa mirada perdida en alguna cornucopia, dejaba pasar las horas en silencio. Wilson, sin decir palabra, se hundió poco a poco en la locura. Murió loco.

Hay más de mil lores con derecho a escaño, pero menos de 300 acuden con regularidad al Parlamento, y otros tantos sólo han ido en una ocasión, a recoger su credencial. Cuando Margaret Thatcher comprobó que su ley más impopular, la que establecía un impuesto municipal llamado
poll-tax,
podía ser rechazada por el puñado de habituales de la Cámara de los Lores, lanzó una masiva operación de busca y captura por todas las fincas aristocráticas del país y todos los clubes de Saint James. Bajo promesas o amenazas, muchos lores se presentaron por primera vez en la Cámara para votar a favor de Thatcher y el
poll-tax.
No cupieron todos a la vez, por supuesto. Se reencontraron en los pasillos con viejos amigos o enemigos de Eton, votaron, tomaron una copa y volvieron a lo suyo.

El llamado Lords Bar es el único lugar del edificio abierto a todo el mundo: desde lores y diputados a oficinistas y prensa. Los
barmen
son auténticos maestros del oficio, la terraza sobre el Támesis es una maravilla en verano y no hay hora de cierre. Fueron los lores quienes más trabajaron para hacer obligatoria la depuración de las aguas vertidas al Támesis y para el saneamiento general del río. El olor a cloaca en sus bancos y en su bar fue, hasta bien entrado el siglo
XX
, una de las quejas que la nobleza y el alto clero presentaban anualmente al gobierno. Ahora pueden ingerir sus gin and tonic en un ambiente tan limpio como el de sus fincas rurales.

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