En 1869, la East London Railway Company se hizo cargo del túnel y lo integró en el trazado de la recién creada Metropolitan Line entre Paddington y Farringdon Street, para prolongar el trayecto hasta la orilla sur del río. El primer túnel bajo el Támesis se unió a la primera línea de ferrocarril subterráneo y pasó al olvido. Otros túneles y otros puentes resolvieron, al cabo de pocos años, el atasco del puerto.
Cuando uno desciende la vieja escalera de caracol de la estación de Rotherhite, camina alrededor de lo que fue el pozo de Brunel. Ese gran cilindro que se hunde en las «profundidades de la tierra» fue un prodigio de la técnica hace siglo y medio y costó ríos de sangre y de oro, inútilmente derramados. Esa modesta estación y el túnel por el que circula el metro son el santuario de la derrota.
Una mañana sonó el teléfono en la oficina y alguien preguntó por mí. Resultó ser un caballero muy educado, que llamaba desde Edimburgo y se interesaba por mi situación fiscal: un inspector de Hacienda. Yo pagaba mis impuestos en España. El hombre se mostró comprensivo, alabó incluso mi patriotismo —el alelamiento me impidió responder—, pero añadió, en términos muy cordiales, que no podía pasarme la vida en el Reino Unido y seguir pagando la renta en otro país. Me dejó su nombre y su número de teléfono, por si necesitaba información o ayuda, y, como quien da una palmadita en la espalda, me animó a que en adelante depositara una porción de mi renta en el Tesoro de Su Majestad.
Está bien que el inspector de Hacienda llame desde una ciudad simpática y remota (la lejanía parece anular toda urgencia) como Edimburgo, la capital tributaria del país. Y que el inspector sea majete. Me convenció. Si me lo hubiera pedido, incluso le habría mandado un anticipo. «Bueno», pensé, «este es el paso definitivo. Aquí me quedo».
Ja, ja.
Volvió a sonar el teléfono. Era un compañero del periódico.
—Me han ofrecido tu empleo —dijo— pero no lo he aceptado. Que lo sepas.
Tuve ganas de llamar a mi gran amigo el inspector fiscal para pedir auxilio. Pero el colega seguía al otro lado de la línea.
—¿Qué? ¿Me han despedido? ¿Ya?
—Yo no sé nada de eso. Solo sé que no me interesa Londres. Seguro que te dicen algo enseguida.
Colgué. Permanecí angustiado durante unos minutos, con las manos aferradas a la mesa. «Les costará echarme de aquí», mascullé para mis adentros.
El monólogo interior descarrilaba ya hacia delirios heroicos de resistencia frente a un comando policial que trataba de desalojarme de mi casa, cuando el timbre del teléfono cortó la tontería en seco.
Esta vez era Lola. Acababa de recibir una carta de la agencia inmobiliaria, en la que se nos anunciaba que el contrato de alquiler no sería renovado. Un tipo de Hong Kong había comprado la casita pequeña y sin jardín.
Le conté mis noticias a Lola, y convinimos en contener los respectivos pánicos. No sé qué hizo ella. Yo, al colgar, entré en pánico. Iba a llamar a Madrid, para implorar piedad o para amenazar a alguien de muerte, aún no lo había decidido, cuando se me adelantaron.
Ahora llamaba el director, Jesús Ceberio, un hombre poco dado a los circunloquios cariñosos. La conversación fue muy breve. Me ofreció un puesto en otra capital europea, considerada como de mayor rango informativo que Londres. Yo le pregunté cuándo quería una respuesta y él, con su claridad habitual, me dijo que la quería en ese mismo momento y que la quería afirmativa. No hubo que hablar mucho más.
Me iba de Londres.
Esa misma tarde, o quizá a la siguiente, me acerqué al Támesis. Pasé por el muelle de St. Katharine, que tal vez se parecía, en aquel crepúsculo pálido y desapacible de invierno, a lo que fue en otra época: un paraje brumoso, erizado de mástiles, en el que se amontonaban las balas de algodón y los inmigrantes recién llegados. Ahora se dedica a otras cosas. En los años ochenta, cuando concluyó el traslado del puerto hacia la Isle of Dogs, St. Katharine fue reconvertido en puerto deportivo para yates de lujo. Hacia 1987 y 1988, los años dorados de la especulación y el dinero fácil en Londres, cuando el papel moneda corría peligro de autocombustión y la riqueza parecía ser considerada una de las bellas artes —las cosas no han cambiado tanto, ¿no?—, los nuevos millonarios instalaron sus yates allí. Aquellos barcos no navegaban casi nunca. Servían para celebrar fiestas a bordo. Los viernes por la noche, el muelle era todo risas, inhalaciones y roce de sedas. El efímero monumento a aquel frenesí final del thatcherismo se erigió, por lógica, en St. Katharine. Consistía en un mecanismo móvil instalado en el pequeño restaurante del muelle, que permitía depositar sobre cada una de las cubiertas un flujo constante de botellas de champán francés bien frío.
