Historias de Londres (4 page)

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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

BOOK: Historias de Londres
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£1 e/w Segala York 16,15

Segala, por cierto, es un precioso caballo negro con un hándicap muy mediocre que me ha dado varias alegrías.

Cuento todo esto por si alguien se anima. Incluso sin acercarse al hipódromo, viendo la carrera en el monitor de un garito lleno de humo, toses y papeletas arrugadas, los
gee-gees
constituyen un emocionante entretenimiento para aristócratas y canallas. Los dos extremos de la escala social son, por cierto, lo interesante de esta isla políticamente incorrecta, hecha para señores y siervos. De un lado, nobles carcas y disolutos, eximios
scholars
de Oxford y Cambridge, financieros sin escrúpulos, la clarividente aristocracia profesional —economistas, abogados, periodistas, arquitectos—, los mandarines de la función pública; del otro,
hooligans,
fontaneros incapaces, parados de larguísima duración, campeones en el lanzamiento de dardos y en el consumo de pintas, gente feliz en su cerrazón patriotera que lee el
Sun
y el
Mirror.
Todo ese personal interesante, elites y lumpen nativo —los no nativos, asiáticos y demás, no cuentan: no sienten respeto por las tradiciones, trabajan y prosperan por su cuenta—, se distingue porque alivia sus necesidades en el
loo
, en el retrete. Las clases medias hablan de
toilet
: eufemismos, inseguridad menestral.

Mi ritual sabatino se completa con una visita a la sala de exposiciones de Christie's, la más antigua casa de subastas de Londres, cuya sucursal de
rarezas
está situada en la misma Old Brompton. Aunque la mayoría de las cosas son caras, verlas merece la excursión. Uno puede contemplar, sin pagar entrada, los objetos más bellos y dispares: una colección de juguetes antiguos, una guitarra de Jimmy Hendrix, un daguerrotipo insólito o unas sillas
chippendale.
Y también se puede comprar, aun disponiendo del presupuesto más exiguo. Por unas 10.000 pesetas, Lola adquirió en una subasta una chaqueta de cachemir negro que perteneció a Peter Sellers y que ella aún utiliza, y un autógrafo de Charles Chaplin —una de mis debilidades personales— sobre un viejo billete de una libra. Todo es sentarse, disfrutar del espectáculo (las pujas anónimas por teléfono, los abogados, las señoras elegantes) y aprovechar la ocasión si se presenta.

Cuando me instalé en Londres, el presidente de Christie's era Peter Alexander Rupert Carrington, sexto barón Carrington de Bulcot Lodge, Lord Carrington para entendernos. Vivía en el barrio, en una mansión señorial que en lugar de jardín tenía un huertecito que cultivaba personalmente, y conversé una vez con él por motivos de trabajo: fue una auténtica suerte conocer a un hombre tan sabio y tan encantador. Acababa de asumir, en 1991, la presidencia de la Conferencia de Paz de Yugoslavia —un auténtico fiasco— y tenía tras sí una carrera política apabullante: había sido ministro con Winston Churchill, presidente del Partido Conservador, primer Lord del Almirantazgo, comisario británico para Australia, jefe de la Cámara de los Lores, jefe de la oposición, ministro de Asuntos Exteriores y secretario general de la OTAN. Era flemático y despistado como un personaje aristocrático de P. G. Woodehouse, y una anécdota que él mismo ha contado muchas veces le retrata a la perfección. Ocurrió en Londres, durante un banquete en honor del líder soviético Nikita Jruschov. «Dígame, señor… Brimlov», le preguntó a su vecino de mesa, tras echar una brevísima ojeada al tarjetón sobre su plato, «¿trabaja usted en la Embajada de la URSS?». «No, señor», fue la respuesta. «Mi nombre es Brimelow, mi familia ha vivido en Worcestershire durante los últimos mil años y trabajo con usted, en un despacho contiguo al suyo, en el Foreign Office».

Lord Carrington era uno de los vecinos ilustres del barrio de South Ken.

EL JARDÍN DE PETER

Los parques son el gran éxito del suroeste de Londres. Hay muchos en la ciudad, pero, salvo Regents y el distinto, distante e inmenso Richmond, ninguno resiste la comparación con el dúo Hyde Park-Kensington Gardens. Hyde y Kensington son contiguos y no hay nada que los separe (la teórica línea divisoria se traza en los mapas a partir del Albert Memorial), pero no son iguales. Hyde es más amplio, más silvestre y tiene un cementerio de perros (junto a Victoria Gate) y un río auténtico: la Serpentine no es un lago artificial, sino el Westbourne, un afluente del Támesis que nace en las alturas de Hampstead. El Westbourne, como otras corrientes fluviales de Londres, fue soterrado entre los siglos
XVII
y
XVIII
para evitar su hedor —no había otra cloaca— y ahora sólo asoma brevemente el lomo en la Serpentine. Kensington dispone del lujo de la Orangerie, una terraza para estetas, y no es exactamente parque, sino, como su propio nombre indica, jardín. Es un vestigio de un Londres en el que una de las ocupaciones del caballero consistía en pasear con garbo, y conserva un espíritu discreto y elegante.

