Hijos del clan rojo (51 page)

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Authors: Elia Barceló

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

BOOK: Hijos del clan rojo
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—Parece que por fin te has animado a salir del agujero en el que te hubieras metido y venir a ayudar a Clara —le dijo, ofreciéndole esa sonrisa que le cosquilleaba la boca del estómago, mientras se inclinaba a besarla en las mejillas.

—Parece que tú también —dijo Lena por fin.

—Por Pascua no lo conseguí, pero ahora tenemos un puente relativamente largo y he conseguido convencer a mi hermano de que me acompañe a ver la zona.

—¿Tu hermano?

—Sí. Nos llevamos ocho años pero dicen que nos parecemos mucho. Es él quien te ha visto hace un rato, ha venido al hotel y me ha dicho dónde estabas.

—Y tu hermano ¿cómo sabe quién soy?

Lenny se miró las punteras de las deportivas como si ahí estuviese escrita la respuesta.

—Le enseñé tu foto en Facebook hace un par de meses. Cuando aún me hacía ilusiones… —Dejó sin terminar la frase y pidió una cerveza al camarero—. ¿Has conseguido ver a Clara? —continuó, cambiando de tema, cuando Lena ya empezaba a temerse que la conversación derivara a una cuestión que prefería no tocar.

—Sí. No me explico que me hayan dejado verla, pero sí. Está en una especie de castillo-chalet enorme, con mucho personal, y da la sensación de que la tienen prácticamente secuestrada. No me han dejado quedarme allí a dormir, pero al despedirnos me ha pedido que vuelva mañana. Está muerta de miedo, Lenny.

—¿Del parto?

—¡No, hombre! De ellos.

—¿Quiénes son ellos?

Lena bajó la voz.

—La familia de Dominic, bueno, su clan.

—¿Son escoceses? —preguntó él, tratando de hacer un chiste.

—No sé lo que son, pero son algo raro. No es una familia normal, ni siquiera es una familia de mafiosos como los que salen en las películas. Son… otra cosa. Ya me iré enterando. ¿Quieres que vayamos juntos mañana?

—¿Por qué no vamos juntos ahora?

—¿Ahora?

—¿Tienes mejor plan? Sólo son las nueve y veinte y estamos en Italia. Podemos decir que habíamos pensado pasarnos a tomar una copa. Lo peor que puede suceder es que nos cierren la puerta en las narices, y ya que hemos venido hasta aquí…

—Antes me ha dicho que Dominic viene una o dos veces por semana. ¿Qué hacemos si está?

—Le damos la mano como personas educadas y le decimos que hemos venido a visitar a su mujer, que es amiga nuestra.

Aún no había decidido si aceptar el plan o no cuando Lenny llamó al camarero y pidió la cuenta. Pagó Lena después de un pequeño tira y afloja y de prometer que, tanto si conseguían ver a Clara como si no, luego dejaría que Lenny la invitara a una copa.

—Tengo el coche ahí detrás, en un aparcamiento subterráneo, a apenas dos calles. ¿Vienes conmigo o esperas aquí?

—Voy contigo.

Echaron a andar con rapidez, en silencio. Al cruzar una plaza, acodado a una mesa alta donde titilaba una vela en una tulipa anaranjada, a Lena le pareció ver de nuevo a alguien conocido.

—¿No es ése Dominic? —susurró.

Lenny buscó con la mirada.

—Si lo es, está muy cambiado.

—¿Tú crees?

—No sé. Sólo lo vi dos o tres veces cuando iba a esperar a Clara al instituto a principios de curso y, como te puedes imaginar, no lo miraba con mucha atención.

—Ve tú a buscar el coche y yo te espero en esta esquina, ¿vale?

—¿Por qué?

—Porque quiero ver qué hace aquí en lugar de estar en casa, con Clara. Igual ha venido a encontrarse con alguien.

—Tú has visto mucho cine.

