Historias de Londres (19 page)

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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

BOOK: Historias de Londres
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Me dijo que aceptaría la oferta de los ferrocarriles por el terreno. Yo, triste por la desaparición del estadio, caminaba lentamente a su lado cuando su perro, viniendo en silencio desde atrás, me mordió hasta hacerme sangrar. Le dije a su dueño: Su maldito perro me ha mordido, mire, y le mostré la sangre, pero él, en lugar de expresar preocupación alguna, dijo tranquilamente: Terrier escocés, siempre muerde antes de hablar. Lo absurdo de la frase me pareció tan divertido que, aunque cojo y sangrando, me eché a reír y le respondí que era el pez más fresco que había conocido. Un minuto más tarde, [Smears] me sorprendió con una palmada en la espalda y me dijo: Se ha tomado ese mordisco malditamente bien. La mayoría de los hombres habrían montado un escándalo. Mire, estoy de acuerdo con usted.

Stamford no se vendió al ferrocarril. Todo lo contrario: Smears contrató a un arquitecto para que construyera una tribuna y puso en marcha la creación de un equipo, para el que se barajaron los nombres de Kensington FC y Stamford Bridge, hasta que finalmente se optó por el de Chelsea FC y por el color azul para la camiseta. La insistencia de Parker y el dinero de Smears bastaron para convencer a los dirigentes de la Liga de que admitieran de inmediato al flamante Chelsea, incluso por delante del histórico Fulham. Desde entonces y hasta hoy, el Chelsea es el club del
glamour,
capaz de ganar por 7 a 0 y de perder por el mismo resultado, siempre imprevisible, siempre elegante, siempre incapaz de alcanzar los objetivos que le corresponden por lo abultado de su presupuesto y lo numeroso de su afición. Actualmente, presume de estadio confortable (dispone de hotel y varios restaurantes) y de éxito comercial (su tienda de recuerdos es mayor incluso que la del Manchester United), y aspira a convertirse al fin en uno de los grandes del continente.

Uno de los políticos más repelentes de la
era Thatcher,
el conservador David Mellor, vio su carrera en peligro al descubrirse que tenía una amante. Pero habría resistido en su ministerio si la señorita en cuestión no hubiera revelado a la prensa sensacionalista que Mellor vestía la camiseta azul del Chelsea durante sus embates amorosos. La imagen era demasiado grotesca, especialmente para los
supporters
del Chelsea. David Mellor tuvo que dimitir. A pesar de eso y de otras cosas, yo también soy un
blue.
Qué le voy a hacer.

Un caso aparte, distinto a todos, es el Wimbledon, un club inverosímil al que se quiere o se odia. Para empezar, lleva el nombre de uno de los barrios más selectos del oeste de Londres, célebre en todo el mundo por el torneo de tenis y por sus fastuosas mansiones, pero juega en un suburbio muy modesto del este. Es, además, un club que se profesionalizó hace sólo dos décadas, que ha escalado todas las divisiones en un tiempo récord y que mima su cantera. Pero el toque especial, lo que distingue realmente al Wimbledon, es la rabia. Los
dons
tienen como colores el azul y el amarillo pero en cuanto tienen ocasión prefieren vestirse de negro, se llaman a sí mismos
the crazy gang
(la banda de locos), escuchan
rap
en el vestuario antes de saltar al césped, escupen sobre el campo contrario y nunca dan un balón por perdido ni una pierna rival por inalcanzable.

El jugador más simbólico de los
dons
fue Vinnie Jones, retirado hace unos años con el mayor expediente de sanciones de toda la historia del fútbol inglés. Un vídeo con sus consejos para aprender a jugar al fútbol se vendía, para que no cupieran dudas, en las estanterías dedicadas a deportes violentos como el boxeo y el karate. Ahí van algunas perlas del catecismo del padre Jones: «Cuando derribo a un rival, siempre me ofrezco a levantarlo. Le pongo las manos debajo de las axilas y le estiro con fuerza de los pelos». «Cuando algún contrario se me acerca demasiado, le agarro por los testículos y le digo con voz suave: ¿Te importaría retirarte un poco?». «Si leo en el diario que la mujer de un rival se ha largado con otro, se lo recuerdo oportunamente durante el partido». Y es que, amigo
hooligan
, «la pasión, la insistencia y el entusiasmo deben conducirte a terrenos en los que causarás algunos problemas. Es la misma historia de siempre. ¿Querrías tener a Gary Lineker a tu lado en las trincheras o preferirías tener a Vinnie Jones? Porque, al fin y al cabo, sabes que Vinnie Jones saldría de la trinchera y correría hacia el enemigo, mientras que Gary Lineker se sentaría y diría: Usted primero».

Jones, que antes de ser futbolista trabajó como peón de albañil, se dedica ahora al cine, especializado en papeles de gángster y asesino. Tras su rostro plagado de cicatrices, prácticamente sin cejas a fuerza de golpes, se oculta, dicen, un hombre sensato y razonable.

