Read Hijos del clan rojo Online
Authors: Elia Barceló
Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico
—¡Vamos, Clara! —gritó Kaltenbrunn al cabo de un tiempo que a Lena se le hizo eterno—. ¡Ahora! ¡Empuja ahora! ¡Otra vez! ¡Ahora!
—Vamos, princesa, ánimo; ya casi ha terminado todo —dijo Dominic mirándola fijamente.
Clara se sentía a punto de desmayarse y, si hubiera podido hacerlo conscientemente, no habría dudado un instante. Jamás había imaginado que algo pudiera doler de esa manera.
Echaba mucho de menos a su madre, que le había prometido llegar a tiempo para el parto y ahora, según le habían dicho, estaba detenida en el aeropuerto de Roma por una huelga imprevista. Y el tener que pasar por una cosa así rodeada de desconocidos vestidos como para un baile de máscaras en lugar de estar sola con Dominic y su madre añadía a los dolores un elemento espantoso de terror.
No entendía nada. No entendía qué hacían todos allí, por qué se habían disfrazado de ese modo, por qué la miraban sin ninguna expresión, con esa mirada de reptil. Le daba miedo aquel hombre de las gafas de espejo vestido de cardenal que la contemplaba con una mueca de desagrado, como si ella fuera un gusano que alguien hubiera aplastado al pasar.
Gritó de nuevo sin poder evitarlo y dio un violento apretón a la mano de Dominic. Dolía. Dolía horriblemente.
Le daban miedo el otro hombre y las dos mujeres que observaban su sufrimiento con total frialdad. No conseguía comprender qué hacía Eleonora a su espalda. Primero había pensado que iba a abrazarla por detrás, para darle ánimos; pero no la tocaba. Se limitaba a estar allí, en silencio. Ella sentía su presencia detrás de la silla paritoria y si los espasmos que sufría le hubieran concedido un respiro se habría dado la vuelta para ver qué estaba haciendo.
Pero el dolor casi no la dejaba pensar.
Por fortuna, Dominic estaba a su lado, animándola, apretándole la mano, como ella había imaginado siempre que haría cuando llegara el momento. Y Lena también estaba. La única que vestía de blanco en aquella reunión de fantasmas rojos. Se veía que también ella estaba asustada. Tenía la frente sudada, los pómulos se le marcaban bajo las ojeras; sus ojos brillaban afiebrados, como cuentas de vidrio, traspasándola.
Intentó sonreírle, pero en ese momento el dolor le quitó el aliento.
Las contracciones ya no le daban respiro. Se sucedían como olas de un mar embravecido y sentía la cabeza de su hijo abriéndose paso entre sus piernas, rompiéndola, desgarrándola.
—Vamos, Clara, un poco más, ya casi está. —La voz de Dominic, lejana, como si llegara desde el fondo de un barranco muy profundo por donde pasara un río revuelto, trizando el fragor de sus aguas en ecos que se repitieran entre sus paredes de roca.
—¡Clara! ¡Ahora! ¡Empuja ahora! ¡Otra vez! ¡Ahora! —La voz del tío Gregor, perentoria, una voz que no podía desoír.
—¡Ahhhhh!
Con un supremo esfuerzo empujó como le ordenaban y, de un segundo a otro, algo se escurrió entre sus piernas dejándola de golpe vacía y aliviada; tanto, que estuvo a punto de perder la conciencia. Cerró los ojos, agradecida, y sonrió. El dolor había cesado. No sabía si volvería a doler, pero de momento había cesado. Y el niño estaba en el mundo. El tío Gregor acababa de levantarlo, diminuto y ensangrentado pero vivo, con los ojos oscurísimos abiertos, brillantes, clavados en los de ella.
—¿Está bien? —jadeó—. ¿Está sano? Dámelo, por favor, dámelo, déjame que lo abrace.