Aquel monumento al champán
just in time
fue desmontado en cuanto se extinguió la llamarada del dinero fácil y llegó la recesión. St. Katharine sigue dedicándose a los yates, pero el restaurante, rebajado a la condición de pub, y casi a la de merendero para turistas en verano, vende más bocadillos de atún que botellas de Louis Roederer.
Yo, aquella tarde, me bebí una pinta asomado a las aguas oscuras del puerto y pelándome de frío.
Luego caminé hacia el este, el puñetero este hacia el que viajaría en un futuro inmediato, para acercarme al Cutty Sark, una devoción personal.
Mi querido siglo
XIX
tuvo un gran defecto: los barcos dejaron de crecer y de extender más y más velas por culpa de la máquina de vapor, que los hizo lentos y achaparrados pero, eso sí, insensibles a los caprichos del viento y poco exigentes en materia de tripulación. El barco a vapor se adueñó poco a poco de las rutas comerciales oceánicas y, sobre todo, de la ruta oriental del té.
La navegación a vela planteó un combate final y se entregó a la voluntad del viento para crear el clíper: el barco más bello, esbelto, grácil y veloz. Bastaba una brisa para que el afilado casco del clíper volara sobre las olas y rebasara como un suspiro a cualquier monstruo con chimeneas.
Fue un
beau geste
, una forma elegante de morir. El vapor, más barato, se impuso. El clíper tuvo que dejar el comercio del té y descender a la lana australiana. Finalmente, abandonó los mares.
El Cutty Sark, botado en 1869 por el naviero londinense John Willis, fue de los últimos en caer. Transportó mercancías hasta 1922, cuando manos piadosas lo salvaron del desguace y le devolvieron su esplendor. Su elegancia casi inmaterial sobrevive en los muelles de Greenwich, el límite oriental de la ciudad, donde el Támesis empieza a oler a mar. Es una lástima que uno no abandone Londres desde allí.
Por la noche tomé una cerveza con Íñigo, que fue tan bondadoso como para felicitarme por mi nuevo destino. Por alguna razón, Íñigo Gurruchaga tiende a considerarme un tipo afortunado —justo lo que yo pienso de él—, y aquella noche me describió un futuro de color rosa. Yo iba a disponer, eso era casi seguro, de una especie de palacete en el que, enfundado en un batín de seda y con el habano entre los dedos, apenas debería interrumpir unos minutos el goce de los refinados placeres continentales para despachar algunas líneas, espléndidamente pagadas, hacia Madrid.
Después de años de práctica, Íñigo es muy competente despidiendo a la gente que se va de Londres. A veces me recuerda a esa gente que despedía desde los muelles a los soldados que embarcaban hacia la guerra, con entusiastas vítores de ánimo. Muy de agradecer. Pero, claro, ellos se quedaban. Como Íñigo.
No hubo, por supuesto, palacetes ni lujo ocioso en mi futuro. No me fue mal, sin embargo, en mi nueva ciudad.
Vuelvo a Londres con frecuencia, y a veces me entran ganas de regresar y quedarme para siempre.
¿No se podría vivir del aire en Londres?
Prefiero no alarmar todavía a Lola. Tengo que llamar a Íñigo y consultarle sobre el asunto.
FIN
ENRIC GONZÁLEZ, nacido en Barcelona en 1959, es periodista y ha trabajado como corresponsal de
El País
en Londres, París, Nueva York, Washington, Roma y actualmente en Jerusalén. Ha sido galardonado con el Premio Cirilo Rodríguez, que reconoce la mejor labor de los corresponsales españoles. En su faceta de escritor ha publicado los libros
Historias de Londres
(1999),
Historias de Nueva York
(2006),
Historias del Calcio
(2008) e
Historias de Roma
(2010), todos ellos recibidos con entusiasmo por los lectores y la crítica. En estas obras, con un estilo personal e inconfundible, plantea retratos heterogéneos, dinámicos y siempre muy estimulantes de las ciudades que ha ido conociendo como corresponsal, fusionando sus propias vivencias personales con la historia del pasado y la crónica del presente, con pinceladas políticas, sociales, artísticas y cotidianas.