Desistí de acudir a Stamford Bridge por un ojo, un ojo ensangrentado y que me pareció, por lo que entrevi, medio arrancado de su cuenca. Fue un sábado por la tarde, temprano, en un pub de Hammersmith, poco antes de comenzar un partido del Chelsea. Yo estaba leyendo el macizo
Guardian
sabatino y no escuché nada anormal hasta que se rompieron vasos y botellas y saltó la sangre. Las peleas londinenses no son como las mediterráneas: no hay insultos previos, ni griterío, ni bravuconadas, ni «pasa de esta raya si te atreves», ni «que me sujeten que lo mato». A veces no hay ni palabras. La violencia es súbita y fría. Cualquiera que salga un sábado por la noche puede estar casi seguro de ver golpes, en un bar, en la calle o en cualquier parte. No se trata, pues, de un fenómeno directamente ligado al fútbol. El ambiente en los estadios ha recuperado la normalidad tras años de batallas en las gradas, el público es familiar y no existe peligro alguno: se puede disfrutar sin riesgo del griterío de Highbury o Stamford Bridge, del siseo escéptico de White Hart Lane o del silencio de cualquier cancha en que juegue el Wimbledon, un equipo sin público que incluso ha considerado trasladarse a Dublín. Pero en las cercanías de cada estadio, igual que en otros países, hay incidentes ocasionales. Y el que me tocó a mí, el del ojo, me desalentó bastante.

RATAS, RANAS Y ANGUILAS

Caminábamos en fila india, pegados a la pared viscosa de nuestra izquierda y con los pies hundidos en un líquido opaco, invisible. La oscuridad era casi absoluta. Nos guiaba una linterna que desde mi posición, hacia el final de la columna, era una luz parpadeante. El foco de otra linterna cerraba la marcha y creaba un baile de sombras con nuestros cuerpos. El aire era denso y cálido, totalmente inmóvil, y el agua templada nos empapaba los zapatos. El chapoteo de nuestras pisadas resonaba a lo largo del túnel, rebotaba en la bóveda y se multiplicaba en un fragor marino. Aunque al principio algunos hablaban, a mitad de camino no se oía otra voz que la del guía y algún grito breve prolongado por el eco.

—Frogs, just frogs —voceaba el guía.

Había algo moviéndose junto a nosotros. De vez en cuando alguien sentía un leve golpe en el pie o la pierna, o un roce, o notaba el deslizamiento veloz de un cuerpo sobre el agua. De ahí los gritos.

—Frogs, just frogs —repetía el hombre de la linterna delantera.

Ranas, sólo ranas.

Ja.

No eran sólo ranas. Había ranas, sí, pero también anguilas y grandes ratas pardas,
rattus norvegicus
, llegadas desde Rusia en el siglo
XVIII
con una furia y una fertilidad que les permitió acabar en pocos años con las ratas negras locales. Quince millones de ratas de dientes afilados, voraces, inteligentes, resistentes a todos los venenos, inextinguibles, dueñas de un imperio nocturno y líquido: el Londres subterráneo.

Hacía un rato, quizá una hora, yo era un tipo despreocupado que andaba por City Road con su paraguas y su cartera en dirección a Moorgate, estación múltiple, Circle, Metropolitan and Northern Lines. Serían las ocho de la tarde y el éxodo cotidiano estaba casi concluido: la City se había vaciado y los últimos nos marchábamos a casa. Caía la llovizna de febrero, el mes sombrío, y desleía el paisaje como en una acuarela de grises. No era una noche especialmente desagradable.

Esperé en el andén de la Circle Line, junto a una pequeña multitud, durante cinco, diez, quince minutos. Al fin se oyó un anuncio por megafonía del que, como de costumbre, apenas entendí el
thank you
con que los jefes de estación, seleccionados, supongo, por su fonación exótica, rematan sus parrafadas. Oídos más avezados lograron captar el mensaje, que de boca a oído se extendió por el andén: la línea estaba paralizada por una amenaza de bomba en Tower Hill.

Algunos listillos cambiamos de andén para tomar la Northern, la línea que muy apropiadamente se colorea en negro en el mapa de la red y que sus usuarios conocen como Misery Line por su funcionamiento imprevisible. Mi plan era sencillo: llegar hasta King's Cross y allí cambiar a la Metropolitan hasta Paddington, donde se podía enlazar con la District; como alternativa, en King's Cross tenía la opción de embutirme en el salchichón humano de la Piccadilly, sufrir el acostumbrado ataque de claustrofobia entre Leicester Square y Piccadilly Circus y emerger más o menos demacrado en South Kensington.