Sin contestarle ni reaccionar a sus preguntas de ningún modo, las manos del médico levantaron al bebé a la vista de todos los clánidas, que rompieron a aplaudir como transfigurados al ver la forma diminuta del más joven de la familia.
—Bienvenido a tu clan, Arek —dijo Gregor Kaltenbrunn con la voz más dulce que tanto Clara como Lena le habían oído jamás—. Bienvenido a la tierra. —Cortó el cordón umbilical, lo envolvió en un paño tan rojo como la misma sangre que lo cubría y se lo pasó a Dominic con una sonrisa.
Éste lo miró unos instantes, fascinado, con los ojos húmedos.
—Dámelo, Dominic, dame al niño —gimió Clara, alzando los brazos—. Déjame cogerlo, por favor.
—Bienvenido, Arek —dijo solemnemente, sin reaccionar a lo que Clara le estaba pidiendo—. Yo soy tu padre. —Lo besó en la frente y, levantándolo, pasó el bebé a Eleonora, que tenía los ojos llenos de lágrimas—. Y ésta es tu madre —añadió.
Lena lanzó un grito sin darse cuenta.
La expresión de horror de Clara era como la de una estatua de piedra. No conseguía pronunciar palabra aunque había abierto la boca para gritar. Pero Lena, su amiga de siempre, estaba hablando por ella.
—¿Quéee? ¿Cómo que su madre? ¡Su madre es Clara!
Todos se volvieron hacia ella, inexpresivos.
—Clara no puede ser su madre —dijo el hombre desconocido para Lena, el que parecía un antiguo rey inglés—. Esa muchacha es
haito
.
Las dos amigas se miraron, totalmente perplejas.
—Pero… pero… Eleonora y Dominic son hermanos —consiguió decir Lena.
Dominic ayudó a Eleonora a bajar de la silla alta donde había estado sentada durante el parto, cambiaron una mirada, sonrientes, Eleonora abrazando fuerte al bebé, y miraron a Lena, que se había quedado de piedra.
—No —dijo Dominic pasando su brazo por los hombros de la mujer en un gesto tan posesivo como protector—. Eleonora es mi esposa.
Desde la silla paritoria, donde había empezado a sentir de nuevo las contracciones que le permitirían expulsar la placenta, Clara gritó como un animal herido.
—¿Qué dices? ¿Tu esposa? ¡Tu esposa soy yo! ¡Te acabo de dar un hijo! —Estaba fuera de sí. Sentía un rugido en los oídos y un velo rojo había empezado a nublarle la vista—. ¡Dame a mi hijo! ¡Quiero tenerlo yo! ¡No quiero que lo tenga Eleonora! ¡Dámelo!
Nadie pareció sentirse afectado por los gritos desesperados de la muchacha.
—¿Y Clara? —preguntó Lena con un hilo de voz—. Si Eleonora es tu mujer, ¿qué es Clara?
—La
haito
que nos ha dado un hijo, que ha dado un hijo al clan rojo. Le estamos muy agradecidos.
—Entonces, ¿todo era mentira? ¿Nunca la has querido? —A pesar de que Lena siempre había detestado a Dominic sin saber por qué, no conseguía aceptar que estuviera diciendo de verdad que todo había sido una farsa para conseguir tener un hijo.
—No seas absurda, ¿cómo iba a quererla? Soy
karah
. Ella no es más que… —Era evidente que estaba a punto de decir que no era más que una humana común, como si hubiera dicho que no era más que un animal, pero no terminó la frase, quizá para no ofender a Lena, ya que el Shane parecía tener interés en ella—. En fin… —Paseó la vista por los reunidos como buscando confirmación—. ¿No comprendes? La he tratado bien, le he dado todo lo que sabía que podía gustarle, me he preocupado por su bienestar y su seguridad. ¿Qué más esperabas, estúpida?
Eleonora había bajado de la silla y mientras hablaban se había ido alejando hacia el fondo, donde iban a cortar el cordón umbilical de Arek, para después lavarlo y vestirlo.