Hyde y Kensington son melancólicos en invierno, restallan de verdor en primavera y son en otoño hermosos como una niñez perdida. Aunque en el siglo
V
algunas tribus sajonas se instalaron por un tiempo en aquel paraje, a una prudente distancia de la Londinium romana, ya sin legiones pero para ellos inquietante en su trajín urbano, los parques gemelos han permanecido desde entonces libres de asentamientos humanos, ya como coto real de caza, ya como reserva de vegetación, aves y almas errantes.

Si hubiera que elegir, yo me quedaría con Kensington Gardens. Probablemente porque en los jardines transcurre la historia de Peter Pan, el héroe imposible cuya estatua se alza junto a la Serpentine.

La historia puede comenzar en un banquete de Nochevieja, el que despedía el año 1898. Sylvia Llewellyn Davies, hermosa como de costumbre, un poco gruesa por el embarazo, se sentó a la izquierda de su circunspecto esposo. Junto a ella, al otro lado, tomó asiento un caballero bajito y de aspecto aniñado que no le era del todo desconocido. Resultó ser un tal James Matthew Barrie, escocés, periodista y aspirante a escritor. Como los Davies, vivía en Kensington: ellos residían cerca de Bayswater, en el 31 de Kensington Park Gardens, una hermosa mansión de estuco Victoriano cuyo aspecto exterior es exactamente el mismo hoy que entonces; él acababa de alquilar un apartamento en el 133 de Gloucester Road, hoy un bonito
cottage.
Y alguna vez se habían cruzado por el parque, ella con sus niños, él con su san bernardo Porthos. Intimaron durante aquella cena, y a las 12 brindaron alegremente por un feliz 1899. A ella había de traerle un nuevo hijo, al que de ser chico —sería ya el tercero— bautizaría con el nombre de Peter. Barrie había de publicar su primer libro, una recopilación de cuentos escoceses que pensaba titular
Auld licht idylls.
Un brindis por Peter. Un brindis por los cuentos.

Barrie se acostumbró a acompañar a Sylvia en sus paseos por Kensington Gardens, y estableció una estrecha, compleja y duradera relación con los Davies, hasta el punto de ser nombrado tutor de los niños en el caso de que la pareja muriera. El hijo mayor de Sylvia, George, con cuatro años, se encariñó de inmediato con aquel señor capaz de mover las orejas y muy bien informado sobre ciertos piratas y sobre las hadas y duendes que, en secreto, vivían en el parque. Barrie mantuvo toda su vida una devoción profunda y atormentada hacia el pequeño George: sólo en su diario íntimo fue capaz de insinuar una pulsión pedófila que nunca se tradujo en hechos.

George aprendió gracias a Barrie que antes de nacer los niños eran pájaros, y que mantenían durante algún tiempo la capacidad de volar. George ya no podía, porque al crecer pierde uno facultades. Pero el pequeño Peter, a bordo de su cochecito, sí era capaz de salir volando cualquier día. Peter se convirtió pronto en el héroe de las historias que Barrie y George se contaban uno a otro. Cuatro años después, en 1902, J. M. Barrie publicó su novela
El pajarito blanco,
tejida con los cuentos del parque. En ella aparecía por primera vez Peter Pan, el niño que no quiso crecer.

El Peter Pan inicial cargaba con la amargura infantil de Barrie: la muerte de su hermano David, que ya no creció y fue niño para siempre en el recuerdo de la madre, mientras James era enviado a un colegio; cargaba también con los esfuerzos de James por
ser
David, el amado niño difunto. Peter Pan era «el niño trágico», el que «llamó, madre, madre, pero ella no le oyó; en vano golpeó contra las rejas de hierro. Tuvo que volar de regreso, sollozando, a los jardines. Y nunca más volvió a verla».

Aquel era un Peter Pan condenado a ser niño por el olvido materno. Vivía en el islote de los pájaros, en la Serpentine del parque —el islote y las aves siguen ahí todavía—, en un nido construido con un billete de cinco libras que había perdido el poeta Shelley, y de vez en cuando, cuando otro niño se perdía y moría de frío por la noche, se encargaba de «cavar para él una tumba y erigir una pequeña lápida». Peter Pan, sepulturero, desnudo, solitario, con una edad de siete días para siempre.

La obra teatral, estrenada en 1904, cambió las cosas. Peter Pan había crecido un poco, al igual que los niños Davies, George, Jack y Peter. El aspecto externo del nuevo Pan mostraba algún parentesco con el Puck shakespeareano. Y había superado sus problemas. Ya no echaba en falta a su madre; es más, no sentía cariño alguno por esos personajes sobreprotectores y autoritarios. Y contaba por ahí que había volado de su casa para siempre cuando oyó hablar a sus padres «sobre lo que yo iba a ser cuando me convirtiera en un hombre. ¡Yo no quiero ser un hombre! Yo quiero ser un niño y pasármelo bien. Así que me fui a Kensington Gardens y viví con las hadas durante mucho tiempo».