La Northern funcionaba aún en ese momento. Dejó de hacerlo entre las estaciones de Old Street y Angel. El convoy se detuvo, se apagaron las luces y se hizo el silencio. Yo, en ocasiones como esa, me obsesiono con la falta de aire. Noto cómo los demás viajeros absorben el oxígeno y me dejan a mí sus exhalaciones, un aire de segundo o tercer pulmón que no puede hacerme ningún bien. Como de costumbre, empecé a calcular cuánto tardaría la lipotimia. Por si acaso, me senté en el suelo del vagón y, para entretenerme, me dediqué a hacer muecas: ventajas de la oscuridad. El conductor tardó una eternidad en decir algo, y cuando habló fue para recomendarnos paciencia. Tras otra eternidad, se abrieron las puertas y el foco de una linterna iluminó uno a uno a los pasajeros del vagón: si los demás, que mantenían la dignidad, mostraban un aspecto deplorable, ¿cómo debía lucir yo? Me enderecé para la ocasión y escuché las instrucciones de la vocecilla sin rostro escondida tras la luz: estaba haciendo un recuento de los pasajeros, debíamos esperar a que descendieran al túnel los ocupantes de los vagones posteriores, unirnos a la columna cuando se nos dijera, mantenernos muy juntos y seguir atentamente la linterna. No había ningún problema, no pasaba nada.

Ignoro cuánto duró la marcha por el túnel y la distancia que recorrimos. Todo el mundo se comportó muy dignamente, a la inglesa, como si los zapatos chorreantes y pesados no fueran nuestros. Pero se escucharon hondos suspiros de alivio cuando al fondo surgió la luz de los andenes de Angel y cuando pisamos el suelo seco de la estación.

Desde aquella excursión por el túnel, sé que los grandes chispazos que saltan de las ruedas del metro se desvanecen sobre un invisible mundo acuático. El metro de Londres es un vehículo anfibio, como las ranas y las ratas que lo ven pasar.

AGUA BAJO TIERRA

El agua manda en Londres. Fuera, la lluvia. Dentro, los ríos: el Támesis, el Wandle, el Ravensbourne, el Beverley, el Walbrook, el Fleet, el Tybourn, el Westbourne, el Counter's Creek, el Stamford, el Neckinger, el Effra, el Falcon. Algunos fluyen por la superficie, otros han quedado enterrados bajo el asfalto, pero todos empapan el subsuelo y han creado con el tiempo miles de torrentes y grutas, generalmente integradas en la red de alcantarillado.

Durante siglos, hasta mediados del
XIX
, sólo los
toshers
conocían el mundo subterráneo. Quienes trabajaban en el alcantarillado limitaban sus movimientos a una pequeña área del laberinto, para no extraviarse y morir. Los
toshers
estaban dispuestos a correr el riesgo, recorrían durante toda su vida las catacumbas, las cloacas, las grutas, los ríos negros, y los más destacados de entre ellos presumían de conocer secretos que la humanidad ignoraba.

En
London's Underworld,
uno de los tomos de su enciclopédico testimonio sobre la pobreza y la delincuencia en el Londres Victoriano, Henry Mayhew explica que los
toshers
se consideraban a sí mismos una raza superior, una elite proletaria que trabajaba por cuenta propia y que, en algunos casos, hacía fortuna:

Muchas personas se introducen por las aperturas del alcantarillado en los bancos del Támesis cuando la marea está baja, armadas con palos para defenderse de las ratas. Llevan una linterna para iluminar los tétricos pasajes y recorren millas bajo las concurridas calles en busca de los tesoros que caen desde arriba. Difícilmente puede concebirse una búsqueda más deprimente. Muchos han caído en esos peregrinajes y no se ha sabido más de ellos; algunos se intoxican con los vapores venenosos, o se hunden en el cieno, o son presa de una banda de ratas voraces, o son sorprendidos por un súbito aumento de las corrientes.

Los
toshers
eran maestros en el conocimiento del complejo mecanismo de las mareas internas de la ciudad y sabían orientarse en el laberinto subterráneo. Jamás revelaban sus conocimientos: para convertirse en un
tosher,
había que iniciarse desde niño y seguir a un veterano hasta ser capaz de orientarse solo y sobrevivir. El oficio de
tosher
no se enseñaba, se aprendía. Cada uno de ellos tenía en la memoria su propio manual, personal e intransferible.

Buscaban cualquier cosa: monedas, joyas, frascos, pedazos de metal. El gran tesoro, el hallazgo que justificaba su vida de lucha contra la oscuridad, el agua, las ratas y los excrementos, era el
tosheroon
: un montón de monedas de cobre y plata, unidas en una especie de bola tras siglos de humedad y podredumbre.

Los
toshers
desaparecieron a mediados del siglo
XIX
, cuando las desembocaduras fluviales de las cloacas fueron cerradas con rejas y el gobierno ordenó la elaboración de planos de aquel mundo hasta entonces ignorado. Aprovechando esos trabajos, un explorador Victoriano, John Hollingshead, recorrió en 1860 el imperio de los
toshers.
Sigue un fragmento de su relato:

En Piccadilly ascendimos por una boca secundaria, sólo para respirar una bocanada de aire fresco y echar un vistazo a Green Park, y volvimos a sumergirnos para concluir nuestro viaje. No habíamos avanzado mucho en nuestro camino descendente cuando los guías se detuvieron y me preguntaron si sabía dónde estábamos. La pregunta me pareció totalmente innecesaria, ya que mi posición en la cloaca era muy evidente.

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