Clara seguía el diálogo de Dominic y Lena como algo que estuviera sucediendo en un lugar muy lejano, en una lengua incomprensible. Sentía la sangre deslizarse entre sus muslos y una pulsación caliente y constante en alguna parte de su bajo vientre. No podía aceptar que todo aquello estuviera sucediendo de verdad, en su propia vida. ¿Estaba diciendo Dominic que nunca la había querido, que todo había sido una farsa para quitarle a su bebé? ¿Dominic, su Dominic, el hombre de su vida, el padre de su hijo, estaba diciendo que todo había sido mentira, una mentira para tenerla contenta mientras ella les daba lo único que querían y que, aparte de eso, no la consideraban más que basura? No era posible. Dominic la quería. No podía hacerle una cosa así. Tenía que tratarse de un error. No comprendía bien lo que estaba pasando. Estaba a punto de desmayarse. Tenía que dejar que Lena hablara por ella, que lo entendiera todo para poder explicárselo después, cuando volviera a tener fuerzas, cuando volviera a despertar del sopor en el que estaba cayendo.
Necesitaba dormir. Tenía que descansar. Estaba agotada. Cuando despertara, se daría cuenta de que todo había sido un mal sueño, una pesadilla. Dominic la abrazaría, le llevaría a Arek lavado y perfumado y ella podría ponérselo en el pecho y ser feliz.
Y luego empezaría su vida de verdad. Se iría con él a recorrer el mundo. Conocería todos los lugares en los que había soñado. Irían a Nueva York, a Shanghai, a París. Le compraría ropita al niño, y todos los juguetes que quisiera. Volvería a hacer el amor con Dominic, como aquella noche en Roma, mientras Eleonora cuidaba de su sobrino.
No podía ser verdad esa imagen que tenía delante de los ojos: Dominic abrazando a Eleonora, Arek entre los dos; el clan rojo rodeándolos, apoyándolos, ignorando su presencia, su sufrimiento. Como si no estuviera allí. Como si ya no importara. Como si no fuera más que un objeto de usar y tirar.
Las lágrimas empezaron a brotar como una fuente, quemantes, un reguero de fuego que cruzaba sus mejillas y se derramaba por sus pechos hinchados, por su cuerpo desnudo y enflaquecido.
—¡Mamá! —empezó a llamar muy bajito, entre los sollozos que la sacudían—. ¡Mamá! ¡Ven, mamá!
No le importaba a nadie. Quería morirse, sólo quería morirse y descansar.
Lena miraba uno tras otro a los miembros del clan rojo que rodeaban a Dominic y a Eleonora tratando de asimilar lo que Dominic acababa de decirle, tratando de amortiguar el shock. En alguna parte en su interior sabía que tendría que estar abrazando a Clara, consolándola por lo que le estaba haciendo aquella gente, que era mucho más doloroso incluso que el parto por el que acababa de pasar, pero tenía que saberlo todo, tenía que conseguir una respuesta a sus preguntas. Ya tendría tiempo de consolar a Clara cuando lograran salir de allí.
—Entonces ¿todo ha sido mentira? —preguntó de nuevo Lena para convencerse de lo terrible de la respuesta a base de repetición—. ¿Desde el principio lo único que buscabais era el niño?
—Lógicamente —contestó Eleonora, como si fuera lo más natural del universo, mientras los otros se limitaban a asentir con la cabeza—. ¿No pensarías que Nico podría enamorarse de una
haito
?
Detrás de ella, Clara había empezado a sollozar.
—Sois unos hijos de puta —escupió Lena.
Mientras su amiga se enfrentaba con el clan rojo en pleno, Clara lloraba cada vez con más intensidad, como si algo en su interior estuviera a punto de desgarrarse. Si hubiera sido capaz, se habría levantado de aquella silla monstruosa donde le habían atado las piernas y habría huido para no volver jamás; pero no podía moverse y sólo podía confiar en que Lena consiguiera sacarla de allí y llevarla a algún lugar donde pudiera dar rienda suelta a todo el dolor y la desesperación que la llenaban.