—¡Venga! —dijo ella, empujándolo para que se marchara.

—No tardo ni tres minutos. Estate lista.

Asintió con la cabeza sin quitarle ojo a Dominic, que acunaba una copa de algo rojo con una rodaja de naranja y parecía perdido en la contemplación del líquido.

Lena se refugió en las sombras de un portal para poder ver sin ser vista y siguió mirándolo casi fascinada. Lenny tenía algo de razón, había cambiado. Ahora ya no parecía un chico de veinticinco años, parecía mucho mayor, más maduro, con más mundo. Llevaba una americana de hilo, de color crudo, sobre una camisa rosa claro sin corbata, y el cabello natural, sin gomina ni fijador. Seguía siendo guapísimo, con ese esplendor que sólo tienen los actores de las películas de Hollywood filmados por un gran fotógrafo.

Lena desvió la vista hacia la esquina, por si aparecía Lenny con el coche y, cuando volvió a mirar, Dominic estaba abrazado a una mujer casi tan alta como él, con una figura espectacular y una enorme melena roja. Un instante después se estaban besando apasionadamente. Lena tragó saliva y en ese momento vio aparecer un deportivo negro junto al portal donde se escondía. Lenny le abría la puerta.

—¡Venga, sube! Si Dominic está aquí en el bar ahogando sus penas en alcohol, tenemos posibilidades de encontrar a Clara sola en casa.

Antes de que pudiera decidir si contarle lo que acababa de ver o callárselo, habían salido de la plaza. Muchos meses atrás, Clara le había contado que la hermana de Dominic era una mujer guapísima, con un cabello precioso, rojo y rizado, como las mujeres que pintaba Dante Gabriel Rossetti. ¿Sería su hermana, la famosa Eleonora? Imposible. Nadie besa así a una hermana.

Pero si no era su hermana, entonces ¿quién era? ¿Una amante?

Y Clara, ¿lo sabría?

—¡Qué silenciosa estás!

—Acabo de ver a Dominic besando a una mujer.

—Son cosas que a veces hacemos los hombres, ¿sabes? Y algunas mujeres también lo hacen.

—Dominic está casado con Clara y están a punto de tener un hijo.

—Seguro que lo puede explicar… Ese tipo tiene explicaciones para todo —dijo, con ánimo de hacer un chiste.

—No le veo la gracia, Lenny.

—No se te ocurra decirle nada a Clara. No sabes de qué se trata y, si está tan asustada, sólo le faltaría eso.

—Tengo que saber quién es esa mujer. Si nos dejan entrar en la casa, igual hay alguna foto y puedo preguntarle a Clara —dijo Lena casi hablándose a sí misma.

—Vale que sean una familia rara, pero en la mayor parte de las familias que yo conozco la foto de la amante no se suele poner en el salón para que los invitados pregunten por ella.

—Es que creo que es su hermana.

Lenny soltó un silbido, desvió el coche hacia un mirador frente al mar y cortó el contacto. El viaje había durado apenas ocho minutos.

—La boca del lobo —informó—. ¿Probamos?

Lena bajó del coche y se abrazó a sí misma. La temperatura había descendido unos grados y no llevaba chaqueta porque había pensado que volvería directamente al hotel.

—¿Tienes frío?

Ella se encogió de hombros y acabó por asentir. Lenny abrió el maletero, pareció pensarlo mejor, lo volvió a cerrar, se quitó el
hoody
y se lo dio a ella con una sonrisa.

El maletero había estado abierto apenas unos segundos, pero a Lena le dio tiempo a darse cuenta de que, tirada de cualquier manera, una camiseta gris con oso, ardillas y D
ON’T MESS WITH US
le hacía guiños desde el fondo.

Viena (Austria)

Era más de medianoche y la Karlsplatz estaba prácticamente desierta, a excepción de una pareja que caminaba hacia casa bajo el paraguas y dos chavales que, con las capuchas echadas, se apresuraban por la escalera del metro para no perder el último tren.