¿Cómo no iba a enamorarse Tinker Bell, la diminuta hada personal de Peter, de aquel tipo egoísta, divertido, irresponsable y desmemoriado? Cuanto más la ignoraba Peter, más le amaba ella. El muy canalla se permitía incluso traer amiguitas, como Wendy, a Neverland, el País de Nunca Jamás, seguro como estaba de que «siempre tendré a Tink».

(El nombre
Wendy
, bastante popular desde hace muchos años en los países anglófonos, lo inventó Barrie. No es más que la deformación de la palabra
friendy
—amiguito— según la pronunciaba la niña Margaret Henley, otra de las acompañantes del escritor y de su perro Porthos en los paseos por Kensington Gardens.)

El archienemigo de Peter Pan, anarquista ignorante y feliz, no podía ser otro que el atildado capitán Hook. «Desde luego, Hook [Garfio] no era su verdadero nombre; revelar su auténtica identidad podría causar, incluso ahora, un gran escándalo en el país». Baste saber que Hook, circunstancialmente jefe de los piratas de Neverland, había cursado estudios en el selecto colegio de Eton y que hacía gala de una exquisita educación. Sabía elegir el vestuario adecuado para abordar los buques enemigos y, llegado el momento de la matanza en cubierta, cambiaba otra vez de atuendo.

Hook era un hombre perseguido por un cocodrilo que hacía tic-tac, obsesionado por su propia imagen y —pobre mortal— interesado en que el mundo guardara recuerdo de su gloria. Peter Pan le dio su merecido, acabando con él en singular combate. Y muchos años después —en el fragmento
Cuando Wendy creció
— le remató con suprema elegancia: «¿Quién es el capitán Hook?», dice Peter. «¿No te acuerdas de cómo le mataste y salvaste nuestras vidas?», pregunta Wendy. «Los olvido después de matarlos», responde Peter con desgana.

La última noticia de Peter Pan se hizo pública el 22 de febrero de 1908, fecha en que se representó por primera vez el epílogo
Cuando Wendy creció.
Peter volvió muchos años después a buscar a Wendy —a la que consideraba ya
su madre
—, pero Wendy había crecido; sin mayores problemas se fugó unos días con Jane, la hija de Wendy. Cuando Jane creció, frecuentó a la hija de ésta, Margaret. Y así hasta hoy.

Desde 1913, cada 24 de diciembre se representa en Londres la obra teatral. Y el Parlamento de Westminster tomó en 1988 la excepcional medida de prolongar eternamente los derechos de autor de la obra, que por deseo de Barrie revierten en el Hospital para Niños Enfermos de Great Ormond Street.

Arthur Davies falleció en 1906. Barrie se hizo cargo, económicamente, de Sylvia y de los niños. En 1910 murió también Sylvia y el escritor se quedó a solas con unos muchachos que crecían y abandonaban uno a uno el hogar. George murió en 1915, a los 22 años, en una trinchera de la Primera Guerra Mundial. Se le encontró en el bolsillo una carta de Barrie con noticias de Peter Pan. El
otro
Peter, Peter Llewellyn Davies, quedó inválido poco después por una herida de guerra. El más pequeño de los Davies, Michael, se ahogó en 1921. J. M. Barrie murió el 19 de junio de 1937.

Quedan Peter Pan y los jardines.

EL DIOS DEL SENTIDO COMÚN

El norte de Europa es protestante; el sur, católico; el este, ortodoxo. Esa simplificación más o menos burda se hace imposible en las brumosas islas occidentales, aunque Escocia sea muy protestante —mayormente presbiteriana— e Irlanda muy católica, con los condados norirlandeses como zona de fricción entre ambas religiones. ¿Cuál es la religión de Inglaterra? La iglesia anglicana fue instituida por razones políticas —el absolutismo renacentista de Enrique VIII— y jamás formuló objeciones doctrinales de importancia contra el catolicismo. La diferencia entre ambas fes se limita a una antigua cuestión de poder terrenal: la obediencia al papa o al rey. Yo suponía que, al cortar el cordón umbilical con el Vaticano y al haber importado dinastías reales estrictamente protestantes, como los Orange holandeses y los Sajonia-Coburgo alemanes, Inglaterra se había decantado por la reforma luterana. Sin embargo, me intrigaba que la estructura social y los valores de referencia —cuna o mérito, autoridad o trabajo, campo o ciudad— hubieran permanecido más bien en el ámbito católico.

Hablé de ello, durante un viaje en taxi, con Miguel Ángel Bastenier, un periodista muy versado en historia, que estudió en Inglaterra y sostiene desde entonces una curiosa relación de amor y odio con el país.

—¡Católicos, amigo mío, católicos! —exclamó. Los ingleses son católicos disfrazados. La High Church, ésa es la clave.

Bastenier conoce a la perfección la sociedad inglesa. Es también un hombre que piensa en términos geopolíticos (algo cada vez más inusual en el periodismo de la inmediatez) y que ha optado, geopolíticamente, por el bando católico y continental de Europa.

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