No se sentía con fuerzas para hablar, de modo que empezó a llorar más alto con la esperanza de que Lena se volviera hacia ella y comprendiera con una mirada que lo único que quería era salir de allí, pero su amiga estaba casi de espaldas a ella, enfrentada a Dominic y a Elenora, que se hallaban detrás de la silla paritoria en una zona donde no los podía ver.
Nadie parecía percatarse de sus sollozos, de su presencia, de su dolor, salvo el tío Gregor que en ese momento intercambió con ella su mirada fría y se le acercó. ¿Iba a ponerle un sedante, como tantas otras veces? ¿Una inyección para que en unos minutos todo volviera a estar bien?
No. Ahora no quería un sedante. Sólo quería que la desataran, que Lena la ayudara a ponerse de pie y que las dejaran salir de allí, incluso dejando a Arek con ellos, al menos de momento, porque nunca le permitirían llevarse a su hijo por las buenas.
Si conseguían salir de allí, ya pensarían después qué hacer.
El tío Gregor se inclinó sobre ella, le puso una mano bajo la nuca y cuando le levantó la cabeza para sacar la almohada caliente y empapada de sudor en la que había estado apoyándose sintió un alivio inmediato.
Entonces, sin cambiar mínimamente de expresión, la dejó caer sobre su cara y apoyó las dos manos sobre la almohada con todas sus fuerzas.
Por un segundo, Clara no supo interpretar la situación. ¿Iba a asfixiarla? ¿La estaba matando?
Intentó gritar, pero la almohada ahogaba sus sollozos y sus gritos; la fuerza de sus brazos no era bastante para luchar contra el médico; sus piernas seguían atadas y sus ojos se habían cerrado al contacto con la tela.
Comprendió que iba a morir. Los colores empezaron a destellar tras sus párpados, en medio de la negrura, sus pulmones saltaban en su pecho rebelándose ante la falta de oxígeno, sus manos palmoteaban en el vacío buscando en vano un cuerpo donde clavar las uñas para defenderse.
No podía morirse aún. No tenía más que dieciocho años y medio. Nadie se muere a los dieciocho años cuando tiene toda la vida por delante.
Vio pasar imágenes brillantes, bellísimas, que atravesaban su mente con rapidez y, sin embargo, era capaz de apreciar con todo detalle: ella, de pequeña, cogida de las manos de sus padres, cuando la llevaban al mercadito de Navidad, lleno de luces, de música y de olor a buñuelos y algodón de azúcar; Lena a los diez años, en camisón, las dos juntas viendo una película de dibujos en la cama, partidas de risa; el brillo en los ojos de Dominic en el baile, su sonrisa, las rosas rojas apretadas contra su vestido negro mientras la llevaba a casa; la maravillosa escultura de Bernini en Villa Borghese, el aliento de Dominic en su oído, la transformación de Daphne convirtiéndose en laurel; Dominic y Eleonora, como un rey y una reina de cuento, maléficos, vestidos de rojo, abrazando a Arek.
Luego una luz muy blanca, muy brillante, arrastrándola hacia arriba. Una última imagen de su propio cuerpo desnudo, enflaquecido, sudoroso y sangriento, desmadejado en la silla metálica. El eco de la voz de Lena haciendo una pregunta, perdiéndose, perdiendo importancia, perdiendo sentido mientras ella se desligaba de todo y se dejaba ir flotando como un globo que se ha soltado de la mano de un niño, flotando ligera y sin dolor en una brisa suave que la llevaba lejos de allí, arrastrada por una agua tibia y transparente hacia el mar azul.
—¿Qué va a pasar ahora con Clara? —preguntó Lena al clan rojo en general. Se sentía mareada, a punto de vomitar. Sólo quería marcharse de allí llevándose a Clara para que pudiera descansar.
La respuesta le llegó desde detrás, del extraño ser vestido de cardenal.