Daniel acababa de salir del pub irlandés donde media docena de compañeros habían celebrado el final de su servicio militar y la vuelta al estado civil y a la libertad de movimientos. No había bebido demasiado, pero notaba lo suficiente el alcohol como para haber decidido ir caminando hasta casa de su prima Sophia, donde iba a pasar la noche; al día siguiente pensaba volver a Innsbruck, entrevistarse de nuevo con Max y decidir cuál sería el próximo paso. Ahora que era libre, la prioridad era encontrar a Lena.

Un par de meses atrás, Max había recibido noticias, fidedignas según él, de que Lena estaba bien y no podría ponerse en contacto durante un largo tiempo. Desde entonces no habían vuelto a saber de ella. Empezaba a tener la sensación de que se había enamorado de un fantasma y ahora llevaba meses cultivando un amor inexistente con una novia invisible. Cualquier persona con dos dedos de frente habría hecho lo posible para quitarse la obsesión y volver a enamorarse de una chica normal, con la que poder salir y con la que poder hacer planes de futuro, sobre todo ahora que el verano se acercaba. Pero él, al parecer, no tenía los dos dedos de frente necesarios para abandonar a Lena. Seguía llevando siempre en un bolsillo la cajita con el anillo de piedraluna, como un talismán, esperando el momento de volver a verla y poder dárselo. «¡Eres imbécil, chaval! —se dijo con cierto cariño, sonriendo bajo la lluvia, admirado de su propia estupidez—. ¡Eres imbécil y cabezota! Pero al menos ahora eres libre y vas a poder ponerte en marcha.»

No hacía demasiado frío y la llovizna resultaba casi agradable después del calor del pub. Se cubrió la cabeza con la capucha de la cazadora y siguió caminando a buen paso, notando cómo se iba despejando conforme avanzaba por el Naschmarkt, a esas horas oscuro y silencioso. Donde durante el día se encontraban docenas de puestos de toda clase de frutas y verduras, pequeños locales de comida de cualquier parte del mundo y tenderetes de objetos de segunda mano, ahora no había más que dos filas de casetas cerradas a derecha y a izquierda.

Llevaba la cabeza baja para mojarse lo menos posible y de vez en cuando, por pura precaución, alzaba los ojos hacia el final de la calle vacía.

A lo lejos, una figura avanzaba en su dirección también por el centro de la calle. Se apartó un poco a la derecha para cruzarse con el hombre que caminaba de prisa hacia él, aunque aún no estaba tan cerca como para poder verle la cara.

Sorprendentemente, en apenas dos segundos había llegado casi a su altura y su mirada se clavaba fijamente en la de él, inexpresiva pero tan cargada de fuerza como un iceberg en movimiento.

Daniel había cumplido más de medio año de entrenamiento militar, había hecho todos los cursillos de defensa y de lucha de todo tipo que le habían ofrecido, más por deseo de evitar el aburrimiento que por auténtico interés, y cuando caminaba solo por la noche se sentía razonablemente seguro.

Sin embargo, cuando vio al hombre que se dirigía derecho hacia él, supo que estaba a punto de atacarlo y que todos sus conocimientos de defensa personal no le servirían de nada, que nadie lo había preparado para eso.

El tipo era enorme, corpulento, y se desplazaba como si fuera un toro o un búfalo a punto de embestir, como un ariete de puro músculo, a pesar de que sus movimientos eran tan suaves que parecía deslizarse cortando la noche, como un proyectil en busca de un blanco.

No podía verle bien la cara, a pesar de la corta distancia, como si llevara algo fino cubriéndole las facciones, una media, quizá, pero estaba claro que se trataba de alguien que tenía costumbre de matar y que probablemente pensaba hacerlo con las manos desnudas, porque no parecía llevar ninguna arma.

Dani se desplazó hacia la izquierda y el hombre siguió su movimiento con una facilidad increíble en alguien tan pesado. Volvió a hacer una finta y su contrincante se encontró de nuevo frente a él sin perder un paso. Era como estar viviendo en carne propia el tipo de efectos especiales que conocía del cine. No era posible que nadie se moviera así y sin embargo el otro lo hacía.

Echó un rapidísimo vistazo a izquierda y derecha. Estaban solos en medio del aparcamiento contiguo al mercado. La buena noticia era que no se trataba de una encerrona de varios tipos contra él. La mala era que no había nadie que pudiera ayudarlo.

Sabiendo que no podría evitarlo de ningún modo, se preparó para el encontronazo que no podía dejar de producirse, repartió el peso de su cuerpo afirmándose sobre ambas piernas, dobló las rodillas y esperó para tratar de desviar la fuerza del impacto en cuanto se produjera.

Curiosamente, su primer y único pensamiento antes de que aquella máquina de matar se le echara encima fue: «Max tenía razón. Resulta que estoy en peligro».

Luego ya no le dio tiempo a pensar nada más. Sintió el puño del otro en su hombro derecho, como el golpe de un martillo neumático, como la coz de un mulo y, a pesar de su intento de desviar la fuerza como le habían enseñado, no pudo hacer nada salvo volar por los aires convertido en un muñeco de trapo; el brazo se le quedó inútil instantáneamente y el dolor fue tan intenso que apenas si le dio tiempo a nada que no fuera intentar caer lo mejor posible para no romperse la cabeza contra los adoquines y proteger la lengua detrás de los dientes para no cortársela.

El tipo de ataque lo había cogido tan por sorpresa que ni siquiera se le había ocurrido gritar pidiendo ayuda ni probablemente la habría recibido aunque hubiera gritado. El aparcamiento, a pesar de encontrarse en pleno centro, estaba vacío, y la gente, sobre todo en las grandes ciudades, tenía cada vez menos valor para enfrentarse a un peligro que no le afectara directamente.

Mientras volaba, antes de caer, trató de que su cuerpo recordara cuál era la posición más ventajosa para descomponer la caída, pero, para su sorpresa, no hizo falta porque, en lugar de darse contra el asfalto como esperaba, lo recogieron los brazos del mismo hombre que acababa de atacarlo y que no podía encontrarse allí, tres metros más lejos. Era sencillamente imposible. Y sin embargo, allí estaba, como un jugador de balonvolea listo para el remate.

Aún atontado por el golpe y el dolor del brazo, oyó una voz suave, sin acento, junto a su oído derecho:

—Ya sabes que no puedes huir, así que no lo intentes.

Se sentía ridículo abrazado por aquella bestia como una novia en brazos de su marido a punto de cruzar el umbral de su nueva casa, pero el extraño no hacía ademán de soltarlo y se había puesto de nuevo en marcha, caminando como si no tuviera que hacer ningún esfuerzo para llevarlo en vilo.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó.

—Nada. Lena quiere algo.

—¿Lena? ¿Está aquí, en Viena? —Trató de ponerse de pie y empezó a forcejear y a patalear como si tuviera dos años y un adulto lo llevara a alguna parte contra su voluntad, pero el hombre siguió caminando, sin soltarlo. Aún no podía mover el brazo y le seguía doliendo horriblemente, pero no quería continuar en brazos de aquella bestia.

—Vas a ir a verla.

—¿Adónde? ¿Dónde está?

—No necesitas saber más por el momento.

A pesar de lo absurdo de la situación, Daniel consiguió relajarse lo suficiente como para volver a pensar. Si aquel tipo decía la verdad y lo llevaba a ver a Lena, lo demás tenía una importancia secundaria. Ya había acabado el servicio militar y era libre de ir a donde quisiera, de modo que, por ese lado, no iba a tener ningún problema.

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